Elena, la preciosa princesa de Corté, una joya, encerrada en una caja de cristal por tanto tiempo, y de pronto es lanzada al mundo, lanzada ante los ambiciosos, los despiadados, y los bárbaros... Pureza destilada ante la barabrie del mundo en que vivía. ¿Que pasará con Elena? La mujer más hermosa de Alejandría cuando el deseo de libertad florezca en ella como las flores en primavera. ¿Sobrevivirá a la barbarie del mundo cruel hasta conseguir esa libertad que no conocía y en la cuál ni siquiera había pensado pero ahora desa más que nada? O conciliará que la única libertad certera es la muerte..
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Capitulo 22
El sol se escondía lentamente detrás de las colinas de la frontera norte, dejando al campamento de Devon envuelto en una luz dorada. En la fortaleza de Cortés, a muchos kilómetros de distancia, el Duque Cortés se sentaba en su estudio, su rostro iluminado solo por la luz de las velas. Sobre su escritorio, una carta recientemente recibida del Rey Dante, que, como de costumbre, expresaba su preocupación y frustración por el retraso en el compromiso entre su hijo, el príncipe Arturo, y la joven princesa Elena.
Desde el momento en que Elena nació, el Duque había entendido su potencial como una pieza clave en el juego de poder del reino. Franco, astuto y calculador, había orquestado cuidadosamente una estrategia para mantener al rey aferrado a la idea de este compromiso sin concretarlo. Sabía que la alianza matrimonial con la familia real aumentaría significativamente el poder y la influencia de su casa, pero el Duque quería más que eso, más de lo que podía conseguir con una alianza matrimonial con la familia Real. Por eso, también comprendía que el momento adecuado para dicho compromiso era crucial para sus propios planes.
A lo largo de los años, el Duque había utilizado una combinación de promesas vacías y manipulaciones sutiles en sus correspondencias con el rey. Cada carta que enviaba estaba meticulosamente redactada para apaciguar al monarca, asegurándole que Elena se estaba preparando adecuadamente para asumir su papel como futura reina, pero que aún no estaba lista para ser presentada en la corte. El Duque enfatizaba la importancia de la educación y formación de Elena, sugiriendo que su desarrollo era fundamental para garantizar un futuro estable y próspero para el reino.
El Rey, ansioso por asegurar el compromiso, respondía con creciente preocupación, expresando su deseo de ver el acuerdo concretado cuanto antes. Pero el Duque siempre encontraba formas de retrasar la conversación, aludiendo a la necesidad de que Elena creciera en sabiduría y gracia, para estar a la altura del papel que se esperaba de ella.
Con el paso del tiempo, el Rey comenzó a impacientarse. Cada vez más preocupado por la falta de avances concretos y consciente de que las oportunidades de casar a Arturo con otro buen partido se estaban esfumando, intentó presionar al Duque para que le permitiera conocer a Elena, o al menos recibir un retrato de ella.
El Duque, siempre un paso por delante, se disculpaba amablemente, citando razones como la necesidad de proteger a Elena de las tensiones del mundo exterior hasta que estuviera completamente lista, o insinuando que un compromiso apresurado podría poner en peligro la salud y el bienestar de la joven.
Uno de los mayores golpes que el Rey sufrió en este juego fue la pérdida de Isabella Mascia como posible prometida para Arturo. Inicialmente, Isabella había sido vista como la opción más adecuada, de buena familia, apenas un par de años menor que Arturo, con conexiones políticas sólidas, y con una personalidad amable y tranquila, además destacaba en muchos ámbitos, en conclusión era adecuada para el papel de consorte real. Pero la llegada de Elena cambió todo eso. De repente, Isabella fue relegada, y cuando finalmente se comprometió con el joven Duque de Cortés, el Rey supo que había perdido una opción valiosa.
El Duque de Cortés, mientras tanto, continuaba jugando su juego con maestría. Sabía que las otras grandes casas del reino no ofrecían alternativas, los Monterreal, por ejemplo, tenían solo un hijo varón, lo que los excluía de la ecuación matrimonial.
