— ¡Suéltame, me lastimas! —gritó Zaira mientras Marck la arrastraba hacia la casa que alguna vez fue de su familia.
— ¡Ibas a foll*rtelo! —rugió con rabia descontrolada, su voz temblando de celos—. ¡Estabas a punto de acostarte con ese imbécil cuando eres mi esposa! — Su agarre en el brazo de Zaira se hizo más fuerte.
— ¿Por qué no me dejas en paz? —gritó, sus palabras cargadas de rabia y dolor—. ¡Quiero el divorcio! Ya te vengaste de mi padre por todo el daño que le hizo a tu familia. Te quedaste con todos sus bienes, lo conseguiste todo... ¡Ahora déjame en paz! No entiendes que te odio por todo lo que nos hiciste. ¡Te detesto! —Las lágrimas brotaban de sus ojos mientras su pecho se llenaba de impotencia.
Las palabras de Zaira hirieron a Marck. Su miedo más profundo se hacía realidad: ella quería dejarlo, y eso lo aterraba. Con manos temblorosas, la atrajo bruscamente y la besó con desesperación.
— Aunque me odies —murmuró, con una voz rota y peligrosa—, siempre serás mía.
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Capitulo 3: La Miseria 2
NARRADORA
Las semanas pasaron lentamente, llenas de incertidumbre. Clara no estaba completamente recuperada, pero al menos su estado había mejorado. Aún así, Marck no podía quitarse de la cabeza la preocupación constante por la salud de su madre. Cada vez que la veía toser o perder el apetito, una angustia profunda lo carcomía. Sabía que lo correcto sería llevarla al médico para un diagnóstico adecuado, pero también sabía que no tenían el dinero suficiente para pagar una consulta.
Esa era la cruda realidad. Tanto él como Clara estaban arriesgándolo todo al ignorar los síntomas, esperando que fuera solo un virus pasajero. Pero en el fondo, ambos temían que fuera algo mucho más grave. Sin embargo, la pobreza les obligaba a priorizar lo urgente sobre lo importante. Y lo urgente, en este caso, era el alquiler del miserable departamento donde vivían. La fecha límite para pagarlo se acercaba rápidamente, y Marck apenas había conseguido reunir la mitad del dinero.
Para colmo, la factura de la luz llegaba siempre con un valor exageradamente alto. Este mes, era casi seguro que se quedarían a oscuras. El pensamiento de regresar a casa sin dinero suficiente, con su madre enferma y la posibilidad de ser desalojados, lo hacía hervir de frustración. No tenía elección. No quedaba más remedio que seguir robando, aunque cada vez sentía más el peso de sus acciones.
Esa noche, Marck caminaba solo por las calles vacías de un barrio marginal de Buenos Aires. Las farolas parpadeaban de manera intermitente, y la brisa helada cortaba como cuchillas. No había mucha gente a esa hora, lo que, en principio, le parecía una ventaja. Se movía con sigilo, sus pensamientos atrapados entre la necesidad desesperada y la culpa que lo corroía cada vez que hurtaba.
Fue entonces cuando lo vio: un hombre caminaba hacia él, hablando distraídamente por teléfono. Parecía absorto en su conversación, completamente ajeno a su entorno. Marck observó con atención, y sus ojos se clavaron en un detalle que le hizo latir el corazón más rápido. Un fajo de billetes asomaba del bolsillo trasero del hombre, como si hubiera sido colocado ahí a propósito, exhibiéndose de manera tentadora.
La desesperación venció cualquier atisbo de duda. Sin pensar demasiado, Marck aceleró el paso y, en un movimiento rápido y casi instintivo, deslizó la mano en el bolsillo del hombre y tomó el dinero. Apenas habían sido unos segundos, un parpadeo en el tiempo, pero en el instante en que el dinero tocó su palma, el hombre lo sintió.
—¡Eh, maldito ladrón! —gritó el hombre, girándose rápidamente.
Antes de que Marck pudiera reaccionar, sintió un puñetazo directo en el estómago que lo dejó sin aliento. Se dobló sobre sí mismo, intentando contener el dolor, pero no fue suficiente. El hombre lo agarró del cuello de la camiseta y lo empujó contra la pared, estrellándolo con fuerza.
