Thiago Andrade luchó con uñas y dientes por un lugar en el mundo. A los 25 años, con las cicatrices del rechazo familiar y del prejuicio, finalmente consigue un puesto como asistente personal del CEO más temido de São Paulo: Gael Ferraz.
Gael, de 35 años, es frío, perfeccionista y lleva una vida que parece perfecta al lado de su novia y de una reputación intachable. Pero cuando Thiago entra en su rutina, su orden comienza a desmoronarse.
Entre miradas que arden, silencios que dicen más que las palabras y un deseo que ninguno de los dos se atreve a nombrar, nace una tensión peligrosa y arrebatadora.
Porque el amor —o lo que sea esto— no debería suceder. No allí. No debajo del piso 32.
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Capítulo 3
El tercer día de trabajo comenzó a las 7:42, con Gael entrando en la sala sin saludar a nadie, como siempre hacía. Dejó el traje en el perchero, se quitó el reloj, y extendió la mano sin mirar.
—Café. Sin azúcar. Ahora.
Thiago ya estaba preparado. Le entregó la taza antes incluso de que el CEO terminara la frase. Aun así, oyó:
—Está muy caliente. ¿Alguna vez me has visto quemándome la lengua con café? ¿Acaso parezco un amateur?
—Parece humano —murmuró Thiago, sin querer.
Gael lo encaró con la expresión de siempre: tensa, irritadiza, medio aburrida. Pero había algo diferente en ese instante. Una chispa. Un pequeño extrañamiento que relucía entre la frialdad habitual.
—¿Qué has dicho?
—Nada. Voy a ajustar la temperatura.
Era siempre así. Órdenes. Silencios largos. Respuestas cortantes. Miradas que parecían una evaluación constante. Y Gael, con su traje impecable y su boca seca de gentilezas, nunca agradecía nada.
Pero Thiago no era de doblegarse.
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En la sala de reuniones, Gael dictaba y Thiago tecleaba con velocidad. El ritmo era insano. Gael cambiaba el tono de la voz con frecuencia, exigía precisión, odiaba repeticiones, y tenía una memoria asombrosa. Thiago, a pesar de estar haciéndolo bien, oía todo el tiempo frases como:
—Esto está torcido.
—¿Siempre respiras así?
—Si no prestas atención, no duras la semana.
Era exhaustivo. Y fascinante.
Porque, por más que odiase admitirlo, Thiago sentía algo cada vez que Gael se acercaba. Algo que empezaba en el estómago, bajaba por las piernas y apretaba el pecho. Algo que él no quería pensar como deseo. Pero que lo era.
Era cuando Gael pasaba detrás de él, muy cerca. Cuando, sin querer, su mano tocaba su hombro al coger algún documento. Cuando el perfume de él —amaderado, sofisticado, brutal— invadía el aire sin pedir permiso.
Y lo peor: Thiago no sabía si quería huir o si hundirse más en eso.
Durante el intervalo, fue hasta la copa para tomar agua. Estaba sudando, incluso con el aire acondicionado al máximo.
“Estás loco, Thiago. Él es hétero. Tiene novia. Es tu jefe. Y es un idiota.”
Aun así, cuando volvió a la sala y vio a Gael de pie, con la corbata medio aflojada y la manga de la camisa doblada, algo en él tembló por dentro.
Algo que no era respeto.
Algo que no era miedo.
Era otra cosa. Algo que, si creciese, podría arruinarlo todo.
Era el quinto día. Casi una semana.
Thiago pensaba que estaba empezando a pillar el ritmo. Ya había entendido los horarios, los emails que Gael quería respondidos en menos de cinco minutos, los códigos verbales que Clarissa usaba para evitar explosiones. Todo estaba… bajo control.
Hasta equivocarse.
Era un detalle. Un maldito anexo en el email equivocado. Un contrato que debería haber sido enviado al socio europeo y, por un desliz, fue para el grupo interno de directores.
El caos se instaló en minutos.
Gael surgió en la sala con el rostro tenso y el móvil en la mano.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó, tirando el aparato en la mesa con fuerza—. ¿Tienes noción de lo que significa filtrar un contrato confidencial?
Thiago se congeló. Intentó explicar. —Lo he revisado tres veces. Debe haber sido un clic equivocado, una ventana…
—¡¿Crees que estoy interesado en tus ventanas?! —gritó—. ¡Esto no es una escuela pública donde puedes equivocarte y llevarte una notita a casa! Aquí, un error cuesta dinero, reputación, ¡y mi paciencia!
Clarissa entró en la sala con una expresión asustada. Gael hizo un gesto brusco y ella salió, cerrando la puerta.
—Debería despedirte ahora mismo.
El silencio cayó como un puñetazo.
Thiago no respondió. Se quedó de pie, ojos fijos en un punto cualquiera detrás de Gael. Las manos temblaban. La garganta ardía.
Pero él se quedó.
Gael pasó la mano por los cabellos, impaciente. El silencio ahora era extraño. Miró a Thiago —y vio.
Los ojos llenos de agua.
No había súplica allí. Ni cobardía. Solo un orgullo herido luchando para no derrumbarse.
—No voy a pedir disculpas —dijo Thiago, voz ronca—. Pero lo haré mejor mañana. Y pasado mañana. Y todos los otros días.
Gael no respondió. El pecho subía y bajaba, y por un instante, algo en la mirada de él suavizó. Un centímetro apenas.
Pero se fue rápido.
—Sal de mi sala —dijo, más bajo, más seco—. Ahora.
Thiago salió.
Entró en la copa, cerró la puerta con llave, se apoyó en la pared de azulejos fríos y dejó las lágrimas caer, calladas. Sin sollozo. Sin drama.
Lloró de rabia. De frustración. De extenuación.
Pero no pensó en desistir ni por un segundo.
Porque había algo dentro de él más fuerte que el dolor: la certeza de que pertenecía a aquel lugar. No por ser perfecto. Sino porque nadie había luchado tanto para estar allí como él.
Y si Gael pensaba que podría destruirlo con palabras… entonces estaba a punto de descubrir que Thiago Andrade era mucho más difícil de quebrar de lo que él pensaba.