Cuando el exitoso y temido CEO Martín Casasola es abandonado en el altar, decide alejarse del bullicio de la ciudad y refugiarse en la antigua hacienda que su abuela le dejó como herencia. Al llegar, se encuentra con una propiedad venida a menos, consumida por el abandono y la falta de cuidados. Sin embargo, no está completamente sola. Dalia Gutiérrez, una joven campesina de carácter firme y corazón leal, ha estado luchando por mantener viva la esencia del lugar, en honor a quien fue su madrina y figura materna.
El primer encuentro entre Martín y Dalia desata una tormenta: él exige autoridad y control; ella, que ha entregado su vida a la tierra, no está dispuesta a ceder fácilmente. Así comienza una guerra silenciosa, pero feroz, donde las diferencias de clase, orgullo y heridas del pasado se entrelazan en un juego de poder, pasión y redención.
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Capitulo 19
Los primeros rayos de sol se filtraban entre los árboles, tiñendo de oro los campos aún húmedos por el rocío. La brisa suave agitaba las hojas de los naranjos y el canto de los gallos rompía el silencio matutino. Martín, con las botas llenas de tierra y la camisa arremangada, caminaba junto a su padre por el borde de la plantación. Augusto, con su porte serio y mirada firme, observaba el terreno con una mezcla de orgullo y preocupación.
—Has hecho un buen trabajo, hijo —dijo Augusto, rompiendo el silencio—. La tierra se ve fuerte, bien cuidada. Dalia y tú han sabido mantenerla viva.
Martín asintió, limpiándose el sudor de la frente con la manga.
—No ha sido fácil, papá, pero aquí estamos. Dalia ha sido fundamental. Sin ella, no habría logrado tanto.
Augusto sonrió levemente, deteniéndose un momento para mirar el horizonte. Los campos se extendían como un mar verde, lleno de promesas y trabajo duro.
—Ahora más que nunca, me quedaré, me haré cargo de la hacienda y las tierras, pero también te apoyaré con la empresa. Regresaré a la ciudad cuando sea necesario mi presencia. —le dijo a su padre con sinceridad.
—Quiero que sepas que apoyaré tu decisión, ahora estoy te pertenece y junto a Dalia se que las tierras prosperarán. Estaré para ti, desde donde esté. No están solos, Martín, cuentan con nosotros tu familia y con toda esta gente que aman estás tierras.
El joven lo miró con gratitud.
—Gracias. Tu apoyo significa mucho para mí. Sé que hay cosas que solo yo puedo hacer aquí, pero saber que cuento contigo me da fuerza.
A lo lejos, se veía a Dalia caminando hacia ellos con un sombrero de ala ancha y una canasta de frutas. Su sonrisa iluminaba el día, y al llegar a su lado, saludó con un beso en la mejilla a Martín y un abrazo cálido a Augusto.
—Buenos días, tío Augusto. ¿Cómo durmió?
—Muy bien, gracias, Dalia. Eres una anfitriona excelente. Y te ves feliz. Eso me alegra.
Ella bajó la mirada con timidez, pero sin dejar de sonreír.
—Estoy feliz. La hacienda y las tierras sin mi propósito y… alguien con quien compartirlo —miro de reojo a Martin quien estaba sonriendo.
Augusto asintió, satisfecho. En el fondo de su corazón, siempre había esperado que su hijo encontrara a alguien que lo impulsara, que le diera motivos para luchar por algo más grande que él mismo y ahí estaba ella, esa chiquilla que lo seguía dónde quiera que iba.
Más tarde, en la galería de la casa, Analia preparaba café mientras conversaba con Dalia. Habían conectado desde el primer momento. A Analia le encantaba la forma en que Dalia hablaba de Martín, con respeto, admiración y ternura.
—Lo amas, ¿verdad? —preguntó Analía, con una mirada suave.
—Sí, señora. Lo amo profundamente. Al principio cuando llegó, pense que seria difícil convivir con el, llegó arrogante, mandon, pero también con él aprendí lo que significa luchar codo a codo, lo que es confiar y construir algo juntos.
Analía tomó su mano con dulzura.
—Llámame Analía, a mi esposo lo llamas tío y a mi señora, —dijo con una ceja levantada... —en fin... No sabes cuánto me alegra oír eso. Martín ha pasado por mucho, y tú... tú le das esperanza. Veo en ti un futuro para él, para esta tierra.
Los ojos de Dalia se llenaron de emoción. Sentía que por fin pertenecía, que su lugar estaba allí, junto a Martín.
Esa tarde, mientras el sol se escondía lentamente, Tomás llegó al rancho en su viejo camión polvoriento habia ido al pueblo. Bajó con paso rápido y expresión grave. Martín, al verlo, se dirigió de inmediato a su encuentro.
—Tomás, ¿todo bien?
