Alison nunca fue la típica heroína de novela rosa.
Tiene las uñas largas, los labios delineados con precisión quirúrgica, y un uniforme de limpieza que usa con más estilo que cualquiera en traje.
Pero debajo de esa armadura hecha de humor ácido, intuición afilada y perfume barato, hay una mujer que carga con cicatrices que no se ven.
En un mundo de pasillos grises, jerarquías absurdas y obsesiones ajenas, Alison intenta sostener su dignidad, su deseo y su verdad.
Ama, se equivoca, tropieza, vuelve a amar, y a veces se hunde.
Pero siempre —siempre— encuentra la forma de levantarse, aunque sea con el rimel corrido.
Esta es una historia de encuentros y desencuentros.
De vínculos que salvan y otros que destruyen.
De errores que duelen… y enseñan.
Una historia sobre el amor, pero no el de los cuentos:
el de verdad, ese que a veces llega sucio, roto y mal contado.
Mis mejores errores no es una historia perfecta.
Es una historia real.
Como Alison.
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Capítulo 22 "El silencio de Santiago"
Capítulo 22- El silencio de Santiago
El departamento estaba en penumbras. Las cortinas, cerradas desde hacía días, apenas dejaban filtrar un hilo de luz que se quebraba contra las paredes desnudas. El aire era denso, pesado, cargado con ese olor agrio que se acumula cuando alguien se olvida de ventilar. Santiago estaba ahí, tendido en el sillón como una sombra más, con los ojos abiertos, fijos en el techo. No miraba nada en particular; solo dejaba que el tiempo se deslizara sobre él como una corriente lenta e interminable.
El celular descansaba sobre la mesa baja, a escasos centímetros de su mano. Cada tanto, desviaba la vista hacia él, como si fuera un animal dormido que podía despertarse en cualquier momento. No sonaba, no vibraba, no emitía ni un solo destello. Pero estaba cargado de un peso insoportable: las imágenes que Alison le había enviado.
No las había borrado. Tampoco las había compartido. Seguían allí, intactas, como si esperaran un gesto, una decisión, una palabra que nunca llegaba. Ese era su tormento: no hacer nada.
El silencio de Santiago no era solo externo; era un estado que lo devoraba por dentro. Había dejado de contestar mensajes, de atender llamadas. Incluso había dejado de hablar consigo mismo. Antes solía mascullar frases, insultarse, intentar convencerse de algo en voz baja. Ahora no. Ahora ni siquiera tenía fuerzas para discutir con su propia conciencia.
La ciudad seguía vibrando detrás de las paredes: bocinazos, murmullos, perros ladrando. Pero en su departamento reinaba un silencio tan espeso que hasta el crujir de la madera parecía un reproche. Cada sonido se le clavaba como una aguja. El goteo de la canilla en la cocina, el tic-tac del reloj colgado en la pared, el zumbido eléctrico del refrigerador vacío. Todo lo acusaba.
Pasaba horas sentado en el mismo lugar, con las manos entrelazadas, los codos apoyados en las rodillas. A veces cerraba los ojos y trataba de imaginar un futuro: verse en la municipalidad, con un sueldo modesto pero seguro; verse caminando por la calle sin miedo, sin cargar con secretos. Pero esas imágenes se desvanecían rápido, sustituidas por otras más oscuras: hombres desconocidos llamando a su puerta, un accidente “casual” en plena avenida, Alison llorando en una sala de interrogatorio.
Era esa mezcla de visiones lo que lo paralizaba. El silencio era su escudo y su condena.
No podía confiar en nadie. No en los antiguos compañeros, no en los vecinos, no en los pocos amigos que todavía le quedaban. Sentía que cualquier palabra mal dicha podía sellar su destino. Cada mensaje escrito podía convertirse en una trampa. Por eso callaba. Por eso desaparecía.
Pero en la soledad, el silencio se volvía más cruel. Le devolvía su reflejo, le mostraba con nitidez todo lo que estaba perdiendo: la dignidad, la esperanza, la capacidad de actuar. Sabía que tarde o temprano tendría que moverse, elegir un camino. Sin embargo, no lo hacía.
Se levantaba solo para encender un cigarrillo o servirse un vaso de agua. No había café, no había pan, no había nada en la heladera más que un frasco de mayonesa y un par de botellas de cerveza tibia. Comía cuando el hambre lo obligaba, cualquier cosa barata del almacén de la esquina. Su cuerpo estaba tan descuidado como su ánimo.
De noche, el silencio se intensificaba. Acostado en la cama, escuchaba los ruidos del edificio: pasos en los pasillos, portazos lejanos, voces que se filtraban por las paredes delgadas. Cada ruido lo sobresaltaba. Se incorporaba de golpe, con el corazón latiendo fuerte, convencido de que alguien venía por él. Pero no era nadie. Solo la vida de los otros, ajena, indiferente.
