Julieta, una diseñadora gráfica que vive al ritmo del caos y la creatividad, jamás imaginó que una noche de tequila en Malasaña terminaría con un anillo en su dedo y un marido en su cama. Mucho menos que ese marido sería Marco, un prestigioso abogado cuya vida está regida por el orden, las agendas y el minimalismo extremo.
La solución más sensata sería anular el matrimonio y fingir que nunca sucedió. Pero cuando las circunstancias los obligan a mantener las apariencias, Julieta se muda al inmaculado apartamento de Marco en el elegante barrio de Salamanca. Lo que comienza como una farsa temporal se convierte en un experimento de convivencia donde el orden y el caos luchan por la supremacía.
Como si vivir juntos no fuera suficiente desafío, deberán esquivar a Cristina, la ex perfecta de Marco que se niega a aceptar su pérdida; a Raúl, el ex de Julieta que reaparece con aires de reconquista; y a Marta, la vecina entrometida que parece tener un doctorado en chismología.
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El Encuentro de Cristina y Raúl
El sol de media mañana se derramaba como un charco de oro derretido sobre los edificios de cristal del distrito empresarial de Madrid. Las fachadas reflejaban un caleidoscopio de luces y sombras que bailaban sobre el asfalto, como si la ciudad misma se burlara de los planes meticulosos de Cristina.
Cristina Martínez Sánchez —treinta años, abogada, perfección encarnada— avanzaba por el pasillo de la empresa de publicidad como si fuera una pasarela. Su traje Chanel color marfil era tan impecable que podría haber servido de manual de estilo corporativo. Cada paso de sus stilettos Louboutin resonaba como una sentencia: tap, tap, tap. Un ritmo de máquina de guerra vestida de seda.
Entre sus dedos, un bolígrafo Montblanc —regalo de Marco en aquellos días cuando su relación parecía más un contrato matrimonial que un romance— giraba con una precisión matemática. Lo había conservado no por nostalgia, sino como un trofeo. Un recordatorio de todo lo que había perdido.
La sala de juntas parecía salida de un sueño psicodélico de Andy Warhol. Paredes cubiertas de murales irreverentes, pintadas a mano por los propios diseñadores. Una enorme mesa de madera reciclada, marcada con manchas de café, trazos de bocetos y cicatrices de creatividad. Sillas mismatched: un sofá vintage, taburetes industriales, un par de bean bags coloridos, y un viejo sillón de barbería que alguien había rescatado de un desguace.
Postres medio comidos, tazas de café a medio terminar, tablets mezcladas con cuadernos de dibujo, marcadores de colores desparramados como soldados después de una batalla creativa. En las paredes, carteles de campañas icónicas se entremezclaban con fotografías absurdas y frases motivacionales escritas a mano: "El error es solo otro recurso creativo" y "La normalidad es un pavimento sin arte".
Y en medio de todo aquel controlled chaos, estaba ella: Julieta. Brillante. Desafiante. Un huracán de color en aquel universo de creatividad impredecible.
Un vestido fucsia que gritaba "rebeldía" contra el código de vestimenta empresarial. Zapatos que parecían haber sido diseñados por un artista en un ataque de creatividad después de tres cafés dobles. El cabello, un desastre calculado de rizos que desafiaban toda lógica gravitacional.
—Bueno, señores —comenzó Julieta, con una sonrisa que era mitad travesura, mitad desafío—. El nuevo concepto publicitario para la campaña será... poco convencional.
Cristina sintió que le subía la presión. "Poco convencional" en el mundo de Julieta probablemente significaba un anuncio filmado en un skatepark con modelos bailando reggaetón.
Los ejecutivos en la sala —todos trajes grises, canas prematuras y expresiones de pánico contenido— miraban a Julieta como si fuera un experimento científico a punto de explotar.
—Imaginen —continuó Julieta, cogiendo unos marcadores de colores que parecían haber sido robados de un jardín de infancia— un mundo donde el ámbito jurídico no es perfección, sino... ¡libertad!
Un ejecutivo tosió. Otro miró nerviosamente su café. Cristina apretó tanto el bolígrafo que temió romperlo.
La presentación de Julieta era un tornado de creatividad. Cada diapositiva era más salvaje que la anterior. Bocetos que parecían hechos por un niño de cinco años después de beber tres litros de refresco de coca cola. Conceptos tan locos que rozaban lo brillante.
Y en medio de todo aquel caos, Cristina solo podía pensar: "¿Cómo diablos Marco se casó con esta mujer?"
El universo, definitivamente, tenía un sentido del humor muy retorcido.
La sala de reuniones había sido un campo de batalla sutilmente elegante. Julieta, con su vestido colorido y su sonrisa desafiante, había representado todo lo que Cristina detestaba: caos, espontaneidad, una victoria que no comprendía.
Cristina recordó hace cinco años atrás, en el restaurante Botín olía a historia, a roble añejo y a promesas bien planchadas. Cristina había elegido su conjunto como una estrategia militar: un vestido negro de corte impecable, zapatos Manolo Blahnik —exactamente a 7.5 centímetros de tacón—, y un broche de platino que había costado más que su primer coche.
