Crepúsculo De Alianzas

El salón resonaba con un silencio cargado de tensión mientras el príncipe Aldarion era llevado ante su padre, el rey Elario, arrodillado y con la cabeza cubierta por un saco. Sus músculos se tensaron mientras la incertidumbre se apoderaba de su mente, preguntándose qué estaba pasando y por qué lo habían llevado ante su padre de esta manera.

Con un nudo en la garganta, Aldarion levantó la voz, exigiendo respuestas mientras luchaba por liberarse de las manos que lo sostenían en su lugar.

—¿Qué está pasando aquí? —gritó, la furia y la confusión palpables en su tono de voz—. ¡Suéltenme inmediatamente!

El saco fue retirado de su cabeza de un tirón brusco, revelando la figura imponente de su padre, el rey Elario, frente a él. La expresión del rey era seria y severa, y Aldarion pudo ver el peso de la responsabilidad en sus ojos cansados.

—Padre, ¿qué significa esto? —preguntó Aldarion, luchando por contener la ira que amenazaba con desbordarse—. ¿Por qué me han traído aquí de esta manera?

El rey Elario suspiró pesadamente, manteniendo la compostura a pesar del torrente de emociones que amenazaban con consumirlo.

—Hijo, te traje aquí para discutir un asunto de suma importancia —dijo con solemnidad—. Como heredero de Evergreen, tienes el deber de mantener la paz y la estabilidad en nuestro reino.

Aldarion frunció el ceño, confundido por las palabras de su padre.

—¿A qué te refieres? —preguntó, su voz llena de incredulidad—. ¿De qué paz estás hablando? La manada del norte y Nocturnia son una amenaza para nuestro reino. Deben ser eliminados.

El rey Elario sacudió la cabeza con tristeza, comprendiendo la frustración y la ira de su hijo.

—Entiendo tu deseo de proteger a nuestro reino, Aldarion, pero debemos ser prudentes en nuestros actos —explicó con calma—. No podemos permitirnos una guerra con la manada del norte ni con Nocturnia. Sería devastador para nuestro pueblo y para nuestra tierra.

Aldarion apretó los puños, luchando contra la sensación de impotencia que lo invadía. Sabía que su padre tenía razón, pero eso no hacía más fácil aceptar la situación.

—Pero padre, Thorgal y los vampiros son una amenaza para nosotros. Deben ser detenidos antes de que sea demasiado tarde —insistió, su voz llena de determinación—. No puedo quedarme de brazos cruzados mientras nuestro reino está en peligro.

El rey Elario colocó una mano en el hombro de su hijo, buscando calmarlo y guiarlo con sabiduría.

—Lo entiendo, hijo, pero debemos encontrar una solución que no implique la guerra —respondió con serenidad—. Trabajaremos juntos para proteger a nuestro reino, pero debemos hacerlo con inteligencia y prudencia.

Aldarion asintió con resignación, sabiendo que no tenía más opción que confiar en la sabiduría de su padre y buscar una solución que garantizara la seguridad de su pueblo sin desencadenar un conflicto devastador.

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En las sombrías profundidades de la fortaleza del Valle de Lirien, un joven elfo llamado Ario se encontraba encadenado, realizando las tareas de limpieza mientras observaba en silencio el oscuro panorama que se desarrollaba ante sus ojos. Arion, de apenas trece años de edad, había sido atrapado en las garras de la opresión, su juventud oscurecida por las cadenas que lo mantenían prisionero en su propia tierra.

Mientras limpiaba el suelo de piedra con manos temblorosas, Arion no pudo evitar escuchar las voces que resonaban desde la sala del trono, donde Thorgal, el líder de la manada del norte, pronunciaba sus veredictos sobre los problemas de los campesinos.

Las palabras del señor del castillo resonaban con una autoridad dura y despiadada, mostrando una preferencia evidente por los intereses de su propia manada sobre los del pueblo elfo.

Arion camino con suavidad tratando de no hacer mucho ruido al arrastrar la enorme y pesada bola de metal que evitaba que corriera y pudiera escapar. Entró a la sala del trono que permanecía abierta y que tenia una fila de elfos y lobos.

Era una familia de elfos se enfrentaba a uno de los lobos de la manada del norte en una disputa por tierras y recursos. La atmósfera en la sala del trono estaba cargada de tensión y resentimiento.