Y entonces, en ese silencio quebrado, aparecía la voz de Alison en su mente. Recordaba la última vez que hablaron, la forma en que lo miró cuando le entregó esas pruebas sin decirle nada. Sus ojos habían dicho todo: confianza, miedo, un pedido de ayuda que él no estaba cumpliendo.
Ese recuerdo lo atormentaba más que cualquier amenaza. Porque en su silencio no solo se estaba traicionando a sí mismo, sino también a ella.
A veces tomaba el celular y abría la galería. Miraba las fotos una a una, en un bucle sin fin. Las cifras, las firmas, los documentos adulterados. Todo estaba ahí, tan claro, tan evidente. La verdad cruda, desnuda, lista para ser usada. Pero después cerraba la pantalla de golpe, como si las imágenes pudieran incendiarlo.
El silencio lo envolvía de nuevo.
Días enteros transcurrieron sin que cruzara palabra con nadie. Ni un saludo al vecino, ni una conversación con el cajero. Era como si se hubiera vuelto invisible. Nadie lo buscaba, nadie lo reclamaba. Su mundo se redujo a cuatro paredes y al murmullo incesante de sus pensamientos.
En ese vacío, el tiempo perdía sentido. Mañana y ayer eran lo mismo. Medía las horas por el cambio de la luz que se colaba entre las cortinas y por la necesidad de encender un nuevo cigarrillo. A veces pensaba que tal vez eso era lo que querían: quebrarlo en silencio, dejarlo pudrirse en su propio miedo hasta que ya no tuviera fuerzas para nada.
Y lo peor era que funcionaba.
Una noche, mientras el reloj marcaba las tres de la madrugada, se levantó de golpe. No podía más. Fue hasta el baño, abrió la canilla y dejó correr el agua fría. Se miró en el espejo: ojeras profundas, barba desprolija, piel pálida. Apenas reconocía al hombre que veía reflejado.
—¿Qué carajo estás haciendo? —murmuró, con voz ronca.
La frase se perdió en el aire, absorbida por el silencio.
No hubo respuesta. Nunca la había.
Regresó a la cama con el celular en la mano. Pensó en escribirle a Alison. Un “lo tengo”, un “tranquila”, un “vamos a salir de esta”. Algo. Cualquier cosa. Pero los dedos no se movieron. Solo se quedó mirando la pantalla vacía, con el cursor titilando en la caja de texto. Y luego borró todo antes de enviar.
El silencio siguió gobernando.
Era un silencio pesado, sofocante, como un mar espeso que lo tragaba poco a poco. Y Santiago, inmóvil en medio de ese océano, apenas se aferraba al aire que le quedaba.
No borró las pruebas. Tampoco se decidió a usarlas. Su silencio era la cuerda floja sobre la que caminaba, sabiendo que tarde o temprano caería.
La madrugada lo envolvió con un frío húmedo. Afuera, la ciudad dormía. Dentro, Santiago comprendió que cada día que pasara en silencio lo alejaba más de cualquier salida.
De pronto, el peso de todo cayó sobre él con una claridad insoportable. Se miró en el espejo del baño y no reconoció al hombre demacrado, con las ojeras cavadas y la piel marchita.
—Me estoy perdiendo… —murmuró, y esta vez su voz fue firme, áspera—. Estoy perdiendo mi tranquilidad.
Volvió al sillón, agarró el celular con manos temblorosas y abrió la galería. Ahí estaban las fotos, nítidas, incriminatorias, como un recordatorio constante de la jaula en la que él mismo se había metido.
Respiró hondo.
La empresa no lo merecía. No valía sus noches en vela, ni sus pensamientos rotos, ni su paz. No valía su vida.
—Que se chinguen… —escupió, casi con alivio.
Y, sin pensarlo demasiado, empezó a borrar. Una a una, vio desaparecer las imágenes. Con cada eliminación, sentía que un grillete se aflojaba. No era valentía, no era justicia; era puro instinto de supervivencia.
Cuando terminó, dejó caer el celular sobre la mesa y se hundió en el sillón. El silencio seguía ahí, pero distinto. Ya no era un cuchillo, sino un respiro torpe, irregular, como el aire después de una tormenta.
Santiago cerró los ojos. Por primera vez en semanas, no pensó en pruebas, ni en amenazas, ni en vigilancias invisibles. Solo pensó en dormir.
Y mientras el sueño lo arrastraba lentamente, repitió para sí, como un mantra liberador:
—Que se chinguen.