Sr. Y Sra. Claus

Nikolas 

Pude ver cómo su expresión cambiaba lentamente. Al principio, parecía asustada, con el peso de mis palabras cayendo sobre ella como una tormenta inesperada. Pero luego, su rostro se calmó por sí solo. Aila me miró de nuevo, con esa mezcla de valentía y curiosidad que tanto admiraba en ella.

—¿Estarás a mi lado, cierto? —preguntó en un susurro, casi como si temiera que mi respuesta pudiera ser diferente a lo que esperaba.

Asentí, sin dejar de acariciar su cabello. Su mirada se iluminó de inmediato, y esa sonrisa suya, cálida y sincera, apareció para disipar cualquier duda que pudiera quedarle.

—Bien, no suena tan mal la idea —dijo con un tono más ligero, aunque podía sentir la profundidad de sus pensamientos detrás de esas palabras.

Así fue como dejamos el tema por esa noche. Decidimos ir a dormir, abrazados bajo el suave resplandor de las luces mágicas que iluminaban nuestra habitación. Era uno de esos momentos que parecían detener el tiempo, donde nada más importaba que el latido sincronizado de nuestros corazones.

Al día siguiente, Aila estaba de pie frente a nuestro armario, empacando varias cosas en su mochila. Su entusiasmo era palpable, llenando la habitación con una energía contagiosa. Quería llevar algunas de las maravillas que los elfos habían diseñado para mostrárselas a su familia. Cada vez que encontraba algo especial, sus ojos brillaban como si estuviera descubriendo un tesoro.

—¿Si vas a venir en la noche? —preguntó mientras cerraba la mochila, que aunque parecía medio vacía, estaba claramente encantada para contener muchas más cosas de las que parecía posible—. Voy antes porque quiero ayudarles a cocinar.

Su entusiasmo era tan genuino que me reí suavemente.

—Claro —respondí, acercándome a ella—. Organizaré algunas cosas con los invitados que vendrán y luego iré contigo. ¿Quieres que lleve algo?

Aila negó con la cabeza, pero antes de que pudiera responder, se acercó, me dio un beso rápido y salió corriendo hacia el portal. La observé mientras desaparecía en el resplandor del portal mágico, su cabello ondeando tras de sí, llena de energía y vitalidad. Se veía hermosa, como siempre.

El resto del día estaba destinado a la preparación. Había mucho por hacer, no solo para coordinar a los seres mágicos que asistirían, sino también para manejar los diferentes puntos de vista que siempre surgían en estos eventos. Algunos de ellos estaban emocionados por recibir a Aila, felices de que alguien tan especial se uniera a nuestra comunidad. Otros, sin embargo, aún mostraban cierta desconfianza, mientras que un grupo más pequeño simplemente prefería esperar y observar.

Mientras organizaba los detalles, Finn, uno de los elfos más leales, entró con un informe.

—Señor, la señora Claus acaba de entrar a la casa de sus padres.

—Gracias, Finn —dije, asintiendo con la cabeza.

Le recordé que debía tener cuidado. El hechizo protector que rodeaba a Aila no podría levantarse completamente hasta que yo estuviera presente, lo que significaba que el anillo que le había dado era su única herramienta de defensa. Desde el momento en que sellamos nuestra relación, algo en ella había cambiado. Una luz cálida y poderosa emanaba de su interior, una luz que atraía tanto lo bueno como lo desconocido. El anillo era más que un símbolo; era una protección que la ayudaría a controlar y equilibrar esa energía nueva y radiante.

—Mira esto, Jo Jo —interrumpió una voz familiar en la oficina.

Levanté la mirada y me encontré con alguien que hacía décadas no veía.

—Borgan —dije con una mezcla de sorpresa y alegría—. Hace mucho tiempo que no te veía.

El duende, con su sonrisa traviesa y su energía contagiosa, se acercó a mi escritorio.

—¿Quién diría que San Nikolas se casaría? —bromeó, aunque en su tono había una genuina calidez.

—No iba a durar soltero toda la eternidad —repliqué, sonriendo.

Borgan me lanzó una mirada que no pude descifrar del todo, pero luego asintió lentamente.

—Es verdad, aunque te tardaste bastante.

