El poderoso sultán Selin, conocido por su destreza en el campo de batalla y su irresistible encanto con las mujeres, ha vivido rodeado de lujo y tentaciones. Pero cuando su hermana, Derya, emperatriz de Escocia, lo convoca a su reino, su vida da un giro inesperado. Allí, Selin se reencuentra con su sobrina Safiye, una joven inocente e inexperta en los asuntos del corazón, quien le pide consejo sobre un pretendiente.
Lo que comienza como una inocente solicitud de ayuda, pronto se convierte en una peligrosa atracción. Mientras Selin lucha por contener sus propios deseos, Safiye se siente cada vez más intrigada por su tío, ignorando las emociones que está despertando en él. A medida que los dos se ven envueltos en un juego de miradas y silencios, el sultán descubrirá que las tentaciones más difíciles de resistir no siempre vienen de fuera, sino del propio corazón.
¿Podrá Selin proteger a Safiye de sus propios sentimientos?
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Reunion con los nobles
La primera luz del alba se coló por las pesadas cortinas de mi habitación, tiñendo de dorado el rostro de Safiye. Su cabello, como un incendio atrapado en las sábanas de seda, era un recordatorio de todo lo que había perdido y todo lo que había ganado. La observé dormir con una calma que solo la guerra me había enseñado a valorar. Me apoyé en el codo, dejando que el murmullo de su respiración me trajera un momento de paz antes de que la rutina diaria me arrastrara de nuevo.
—¿Llevas mucho tiempo despierto? —Safiye entreabrió los ojos y me sonrió, esa sonrisa perezosa que hacía que todo a su alrededor palideciera.
—El suficiente para desear quedarme aquí para siempre, —respondí, apartando un mechón de su rostro. La calidez de su piel bajo mis dedos me recordaba lo que significaba estar vivo, más allá de las batallas, de los palacios fríos y de los despachos oscuros.
Las criadas que pasaban por el pasillo no dejaban de murmurar. Seguro que se preguntaban qué hacía una joven como Safiye en la habitación del emperador, cómo había logrado romper las reglas no escritas de la corte. Sonreí para mis adentros. Que hablen. Las palabras de la corte nunca habían tenido el poder de detenerme.
—Las sirvientas no paran de hablar, —dijo Safiye, con una sonrisa ladeada—. Me pregunto qué pensarán de una joven que pasa toda la noche en la habitación del emperador.
—Seguramente, que hay algo más que guerra entre nosotros, —murmuré, y me incliné para besar su frente. Sentí su cuerpo relajarse un poco más bajo mi toque, y me aferré a esa sensación de calma antes de que el deber volviera a reclamarme.
Pero el deber siempre reclama.
El consejo me esperaba, y aunque habría preferido quedarme con Safiye, el reino no se gobernaba solo. Después de horas robadas al día, me vestí con mi armadura de palabras y mi capa de indiferencia antes de dirigirme a la sala del consejo. Cada paso que daba resonaba en los pasillos de mármol, un eco que me recordaba la responsabilidad que cargaba sobre los hombros. Las grandes puertas de madera se abrieron ante mí, revelando a los nobles sentados alrededor de la mesa.
Sus miradas se clavaron en mí con una mezcla de frustración y reproche. Algunos murmuraban por lo bajo, sin molestarse siquiera en disimular su descontento. Estaban furiosos, lo sabía. Después de la guerra, no me había reunido con ellos de inmediato. Había elegido mi propio camino, y ellos no lo soportaban.
Me acomodé en mi asiento, dejándolos ver que no pensaba disculparme ni explicar mis ausencias. Si querían respuestas, tendrían que ganárselas.
El primer noble en hablar fue el consejero Rassad, un hombre viejo y de barba tan blanca como la nieve que cubría las montañas del norte. Su voz era grave, con ese tono de falsa cortesía que tanto detestaba.
—Majestad, después de su regreso triunfal, esperábamos su presencia para discutir los asuntos urgentes del reino. —Me miró por encima de sus gafas con un brillo de censura en los ojos—. Las provincias necesitan de su guía, y es crucial que el consejo esté informado de sus intenciones.
Lo dejé hablar, sin interrumpir. Dejé que sus quejas llenaran el aire, que se mezclaran con las miradas desaprobadoras de los otros nobles. Sus palabras eran como el ruido de las olas en una tormenta: fuertes, insistentes, pero incapaces de moverme de mi posición. Me apoyé en el respaldo de la silla, fingiendo interés mientras pensaba en la sonrisa de Safiye esa mañana.
