Elena lo perdió todo: a su madre, a su estabilidad y a la inocencia de una vida tranquila. Amanda, en cambio, quedó rota tras la muerte de Martina, la mujer que fue su razón de existir. Entre ellas solo debería haber distancia y reproches, pero el destino las ata con un vínculo imposible de ignorar: un niño que ninguna planeó criar, pero que cambiará sus vidas para siempre.
En medio del duelo, la culpa y los sueños inconclusos, Elena y Amanda descubrirán que a veces el amor nace justo donde más duele… y que la esperanza puede tomar la forma de un nuevo comienzo.
NovelToon tiene autorización de CINTHIA VANESSA BARROS para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
Capítulo 23.
POV Amanda
Después de aquella discusión con Elena, apenas pude dormir. Su voz todavía resonaba en mi cabeza: "No quiero tu dinero, Amanda. No te metas en mis asuntos".
Me dolio más de lo que quería admitir. No era rechazo a mí como persona, sino a todo lo que representaba. Para ella, yo era un fantasma incómodo del pasado, alguien que había regresado solo para reclamar lo que abandonó. Pero yo sabía que no era así. Había cambiado. Martín me estaba cambiando.
A la mañana siguiente, llegué a mi oficina temprano. La ciudad despertaba gris, con un cielo cubierto parecía que acompañaría mi ánimo. Hice llamar al abogado de la empresa. Cuando entró, con su traje impecable y su portafolio repleto de papeles, supe que aquella conversación sería decisiva.
—Señora Montero —dijo, sentándose frente a mí—. Revisó la documentación que me pidió.
—Quiero que me hable con franqueza, Ramírez. ¿Qué posibilidades tengo si decide reclamar la custodia de Martín?
El abogado me miró con expresión seria, aunque no sorprendida.
—Todas, señora. Usted tiene las de ganar. Puede presentar una prueba de ADN, que confirmará la filiación biológica. Además, contamos con el contrato que firmó la señora Palmer, donde renunciaba a cualquier derecho sobre el menor. Legalmente, Elena no tiene ningún vínculo con él. Solo lo ha cuidado estos años.
Sus palabras fueron como un puñetazo en el estómago.
— ¿Está diciendo que si voy a juicio…?
—Gana usted —afirmó sin dudar—. El niño pasaría a estar bajo su custodia. Elena no podría oponerse, al menos no con éxito.
Me quedé en silencio, clavando la mirada en los ventanales de la oficina. La ciudad parecía infinita allá afuera, pero dentro de mí todo se encogía.
—Lo pensaré —murmuré.
El abogado ascendió, cerró su portafolio y se marchó.
Cuando me quedé sola, la tensión me quebró. No quería hacerlo. No quería arrancarle a Martín a la mujer que lo había criado. Pero tampoco podía dejar que Elena, con su terquedad, decidiera marcharse y llevárselo lejos de mí. Si ella tomó ese camino, entonces no tendría elección.
Me prometí algo en ese instante: no demandaría, no mientras Elena permaneciera en Nueva York. Le daría la oportunidad de entender por sí misma lo que significaba perderme a mí… perderme a mí como madre.
Las tardes empezaron a ser mi refugio. Al terminar las reuniones de la empresa, pedía que me dejaran en el apartamento de Elena. Al principio ella me observaba con recelo, pero me permitió ver a Martín. Y poco a poco, esas visitas se convirtieron en rutina.
Lo recogía de la escuela, lo llevaba al parque, a comer helado, a caminar entre los árboles. Su risa era un bálsamo, su curiosidad me fascinaba. Cuando me contaba que quería ser “el hombre de la casa” como le había dicho a su madre aquella noche, me veía reflejada en su tenacidad.
Un día, mientras corría detrás de las palomas en el parque, se volteó y me gritó:
—¡Mira, Amanda! ¡Soy más rápido que todos!
Reí, sintiéndome ridícula por reír de algo tan simple. Pero era felicidad pura, sin filtros. Una felicidad que creí perdida desde que murió Martina.
Cada tarde, Martín me regalaba un pedazo de vida que no sabía que aún podía sentir.
Pasaron varios meses. Pero en ese tiempo empecé a notar algo que me inquietó: Elena estaba cada vez menos en casa. Martín pasaba la mayor parte del día con la niñera, mientras ella se encerraba en el sótano del edificio, que había acondicionado como un taller improvisado. O salía a recorrer tiendas, insistiendo en vender sus diseños, golpeando puertas que ya estaban cerradas antes de abrirse.
Una tarde, al llegar al apartamento, encontré sobre la mesa una pila de facturas vencidas. Las tomé con manos temblorosas: electricidad, agua, renta atrasada.
Martín apareció corriendo con un dibujo en las manos.
—Mira, Amanda, hice un barco como el que me mostraste en la foto.
Sonreí, acariciándole el cabello. Pero dentro de mí el peso crecía. Ese merecía algo mejor que vivir rodeado de cuentas impagas y la angustia de una madre que apenas dormía.
Cuando Elena regresó esa noche, la esperé en la sala. Se veía agotada, con el cabello recogido de cualquier manera y las manos aún manchadas de tiza de costura.
—Elena —empecé con cautela—. Vi las facturas.
Ella se tensó de inmediato.
—No quiero hablar de eso.
—Tienes que hacerlo. Estás luchando contra un muro, y mientras tanto Martín…
—¡No quiero tu dinero, Amanda! —me cortó, con un brillo feroz en los ojos—. Te lo dije una vez y lo repito. No necesito tu ayuda.
Respire hondo, conteniendo mi frustración.
—No se trata de ti —dije en voz baja—. Es de él.
—¿De Martín?
-Si. Acepta al menos que te ayude con lo que tenga que ver con él. Su escuela, su transporte, sus meriendas. Puedo pagarte una suma mensual, como una manutención. No exagerada, no lo que tú temes. Solo lo suficiente para que a él no le falte nada.
Elena se quedó en silencio. La vi tragar saliva, mirar hacia la puerta como si esperara que Martín apareciera en cualquier momento.
—Amanda… —su voz se quebró un poco—. No quiero que crezca pensando que lo compras con dinero.
Me acerqué, suavizando el tono.
—Eso no pasará, solo acepta, es para mi hijo. Para que no tenga privaciones que no merecen.
Hubo un largo silencio. Yo podía escuchar mi propio corazón retumbar en el pecho. Finalmente, Elena asintió con resignación.
—Está bien. Puedes darme una suma. Pero pequeña. Sin exageraciones, Amanda.
Quise sonreír de alivio, pero lo único que sintió fue una punzada en el alma.
—Gracias —murmuré.
Ella me miró con ojos rojos, cansados.
—Lo hago por Martín, no por ti.
Asentí, porque no podía pedir más. Pero por dentro ardía de frustración. Esa mujer era tan terca que prefería hundirse antes que aceptar una mano tendida.
Y, sin embargo, era esa misma terquedad la que la hacía tan fuerte, tan imposible de quebrar… y la razón por la que Martín la amaba con esa devoción absoluta. Cuando me despedí esa noche, sentí que mi lugar en la vida de mi hijo se afianzaba poco a poco. No era el lugar que quería aún, pero era un comienzo.
Un comienzo que pensaba defender con uñas y dientes.