La familia de elfos, representada por un anciano con el rostro marcado por los años de trabajo en la tierra, levantó la voz con determinación mientras exponía su caso. El patriarca elfo, cuyo nombre era Eldarion, se erguía con dignidad ante Thorgal, instando al líder de la manada del norte a reconocer los derechos ancestrales de su familia sobre las tierras en disputa.

Arion conocía al viejo elfo. Vivía en una granja cerca de Bosqueverde, junto con su familia. Era un hombre amable y trabajador, que durante la cosecha les regalaba manzanas a los niños.

—¡Mi familia ha cultivado estas tierras durante generaciones! —exclamó Eldarion con voz firme, su mirada desafiante—. No permitiré que los lobos de la manada del norte nos arrebaten lo que legítimamente nos pertenece.

Thorgal escuchaba con expresión impasible, sus ojos fríos evaluando cada palabra que salía de los labios del anciano elfo. Era evidente que su lealtad no residía con la familia de elfos, sino con los intereses de su propia manada.

En respuesta, el lobo de la manada del norte, un imponente guerrero de aspecto fiero y salvaje, se adelantó con arrogancia para presentar el caso de su manada. Su nombre era Drakkar, y su presencia inspiraba temor y respeto entre los presentes.

—Estas tierras nos han sido prometidas como parte de nuestro territorio —declaró Drakkar con voz grave y amenazadora—. Los elfos pueden ser tolerados, pero no puede sublevarse ante la fuerza del lobo. Es hora de que reconozcan quién tiene el verdadero poder en el valle.

La tensión en la sala aumentaba a medida que los dos bandos se enfrentaban, cada uno defendiendo con vehemencia su posición. Los murmullos de desaprobación resonaban entre los espectadores, reflejando la división y el conflicto que reinaba en el valle de Lirien.

Thorgal escuchaba en silencio, su semblante impasible revelando poco de sus pensamientos internos.

—Los elfos han sido de especial ayuda para nuestro valle —dijo el Alfa haciendo especial énfasis en “nuestro” —. Pero la manada del norte no puede tener rebeldes en sus filas. Así que mi veredicto será que la granja sea entregada a Drakkar. Por su buen servicio a su Alfa y a su manada.

Arion apretó los puños con impotencia mientras observaba cómo Thorgal dictaba su absurda resolución a favor de los apestoso y invasores lobos. Era evidente que el líder de la manada del norte no tenía ningún reparo en ejercer su poder sobre los débiles y desprotegidos, mientras recompensaba a aquellos que le eran leales.

Eldarion, el anciano elfo, no pudo contener su indignación ante la sentencia del líder de la manada del norte.

—¡Esto es una injusticia! —exclamó Eldarion, su voz temblorosa con la ira contenida—. No puedes quitarnos nuestras tierras así como así. ¡Mi familia ha vivido aquí durante siglos!

Thorgal lo miró con desdén, sus ojos fríos destilando autoridad y poder.

—No subestimes mi autoridad, anciano elfo —respondió Thorgal con voz firme—. Las leyes del valle son claras, y yo soy su juez y ejecutor. Tu familia ha desafiado el dominio de la manada del norte, y eso no puede tolerarse. Por lo que tu familia queda expulsada definitivamente del valle de Lirien para siempre.

Y de un chasquido un grupo de lobos rodeó a la familia de elfos.

—Y tu viejo insolente —exclamo el Alfa apuntando a Eldarion —, como castigo te condenó a ser recluido en los calabozos del castillo asta tu muerte.

Y de un chasquido el viejo fue tirado al suelo mientras hombres lobo en su forma humana lo encadenada y lo sacaban de ahí ante la mirada de horror de su familia.

Desde su posición en el suelo, Arion podía sentir el peso aplastante de la injusticia que reinaba en el valle. Los campesinos elfos eran tratados como siervos, obligados a cumplir las órdenes de Thorgal sin cuestionamientos, mientras que los lobos de la manada del norte disfrutaban de privilegios y protección. Era una realidad cruel y despiadada, una oscura sombra que se cernía sobre el valle y oprimía a su gente.

A medida que continuaba su labor, Arion sentía crecer dentro de él un fuego ardiente de determinación. A pesar de su juventud, sabía que no podía quedarse de brazos cruzados ante la injusticia que presenciaba. Aunque estaba encadenado físicamente, su espíritu permanecía libre, listo para desafiar la opresión y luchar por un futuro mejor para su pueblo.