—¿Crees que puedes robarme así, en mi cara? ¡Voy a enseñarte una lección! —escupió el hombre mientras lo golpeaba una y otra vez.
Marck intentó defenderse, pero el dolor lo paralizaba. Cada golpe lo hacía sentir más débil, más insignificante. Lo había intentado, había arriesgado todo por su madre, pero en ese momento, tumbado en el suelo, cubriéndose la cara mientras los golpes llovían sobre él, solo podía pensar en lo inútil que era. No era más que un adolescente, un ladrón torpe, un hijo que no podía ni siquiera proveer para su madre enferma.
Finalmente, el hombre se detuvo, respirando con dificultad. Le dio una última patada en las costillas antes de escupir en el suelo y alejarse.
—Eres una escoria —murmuró con desprecio antes de marcharse, con el dinero firmemente guardado en su bolsillo.
Marck permaneció en el suelo durante varios minutos, jadeando por el dolor. La calle estaba desierta, y el frío se colaba por los agujeros de su ropa desgastada. Su cuerpo temblaba, no solo por el dolor físico, sino por la humillación. Se sentía derrotado, inútil. Había fallado, una vez más.
Se llevó la mano al rostro y sintió la sangre en sus labios partidos. Todo su cuerpo palpitaba, cada centímetro de su piel ardía. Intentó ponerse de pie, pero las piernas le fallaron al principio. Se tomó unos segundos, apoyándose contra la pared, antes de lograr incorporarse por completo. Con pasos vacilantes, comenzó a caminar hacia su casa.
Cada paso le recordaba lo que había pasado. La frustración se acumulaba dentro de él como una olla a presión. ¿Qué diría su madre cuando lo viera así? No podía regresar a casa en ese estado. ¿Cómo podría mirarla a los ojos después de haber fallado de nuevo? No solo no había conseguido el dinero, sino que ahora estaba herido. Clara probablemente se preocuparía aún más, y eso solo empeoraría su ya frágil estado de salud.
La culpa lo aplastaba. Todo lo que hacía, todo lo que intentaba, terminaba mal. Robaba para ayudar a su madre, pero solo lograba hundirse más en el abismo de la miseria. Caminaba arrastrando los pies, con el sabor metálico de la sangre en su boca y la angustia pesándole en el pecho. Sabía que lo que hacía estaba mal, pero no veía otra salida.
Cuando llegó a la puerta del departamento, se detuvo un momento, tomando una respiración profunda. No podía entrar así, no podía dejar que Clara lo viera de esa manera. Pero tampoco tenía fuerzas para inventar una excusa o esconder la verdad.
Pero lo que no sabía era que, a pesar de todo lo que hacía para protegerla, su madre ya lo sabía todo. Sabía del sacrificio de su hijo, y esa era la carga más pesada que ambos llevaban.
Cuando Marck abrió la puerta del departamento, el olor rancio y húmedo del lugar lo envolvió como un recordatorio de la vida que llevaban. Todo en el interior estaba oscuro, a excepción de la tenue luz de una lámpara vieja que parpadeaba en una esquina. Clara estaba sentada en el colchón, acurrucada bajo una manta, con la mirada fija en la ventana. Aunque sabía que ella lo estaba esperando, no esperaba que se diera cuenta de su llegada de inmediato.
—¿Marck? —la voz de su madre sonó débil pero alerta.
Marck se detuvo por un momento. Su cuerpo estaba adolorido, su mente agotada. Pensó en mentir, decirle que todo estaba bien, que solo había tropezado o que tuvo un mal día. Pero en el fondo, sabía que ya no podía esconder la verdad.
Clara lo observó mientras él caminaba lentamente hacia ella. Sus ojos se fijaron en los cortes y moretones que cubrían su rostro, en la forma en que sostenía su abdomen como si estuviera intentando contener el dolor. No necesitaba más explicaciones. Sabía lo que su hijo había estado haciendo, aunque él intentara protegerla de la realidad.