Borgan siempre había sido un amigo cercano. Estaba casado y tenía hijos que algún día heredarían su legado en el reino de los duendes. Su vida era diferente a la mía; aunque él también era inmortal, existía un ciclo natural en su especie que eventualmente los llevaba a un descanso eterno.

—Ya sabes que todo tu reino será invitado —le dije.

—Sí, lo sé. ¿Estás seguro? Somos muchos.

—Mi futura esposa así lo quiso, y no soy quién para detenerla.

Borgan soltó una carcajada, pero luego me miró con curiosidad.

—No creo que sepa que invitaste a un montón de seres que ella no conoce.

—Posiblemente no —admití, sonriendo—. Pero es bueno que los conozca rápidamente.

La conversación tomó un giro más serio cuando Borgan mencionó un nombre que siempre evocaba emociones encontradas en mí.

—Krampus no está feliz.

Asentí, dejando escapar un suspiro.

—Lo sé. Ha pasado el mismo tiempo que yo solo. Debe sentir cierto rencor al ver que encontré a alguien primero.

—Krampus es bueno —dijo Borgan con un tono reflexivo—. Aunque castigue a los malos, jamás ha sido cruel con ninguno.

—Lo sé —repetí, pensando en todo lo que Krampus había pasado y en el dolor que seguramente llevaba consigo.

—Habrá que ver qué tiene preparado Dios para ustedes —concluyó Borgan con una sonrisa que no solo iluminaba la atmósfera, sino que también llevaba consigo un destello burlón, como si supiera algo que yo desconociera, un secreto al que ni siquiera yo, con todo mi conocimiento, tenía acceso.

Borgan siempre había tenido esa conexión especial, un lazo que a veces olvidaba. No solo era un amigo cercano, sino que también era un viejo conocido del hijo de Dios. Esa relación le otorgaba una perspectiva única, y aunque rara vez hablaba de ello, su actitud reflejaba que sabía más de lo que dejaba entrever.

Después de que Borgan se despidiera con una reverencia teatral y un guiño, me encontré solo en mi oficina, rodeado del suave crepitar de la chimenea y el susurro de la magia en el aire. Fue entonces cuando una carta llamó mi atención. Estaba cuidadosamente colocada sobre mi escritorio, como si hubiera llegado allí, sin que nadie la viera.

La reconocí al instante, incluso antes de abrirla. La carta era tan delicada como su remitente: la reina de las nieves. El sobre, hecho de un material translúcido que recordaba a un copo de nieve atrapado en el tiempo, irradiaba un frío reconfortante. Cuando lo abrí, encontré una carta escrita con tinta blanca, que brillaba sutilmente para permitir su lectura bajo cualquier luz.

"Querido Claus,

Quiero felicitarte por casarte, ya era tiempo de traer una señora Claus. Me alegra que nos hayas invitado. Dile a tu futura esposa que puedo hacerle su vestido blanco para el casamiento. Seguiré cualquier diseño que tenga en mente. También quiero saber dónde será la ceremonia, para considerar si debería retirar un poco de nieve del lugar.

Además, me encantaría que viniera a visitarme. Podría ayudarme a mejorar las casas de mis súbditos; estoy segura de que sería de gran ayuda. Si desea un velo para el gran día, también estaré encantada de hacerlo.

Con cariño, Nieves."

Leí la carta varias veces, sonriendo ante las palabras de Nieves. Su calidez era tan genuina que contrastaba con su esencia de hielo eterno. Ella siempre había sido así: dulce, amable, y con una habilidad única para equilibrar la autoridad y la ternura. Nieves era, como yo, inmortal, pero su origen era distinto. Había nacido de un copo de nieve, un milagro de la naturaleza que había dado vida no solo a ella, sino a todo su reino. A diferencia de mí, nunca había tenido un compañero, ni había sentido el impulso de formar una familia. Su existencia era un misterio envuelto en serenidad.

Mientras doblaba la carta con cuidado, mis pensamientos comenzaron a vagar. La oferta de Nieves de hacer el vestido de Aila era tan generosa que sabía que mi futura esposa se emocionaría al saberlo. Pero había algo más en la carta, algo que despertó una nueva chispa en mi mente, una pregunta que nunca antes había considerado con seriedad.

¿Cómo serían los hijos que tendría con Aila?