Qué desperdicio de tiempo. Si tan solo supieran lo poco que me importaban sus quejas.
La reunión siguió su curso entre discusiones sobre las cosechas, las rutas comerciales que debían protegerse y las alianzas que debían reforzarse. Nada de lo que decían era nuevo para mí, y me limité a asentir de vez en cuando, manteniendo la mente lo suficientemente ocupada como para no dejar que el aburrimiento me devorara. Estaba claro que esperaban que yo me inclinara ante sus preocupaciones, que les asegurara que todo seguía bajo su control.
Entonces, el conde Beren, un hombre con más ambición que sentido común, se levantó de su asiento. Inmediatamente supe que estaba por traer un tema que consideraba vital. Sus ojos brillaban con esa intensidad que solo los desesperados poseen.
—Majestad, —dijo, con una sonrisa calculada—, debemos abordar un asunto de la mayor importancia. —Hizo una pausa, dejando que todos los presentes inclinaran sus cabezas hacia adelante, como si esperaran la revelación de un profeta—. El linaje imperial.
Quise soltar una risa, pero me contuve. Claro, el viejo truco de la descendencia. Beren prosiguió, ignorando mi expresión de indiferencia.
—Como todos sabemos, es crucial que usted considere casarse, majestad. La continuidad de la dinastía debe asegurarse para la estabilidad del imperio. Mi hija, Lady Amara, sería una candidata perfecta. Es educada, instruida en las artes y...
Antes de que pudiera terminar, lo interrumpí, cansado de oír el mismo discurso una y otra vez.
—No necesito a ninguna de las hijas de los nobles, —dije con firmeza, dejando que mis palabras cayeran como una losa sobre la sala. Los murmullos comenzaron casi de inmediato, pero no dejé que me distrajeran—. Ya el puesto de emperatriz está ocupado, y no tomaré concubinas por respeto al amor que siento por mi futura esposa.
El silencio que siguió fue más ruidoso que cualquier palabra. Los rostros de los consejeros se tensaron, algunos con sorpresa y otros con desdén. Pude escuchar a algunos murmurar entre dientes palabras como "insensato" y "arrogante". Pero yo no estaba dispuesto a ceder. Sabía lo que quería y, por primera vez en mucho tiempo, no iba a dejar que estos viejos decidieran mi destino.
—Majestad, por favor, considere la estabilidad del imperio, —intentó decir otro de los nobles, pero lo corté con un gesto de la mano.
—La estabilidad del imperio no se decide en esta sala, sino en el corazón de su gobernante. —Me levanté, dejando claro que no pensaba seguir discutiendo—. Pueden seguir murmurando entre ustedes cuanto quieran, pero mi decisión no cambiará.
Salí de la sala sin mirar atrás, dejando que las grandes puertas se cerraran detrás de mí con un golpe seco. A mis espaldas, podía escuchar el murmullo de las conversaciones acaloradas, de las quejas y los reproches. Pero nada de eso me importaba. No iba a dejar que un grupo de nobles me dictara lo que debía sentir o con quién debía compartir mi vida.
Safiye me esperaba al final del pasillo.
—¿Fue tan aburrida la reunión como esperabas? —preguntó, con una sonrisa juguetona que suavizó la tensión en mis hombros.
—Más de lo que imaginaba, —admití, acercándome a ella. Tomé su mano y la miré a los ojos, permitiéndome bajar la guardia por un momento—. Pero he dejado claro que tú eres la única para mí.
Ella me miró con una mezcla de incredulidad y ternura. Durante un segundo, vi el miedo reflejado en sus ojos, el miedo a que todo esto fuera un sueño que la realidad destrozaría en cualquier momento. Apreté su mano un poco más, como si con ese gesto pudiera asegurarle que no la dejaría ir.
—Sabes que los nobles no se quedarán tranquilos, —dijo en voz baja—. Van a hacer todo lo posible por separarnos.
—Que lo intenten, —respondí, con una sonrisa que no llegaba a mis ojos—. Si creen que pueden manejarme con palabras bonitas y promesas vacías, están más equivocados de lo que imaginan.
Ella sonrió y asintió, y yo supe que, sin importar lo que viniera, estaríamos preparados. Caminamos juntos por los pasillos, hacia un futuro incierto, pero con la certeza de que, al menos en ese momento, ninguno de los dos estaba solo.