Una cirujana brillante. Un jefe mafioso herido. Una mansión que es jaula y campo de batalla.
Cuando Alejandra Rivas es secuestrada para salvar la vida del temido líder de la mafia inglesa, su mundo se transforma en una peligrosa prisión de lujo, secretos letales y deseo prohibido. Entre amenazas y besos que arden más que las balas, deberá elegir entre escapar… o quedarse con el único hombre que puede destruirla o protegerla del mundo entero.
¿Y si el verdadero peligro no es él… sino lo que ella empieza a sentir?
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Capítulo 20
GABRIEL
Un mes.
Treinta días encerrados en esta maldita fortaleza de piedra, con sus muros fríos y sus pasillos interminables que parecían tragarse todo lo que alguna vez fue cálido.
Y en ese tiempo, Alejandra se me escapaba de entre los dedos como arena.
Al principio era comprensible. Damian estaba herido, necesitaba atención constante, vigilancia. Ella lo vigilaba, lo cuidaba y lo alimentaba.
Lo protegía, pero ahora que él ya caminaba sin ayuda, ahora que la fiebre había cedido, que las heridas estaban cerrando…ella seguía ahí, pegada a él.
Clara lo había notado también. La forma en que los ojos de Alejandra se volvían hacia Damian cada vez que entraba en una habitación. Como su risa cambiaba cuando era él quien la provocaba, como nos hablaba menos a nosotros.
Y dolía.
Dios, cómo dolía.
Porque yo…yo sí estaba enamorado de ella.
Desde que la vi entrar a ese quirofano, desde que tomo el mando y lidero una cirugia bajo presion sin problemas.
Yo la miraba como si fuera el centro de gravedad de mi mundo y ahora ella miraba así a un maldito criminal.
No aguanté más.
La encontré esa tarde en la cocina, sentada en la gran mesa de roble oscuro, con una taza de café entre las manos y un libro abierto frente a ella. El vapor de la taza formaba espirales suaves en el aire y sus ojos recorrían las líneas con concentración.
Era la primera vez en días que la veía sola y no iba a dejar pasar la oportunidad.
—¿Se puede saber qué te pasa?
Ella alzó la vista, sorprendida por mi tono y cerró el libro con lentitud.
—Hola, Gabriel... ¿qué sucede?
Me crucé de brazos y me mantuve de pie sin acercarme.
—Tu. Tu eres lo que me pasa.
Frunció el ceño.
—¿Perdón?
—Desde que llegamos acá, desde que ese tipo está mejor, no hacés otra cosa que girar alrededor de él.
—Está bajo mi cuidado. Es mi paciente.
—¿Y eso incluye dormir en su habitación?
El golpe fue seco, pero necesario.
Ella se tensó al instante. Bajó la taza con firmeza.
—La forma en que decida cuidar de un paciente no es asunto tuyo—respondió, sin mirarme— Desde que deje solo a Damian esa noche antes del ataque y casi se muere por la fiebre, no puedo pegar un solo ojo sin saber como esta.
—Y entonces dejaste que esa noche se volviera rutina, ¿no? —espeté—. Te vi, Alejandra. Te vi sonreírle. Te vi tocarlo como si…
—¿Como si qué, Gabriel?
Su voz ya no era suave.
—Como si lo quisieras.
El silencio cayó como plomo entre nosotros.
Ella cerró los ojos por un segundo, luego me miró. Su mirada estaba herida, pero firme.
—Gabriel, no tienes derecho a juzgar lo que no entiendes.
—¿Sabes qué? Puede ser que no entienda todo —admití—. Pero sí sé quién era ese hombre antes de que tu lo operaras. Y sé lo que hace. Sé lo que representa.
—Lo sé mejor que tu —dijo, ahora en pie, mirándome de frente.
—Entonces ¿qué haces? ¿Te enamorás de un secuestrador?
Ella apretó los labios. No lo negó. Y eso fue lo que me destruyó.
—¿Tanto daño te hizo este lugar que no te das cuenta? —le pregunté, más bajo ahora—. ¿Tanto te cambió que ya no puedes ver lo que hay al frente tuyo?
—Gabriel...
—Estoy enamorado de ti.
Lo dije.
Por fin.
—Desde siempre. Desde que te conocí. Y estuve esperando, callando, acompañando… hasta que ya no puedo más. Porque me duele verte así. Me duele saber que él tiene con lo que yo sueño.
Ella me miró como si no supiera qué decir. Como si lo supiera, pero no tuviera el derecho de pronunciarlo.
—Yo nunca quise hacerte daño —dijo finalmente, con la voz quebrada.
—Entonces dime que no lo quieres —le pedí—. Dimelo ahora. Que no sientes nada por él. Que esto es un error, que estas asustada, le temes y has decidido seguirle la corriente. Que vas a volver con nosotros.
Ella bajó la mirada.
Y ese fue el final.
Porque el silencio lo dijo todo.
Asentí, sin fuerzas.
—Está bien —susurré—. No necesitás decir nada. Ya entendí.
Y me fui.