Marco llegó —como siempre— tres minutos antes de la hora acordada. Traje gris perla, corbata azul marino con un nudo Windsor que habría hecho llorar a cualquier sastre de Savile Row.
—Llegas tarde —le dijo él, aunque ella sabía que en realidad había llegado tres minutos antes.
Ella sonrió. Una sonrisa calculada, perfecta, con el brillo justo de labial transparente.
—Imposible. Mi reloj marca las 21:02, y nuestro reservado estaba programado a las 21:00.
Aquella discusión sobre minutos era su ritual de apareamiento. Precisión contra precisión. Perfección contra perfección.
La carta llegó. Marco la abrió primero, por supuesto. Estudió cada plato como si fuera un caso legal, analizando ingredientes, procedencia, maridaje con vinos. Cristina observaba, admirando aquella meticulosidad que para otros sería locura.
—Yo elegiré el menú —declaró él—. Confía en mi selección.
No era una pregunta. Era una orden elegantemente envuelta en terciopelo.
Y ella, sorprendentemente, aceptó.
Mientras compartían un solomillo que probablemente costaba más que la hipoteca de un apartamento pequeño.
Marco desplegó su plan maestro.
—Cinco años, matrimonio, dos hijos, casa en el barrio de Salamanca, vacaciones en la Costa Azul.
Todo cronometrado. Todo perfecto.
Cristina escuchaba, bebiendo su copa de Rioja reserva especial, pensando que aquello no era una cita. Era una fusión empresarial. Un contrato matrimonial verbal.
Y le encantaba.
Cuando volvió al presente la mirada de Cristina se endureció como un témpano en el Ártico. Julieta, con su vestido imposible y su sonrisa desquiciante, representaba todo lo contrario a aquel plan meticuloso.
Ni una palabra entre las dos mujeres. Solo una guerra silenciosa de miradas. Dos universos colisionando en un microsegundo de tensión.
Cristina se retiró, el asfalto parecía derretirse bajo el sol de julio, como si Madrid mismo sudara la pereza de media mañana. Cristina sintió el aguijón del calor atravesar sus zapatos de diseñador mientras sus tacones hacían un peculiar baile de equilibrista entre las baldosas irregulares.
El Audi blanco —impoluto, brillante, prácticamente gritando "éxito corporativo"— la esperaba con las puertas cerradas como un soldado de traje. Pero algo más llamó su atención.
Un Volkswagen de los años ochenta escandalosamente destartalado ocupaba el espacio contiguo. No, "ocupar" era quedarse corto. El vehículo parecía haber sido literalmente escupido por un tornado y abandonado con la gracia de un elefante bailando vals. Sus abolladuras contaban historias de accidentes, descuidos y una evidente falta de amor por la mecánica.
Y entonces lo vio: Raúl.
Guitarra en mano —o mejor dicho, guitarra como extensión de su propio ser— parecía más un cuadro de artista frustrado que un hombre esperando a alguien. Sus dedos tamborileaban sobre el mástil de madera gastada, componiendo una melodía que nadie más que él podía escuchar.
—Hola, buenos días —soltó Cristina, sorprendiéndose incluso a sí misma de romper aquel silencio musical—. No pareces estar esperando a nadie importante.
La mirada de Raúl era una mezcla de melancolía, ironía y ese punto de locura que solo los artistas genuinos poseen.
—Espero a Julieta —respondió, como si estuviera revelando un secreto a medias—. Aunque hoy, como casi todos los días, parece que la suerte me da la espalda.
La palabra "suerte" flotó entre ellos como una burbuja a punto de estallar.
Lo que siguió fue una conversación que ninguno de los dos había planeado. Cristina, con su precisión de abogada, y Raúl, con su impulsividad de artista, descubrieron un terreno común: el desconcierto.
—¿Cómo alguien como Marco termina casado con una diseñadora bohemia? —murmuró Cristina.
—¿Cómo Julieta, mi casi novia, se casa con un abogado que parece sacado de una película corporativa? —respondió Raúl.
Carlos apareció minutos después, cual tornado vestido con una camiseta de rock tan desgastada que parecía haber sobrevivido a tres guerras mundiales y un concierto de punk. Su entrada fue más ruidosa que sutil: un golpe de puerta, una risa que sonaba a plan maestro y ese aire de gamberro intelectual que solo algunos logran cultivar.
—¿Venganza? —preguntó, más como si estuviera ordenando un café que proponiendo una conspiración.
Cristina arqueó una ceja. Su sonrisa tenía más filo que un bisturí de cirujano plástico.
—Venganza —confirmó, saboreando cada sílaba—. Pero no de muerte. De confusión.
Los tres se miraron. Una abogada corporativa, un músico frustrado y un tipo con pinta de roadie. El trío más improbable de Madrid acababa de nacer.
El verano seguía siendo un hervidero de posibilidades. Y ellos, tres perfectos desconocidos unidos por la frustración, acababan de convertir una mañana calurosa en el prólogo de algo que prometía ser explosive.
La aventura, definitivamente, acababa de comenzar.