—¿Te… te ha pasado algo? —preguntó Clara con un tono preocupado, pero no sorprendida.
Marck la miró, el nudo en su garganta crecía. Durante años había intentado ser fuerte, ser la roca que su madre necesitaba. Pero en ese momento, no pudo más. Se dejó caer en una silla cercana, cerrando los ojos para no ver la expresión de angustia en el rostro de su madre.
—No me pasó nada —respondió en un susurro—. Solo tuve un mal encuentro… ya pasó.
Clara no respondió de inmediato. Sabía que su hijo estaba haciendo cosas de las que no hablaba, y aunque eso la destrozaba, también comprendía que no tenían muchas más opciones. Ella había visto cómo él desaparecía por horas y regresaba con suficiente dinero para sobrevivir otro día, otra semana. Pero cada vez que lo hacía, su mirada era más fría, más distante, como si una parte de él se fuera perdiendo con cada robo.
—Marck… —su voz tembló un poco—. No tienes que hacer esto, hijo. No tienes que ponerte en peligro por mí.
Marck apretó los puños, sintiendo cómo el dolor en su abdomen palpitaba con cada respiración. Sabía que su madre estaba enferma, y aunque ella intentara ocultarlo, él podía ver la fragilidad en sus movimientos, la palidez de su piel, el cansancio en sus ojos. No podían permitirse el lujo de ignorar su condición. Y, aunque quisiera, no podía dejar de hacer lo que hacía.
—No tenemos otra opción, mamá —respondió finalmente, con la voz apagada—. No podemos pagar el alquiler, no tenemos dinero para el médico, y tú… tú necesitas medicinas. Si no hago esto, no sé qué será de nosotros.
Clara se inclinó hacia adelante, haciendo un esfuerzo para levantarse del colchón. Cada movimiento le costaba, pero lo logró. Caminó hacia su hijo y se arrodilló a su lado, ignorando el dolor en sus articulaciones. Acarició su rostro, limpiando la sangre seca en sus labios con la suavidad de una madre que intenta consolar a su hijo herido.
—Lo sé —dijo con voz quebrada—. Sé que todo lo que haces es por mí, pero me duele verte así. No quiero que te destruyas por mi culpa. Hemos perdido tanto… pero no quiero perderte a ti también.
Marck abrió los ojos y la miró, sintiendo el peso de sus palabras. Había estado corriendo durante tanto tiempo, intentando ser fuerte, que olvidó que su madre lo veía. Y en ese momento, lo que más temía era la posibilidad de que, al final, todo ese sacrificio no fuera suficiente, de que ni siquiera pudiera salvarla.
—No me vas a perder, mamá —susurró, aunque no estaba seguro de si lo creía por completo.
El silencio que compartieron fue cargado de emociones no dichas.
Marck intentaba contener las lágrimas, pero el dolor físico y emocional que cargaba lo quebraba poco a poco. Clara, aunque debilitada, lo abrazó, apoyando la cabeza en su hombro como si quisiera absorber su sufrimiento. Era un gesto de consuelo mutuo, aunque ambos sabían que el peso de sus vidas no se iría con ese abrazo.
Después de un rato, Clara rompió el silencio con un tono suave pero decidido:
—Mañana… vamos a encontrar una solución. No sé cómo, pero lo haremos. No podemos seguir así.
Marck asintió, pero en su corazón no sabía si realmente habría una salida. Se sentía atrapado en un ciclo del que no podía escapar, un ciclo que solo empeoraba con el tiempo. Y aunque su madre intentara mantener la esperanza, él sabía que la realidad era mucho más cruda. Sabía que mientras siguieran viviendo en esa pobreza, no habría forma de salir.
Esa noche, mientras Clara se acostaba en el colchón, Marck se quedó sentado en la silla. La luz parpadeante de la lámpara proyectaba sombras en las paredes, reflejando la oscuridad en la que vivían. El dolor en su cuerpo persistía, pero más que el dolor físico, lo que más lo atormentaba era la impotencia.
Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas, y dejó que una lágrima cayera por su mejilla. Se sentía derrotado, atrapado en una lucha que parecía imposible de ganar. Por más que lo intentara, todo lo que hacía lo empujaba más al borde del abismo.
