César es un CEO poderoso, acostumbrado a tener todo lo que desea, cuando lo desea.
Adrian es un joven dulce y desesperado, que necesita dinero a cualquier costo.
De la necesidad de uno y el poder del otro nace una relación marcada por la dominación y la entrega, que poco a poco amenaza con ir más allá de los acuerdos y transformarse en algo más intenso e inesperado.
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Capítulo 3
Los días siguientes se arrastraron como siempre: informes interminables, miradas duras de Bruno, poca o ninguna interacción con los compañeros. Además de la rutina exhaustiva en el trabajo, fuera de allí las cosas iban de mal en peor. En la nevera solo había una botella con agua. El alquiler del estudio estaba casi atrasado, sin hablar de las otras cuentas que estaban cerca del día de pagar.
Aquel viernes, cuando el reloj se acercaba a las seis de la tarde, Adrian tomó una decisión. El corazón latía acelerado, pero no había elección: necesitaba más dinero. Guardó sus informes en silencio y, antes de que Bruno dejara la sala, se levantó y fue hasta él.
—Señor Bruno… —comenzó, con la voz baja.
Bruno alzó la ceja, visiblemente impaciente.
—Habla rápido, chico.
Adrian respiró hondo, sintiendo la garganta seca.
—Yo… yo quería saber si existe la posibilidad de que yo haga horas extras. Puedo quedarme más tiempo, adelantar informes, revisar documentación… cualquier cosa que el señor necesite.
Bruno lo observó por algunos segundos, una media sonrisa surgiendo en su rostro. El tipo de sonrisa que no traía simpatía, sino escarnio.
—¿Horas extras? —repitió, como si fuera una broma—. Ya mal das cuenta de lo que haces en el horario normal, ¿y ahora quieres más?
Adrian bajó los ojos, avergonzado.
—Yo… yo necesito mucho. Prometo que voy a esforzarme al máximo.
El supervisor se acercó, colocando la mano firme en el hombro del muchacho.
—Está bien. Ya que insistes, voy a autorizar. Pero no te engañes: el valor es simbólico. Vas a ganar poco más que calderilla.
Adrian apenas asintió con la cabeza. No esperaba mucha cosa, pero cualquier centavo que entrara sería bienvenido.
—Óptimo. —Bruno volvió la mirada hacia los papeles frente a él, ya desinteresado—. Entonces hoy mismo te quedarás hasta más tarde. Quiero los informes de la filial del sur revisados antes de mañana temprano.
Adrian salió de la sala despacio, sintiendo el estómago revolverse. Las tales horas extras mal harían diferencia en el bolsillo, pero costarían lo que restaba de su energía y tiempo. Aun así, no tenía elección.
El reloj pasó de las seis. La mayoría de los funcionarios ya se levantaban, tomando bolsos y abrigos, aliviados por finalmente dejar el edificio.
Adrian permaneció en su mesa. Fingió estar concentrado, pero, en el fondo, observaba a los compañeros yéndose con una punta de envidia. Quería estar entre ellos, respirando el aire de la calle, sintiendo la libertad del fin del expediente. Pero la libertad no era un lujo que podía permitirse.
A las siete y media, el piso estaba prácticamente vacío. Solo restaba el sonido distante del aire acondicionado y el teclear que él mismo producía. Tomó un café frío en la máquina y volvió al monitor, intentando concentrarse en los informes de la filial del sur. Las líneas y números parecían danzar en la pantalla, pero él persistía, digitando con una disciplina casi automática.
De vez en cuando, bostezaba, y el cuerpo pedía descanso. El estómago rugía alto, recordándole que no había almorzado bien. La única cosa que restaba en la gaveta era un paquete arrugado de galletas, vencido hacía semanas. Comió aun así, empujando con sorbos de café amargo.
A las nueve de la noche, Adrian miró alrededor. Estaba solo. Las luces del piso entero permanecían encendidas, pero el silencio era absoluto, cortado apenas por el sonido de su respiración y del teclado.
Intentó animarse recordando que, con aquellas horas extras, tal vez sería suficiente para los gastos de aquel mes. Pero, al hacer las cuentas mentalmente, percibió que mal daría para hacer las compras básicas en el mercado. El pecho apretó, y por un momento pensó en desistir de todo.
Pero luego la imagen de la persona que él más amaba en el mundo surgió en su mente. Ella lo necesitaba.
Respiró hondo, enjugó discretamente los ojos y volvió a digitar.
Cuando finalmente guardó el último informe, ya pasaba de las once y media. El cuerpo entero temblaba de exhaustión. Guardó sus cosas, fichó y atravesó el vestíbulo desierto de la Serrano Tech.
Del lado de fuera, la ciudad ya dormía. Adrian tiró del abrigo fino para protegerse del viento frío de la noche y siguió hasta la parada de autobús. Pero, llegando a la parada, continuó caminando, el tiempo que llevaría esperando el autobús era el tiempo que él gastaría yendo a pie. Sería más cansativo, pero economizaría algunos minutos.
Mientras caminaba, escogiendo rutas que acortaran el camino, no conseguía dejar de pensar en cuánto la vida estaba exigiendo de él mucho más de lo que él podía ofrecer.