El hombre asintió, aunque se notaba la tensión en su rostro curtido por el sol.
—Sí y no. La cosecha está por terminar, eso es bueno. Pero hay rumores... rumores preocupantes.
—¿Qué clase de rumores? —preguntó Dalia, que se había acercado también.
—Algunos rancheros han tenido problemas para vender. Cosechas completas perdidas porque alguien bloqueó los canales de distribución. Precios que de repente se caen sin explicación. No quiero alarmarlos, pero tenemos que estar preparados.
Martín frunció el ceño.
—¿Sabes quién está detrás?
Tomás negó con la cabeza.
—Nada concreto. Pero hay quienes no quieren que los nuevos prosperen. Esta tierra siempre ha sido codiciada. Y ustedes... ustedes están haciendo las cosas bien, y eso molesta a algunos.
Dalia apretó la mano de Martín.
—No vamos a rendirnos.
—Claro que no —respondió Martín, decidido—. Vamos a estar atentos. Hablaré con los otros productores, veremos cómo podemos proteger nuestras rutas de distribución.
—Cuenta conmigo —dijo Tomás—. Yo estaré pendiente, tengo contactos que pueden avisarme si algo raro se mueve.
Esa noche, la cena fue más silenciosa de lo habitual. Analía y Augusto percibieron la tensión, pero decidieron no presionar. Después de todo, sabían que su hijo debía enfrentar sus propias batallas.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Augusto cuando se quedaron a solas con Martín.
—No puedo darme el lujo de esperar. Mañana iré al pueblo, hablaré con los demás. Si esto es real, necesitamos unirnos mas ahora, debemos actuar rápidamente, no solo son las tierras, son las familias que viven de ella.
Augusto lo miró con respeto.
—Eso haría yo. Eres un líder, aunque aún no lo veas. Y Dalia... ella es tu compañera ideal.
Martín sintió una oleada de orgullo y responsabilidad. Miró por la ventana, hacia el campo que se extendía oscuro bajo la noche estrellada. Sabía que el verdadero trabajo apenas comenzaba.
Al día siguiente, el pueblo estaba más agitado que de costumbre. En la plaza, algunos productores discutían en voz baja. Martín junto con Tomás se acercaron a un grupo que conocía desde hacía años.
—Buenos días. He oído lo que pasa con las cosechas... ¿es cierto?
Uno de ellos, un hombre mayor llamado Ezequiel, asintió con el ceño fruncido.
—Sí, muchacho. Tres camiones se quedaron sin comprador esta semana. Y no es porque la fruta esté mala. Es otra cosa... algo turbio.
—¿Y han hecho algo?
—Estamos tratando, pero solos no podemos. Nos hace falta alguien que nos represente. Que sepa moverse.
Martín respiró hondo. Sentía el peso de cada palabra.
—Entonces conten conmigo. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras echan a perder nuestro trabajo.
Volvió al rancho con la cabeza llena de ideas y el corazón palpitando fuerte. Al llegar, Dalia lo esperaba en las escaleras, con el ceño preocupado.
—¿Cómo fue?
—Preocupante, pero necesario. Tenemos que organizarnos. Hablé con Ezequiel y otros. Están dispuestos a luchar, pero necesitan alguien que lidere.
—¿Y tú?
—Yo seré ese alguien, si es lo que hace falta. No voy a permitir que este sueño se venga abajo.
Dalia lo abrazó con fuerza.
—Estoy contigo. En todo.
Pasaron los días y Martín se convirtió en una figura clave. Reuniones, llamadas, estrategias. Dalia lo acompañaba, anotaba datos, hacía preguntas inteligentes. Era su aliada, su fuerza.
Un fin de semana, Augusto y Analía se despidieron. La emoción se notaba en sus rostros. Analía abrazó a Dalia como a una hija.
—Cuídalo. Y cuídate tú también. Son una pareja hermosa.
—Gracias, Analía. Prometo hacerlo.
Augusto, por su parte, estrechó con fuerza la mano de su hijo.
—Estoy orgulloso de ti. Tienes mi sangre, pero también tienes tu propio camino. Y lo estás haciendo bien.
—Gracias, papá. Te lo voy a demostrar.
Cuando el coche se alejó por el camino de tierra, Martín y Dalia se quedaron de pie, mirando cómo el polvo se levantaba tras las ruedas.
—Ahora somos nosotros —dijo Dalia, tomando su mano—. Tú y yo. Listos para lo que venga.
—Siempre —respondió Martín, y su voz sonó firme, llena de una determinación que ya no temía mostrar.
El futuro no sería fácil, pero estaban juntos. Y eso, en medio de todas las amenazas, era su mayor fortaleza.
quedo al pendiente de tu próxima aventura
Ojalá que no haya sido Martín de pequeño quien haya provocado el incendio y ese sea uno d los secretos y que por eso Martín tenga sus vacíos sin entender !!