Pero en lo profundo de su ser, el fuego de la venganza seguía ardiendo. Sabía que su vida no cambiaría hasta que Fabián y su familia pagaran por lo que les habían hecho. Y aunque estaba exhausto, aunque su cuerpo gritaba por rendirse, una parte de él seguía adelante, impulsada por el resentimiento que lo mantenía en pie.
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Clara se despertó con una sensación de dolor en su pecho, similar a cada mañana desde que había enfermado. Se levantó del colchón con dificultad, sus articulaciones protestando por el esfuerzo. Cada movimiento era lento, medido, pero su voluntad la empujaba a seguir. Giró la cabeza y vio a Marck, tumbado en la colchoneta junto a la suya. Estaba dormido, su rostro mostraba rastros de paz, como si el sueño lo liberara, aunque fuera por unas horas, del peso que cargaba día a día.
Ella suspiró. Las heridas de su hijo aún eran frescas, pero al menos el dolor lo había dejado descansar más de lo habitual. La hora ya marcaba las 9:12 am, mucho más tarde de lo que Marck solía levantarse. Pero después de la golpiza de la noche anterior, no era una sorpresa que su cuerpo exigiera más tiempo para recuperarse.
Con el corazón pesado, Clara se levantó, esforzándose por no hacer ruido mientras sus pies descalzos rozaban el suelo frío del departamento. Se cambió rápidamente, luchando contra el mareo que la invadía cada vez que hacía un movimiento brusco. Cuando finalmente estuvo lista, tomó unas monedas que había guardado. No era mucho, pero sería suficiente para lo que tenía que hacer.
Salió del departamento con pasos lentos, cerrando la puerta suavemente tras de sí. El aire de la mañana era fresco, pero la brisa fría le cortaba la piel. A pocos metros de la entrada del edificio, había una cabina telefónica, oxidada y olvidada por muchos, pero aún en funcionamiento. Clara sabía que no tenía muchas opciones, y aunque odia la idea tener que recurrir a él, sabía que tenía que hacerlo por Marck.
Entró en la cabina, depositó las monedas en la ranura y marcó el número que había memorizado desde hacía años, aunque no lo hubiera usado en mucho tiempo. El sonido del tono de llamada resonaba en sus oídos, y cada segundo que pasaba la hacía sentirse más ansiosa. Temía la reacción al otro lado de la línea, pero más temía lo que sucedería si no hacía esta llamada.
Finalmente, una voz femenina respondió al otro lado de la línea.
—Empresa Textil Bonelli, buenos días. ¿En qué puedo ayudarla? —dijo la recepcionista con un tono profesional pero amable.
Clara sintió un escalofrío al escuchar el nombre de la empresa. Sabía que Bonelli era un nombre prestigioso en la industria., pero para ella, no era más que el recordatorio del éxito de su hermano Abel, el hombre al que estaba a punto de pedir ayuda.
—Hola… —comenzó Clara con la voz temblorosa—. Soy Clara... Clara Manjarrez. Estoy buscando a mi hermano Abel.
Hubo un breve silencio en la línea. La recepcionista pareció reconocer el nombre de inmediato.
—¿Clara Manjarrez? Oh, claro, señora Manjarrez. Recuerdo que usted es la hermana del señor Abel. —la recepcionista sonaba un poco sorprendida, quizás por la rareza de la llamada—. Déjeme transferirla a su oficina. Por favor, espere un momento.
Clara asintió, aunque la mujer no podía verla, y sostuvo el auricular con fuerza mientras esperaba. Sentía que su corazón latía más rápido. Hacía años que no hablaba con Abel. Desde que Clara se había ido con Octavio para comenzar una nueva vida, su relación se había vuelto distante.
—¿Clara? —dijo con un tono que mezclaba sorpresa y preocupación. — Hace tiempo que no sabía nada de ti.
Clara tragó saliva. No quería sonar débil, pero la realidad la aplastaba.
—Abel… te necesito —dijo, luchando por mantener la calma en su voz—. Las cosas no están bien. No puedo seguir así.