Aun así, sabía qué mantener al rey aferrado a la idea de un compromiso con su hija no era suficiente; debía eliminar todas las posibles alternativas para que Arturo no tuviera más opción que esperar por Elena.
Desde su fortaleza, Franco se había convertido en un maestro del sutil arte del casamentero, sin que nadie lo notara. Cada vez que surgía una joven noble con las cualidades necesarias para ser considerada una prometida potencial del príncipe, el Duque se aseguraba de que fuera rápidamente comprometida con alguien más.
Utilizando su red de contactos, Franco hacía que los rumores llegaran a oídos de los padres de estas jóvenes, insinuando que un matrimonio rápido y seguro era la mejor opción en tiempos tan inestables. Las familias, deseosas de asegurar el futuro de sus hijas, aceptaban las propuestas que les llegaban, muchas veces arregladas por el mismo Duque.
Las alianzas se cerraban con rapidez, y así, una tras otra, las posibles opciones para Arturo se desvanecían, dejando al rey sin alternativas viables. Así que, con cada año que pasaba, el Rey se encontraba más atrapado en la red que el Duque había tejido.
Desde su despacho, con la pluma en la mano y una sonrisa de satisfacción, el Duque se sentía en control absoluto de la situación. No solo estaba asegurado que todo encajara perfectamente para poder ejecutar sus planes, sino que también estaba demostrando su poder sobre la familia real, todo mientras mantenía una fachada de cortesía y lealtad.
Mientras el Duque Franco Cortés manipulaba cuidadosamente el tablero político, su futura nuera, Isabella, seguía un camino similar en su propio ámbito, pero con fines mucho más personales.
En los salones dorados y los jardines elegantes, Isabella no perdía oportunidad para mencionar su compromiso con Devon. Sin embargo, lo hacía con tal sutileza que nadie podía acusarla de alardear.
—Devon y yo...
Solía decir, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Hemos intercambiado tantas cartas mientras él está en la frontera. Es tan dedicado a sus deberes, pero siempre encuentra tiempo para escribirme. Su lealtad al reino es admirable, ¿no creen?
Las damas a su alrededor suspiraron con envidia y admiración, creyendo cada palabra que salía de los labios de Isabella. Sin embargo, una joven noble, la señorita Marissa, que había oído rumores diferentes, no pudo evitar levantar una ceja con escepticismo.
—Es maravilloso escuchar eso, Señorita Isabella.
Dijo Marissa con un tono diplomático.
—He oído que el joven Duque está muy ocupado con la guerra en la frontera. Debe ser difícil para él encontrar tiempo para escribir.
Isabella, sin perder su compostura, sonrió aún más ampliamente.
—Devon siempre ha sido un hombre de gran determinación y dedicación. Aunque sus responsabilidades son muchas, nunca olvida sus promesas.
Hizo una pausa teatral, mirando a las damas a su alrededor.
—Me siento muy afortunada de tener su afecto y atención, incluso en tiempos tan difíciles.
La conversación continuó, y aunque algunas de las damas podían sospechar la verdad, la mayoría estaban encantadas con la historia de Isabella.
Isabella nunca imaginó que la narrativa que había creado con tanta dedicación, comenzaría a desmoronarse ante sus ojos en poco tiempo.
—¿Entonces aún no conoce a su cuñada, la princesa de Cortés?
Isabella frunció los labios oculta tras su abanico, harta de esa pregunta, por más que siempre intentará desviar esa pregunta, no había una sola ocasión en la que de repente Elena de Cortés se volviera el tema central de conversación.
Con la sutileza que la caracterizaba, Isabella sonrió para luego decir.
—Señorita Leila, debo decir que aún no tengo tal privilegio... Se dice que la princesa está muy ocupada con su formación...
Aún nadie le respondía, pero Isabella ya podía anticipar las cosas que le dirían y así fue.
Aunque fue tajante con su respuesta sobre que no sabía nada sobre Elena, las señoritas a su alrededor seguían preguntando y comentando sobre ella y eso solo irritada más a Isabella que luchaba internamente por contenerse y no demostrar lo que realmente pensaba.