La vida de Camila en Florencia se convierte en una pesadilla cuando es víctima de un secuestro y un brutal asalto. Dos semanas después, vive atrapada por el terror y el silencio junto a su flamante esposo, Diego Bianchi, el poderoso CEO de una de las dinastías más acaudaladas de Italia. Para proteger la estabilidad de su nueva vida, Camila le oculta a Diego la verdad más oscura de aquella noche, catalogada oficialmente como un "secuestro normal".
Diego, un hombre que la sacó de su humilde vida como camarera, la ama con una posesividad controladora, pero al mismo tiempo la avergüenza por su origen, viéndola más como un trofeo que como una esposa. Esta mentira es el cimiento quebradizo de su matrimonio.
La tensión explota en la cena familiar de los Bianchi, donde Diego presenta a Camila sorpresivamente como su prometida. En medio de la fría y juzgadora élite, la belleza de Camila impacta profundamente al hermano menor de Diego, Alejandro, quien queda irremisiblemente atónito.
A medi
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¿Es Él?
Diego, rebosante de una emoción que apenas podía contener, había organizado una reunión familiar en su casa para la noche siguiente. La razón era la más grande que podían imaginar: anunciarían la noticia que cambiaría sus vidas.
—Tomasa, ¿está todo listo? —preguntó Camila a su empleada con un hilo de voz, mientras ajustaba nerviosamente los pliegues de su vestido.
—Sí, señora. El chef que contrató el señor tiene todo dispuesto. No falta nada —respondió la mujer.
—Gracias —murmuró Camila.
Camila se frotó las manos, una costumbre que revelaba su estado de profunda inquietud. Sus nervios no solo se debían a la duda que roía su conciencia respecto a su matrimonio, sino también a la inminente presencia de Alejandro, el hermano de su esposo. Lo que había ocurrido en el baño de la casa de sus suegros la había dejado en un estado de desasosiego e íntima turbación que no lograba sacudirse.
Cerró los ojos y respiró hondo, buscando centrar su mente. Justo en ese instante, el agudo sonido del timbre la sobresaltó.
Tragó en seco, obligándose a esbozar una sonrisa luminosa.
A los pocos segundos, la figura elegante de su suegra y la imponente presencia de su suegro llenaron el umbral.
—¡Camila! Tan bella como siempre —exclamó Marie, su suegra, acercándose para saludarla con un cálido beso en la mejilla derecha.
—Gracias, Marie —contestó Camila, sintiendo un leve alivio por la familiaridad del gesto.
—Camila. Es un gusto verte —dijo Baltasar Bianchi, su suegro, con su habitual y sobria seriedad.
—Bienvenido, señor Baltazar —respondió ella, intentando mantener la compostura.
—¡Padres queridos! —la voz de Diego retumbó al bajar las escaleras. Se veía radiante, la alegría casi palpable en su rostro.
—Hijo, gracias por la invitación, pero estamos impacientes. Ya queremos saber qué es lo que tienen que contarnos —replicó Marie, con una sonrisa de expectativa.
—¡Tranquilos! Ya casi llega el momento, ¿verdad, mi amor? —dijo Diego, pasando su brazo protectoramente por la cintura de Camila, atrayéndola a su lado.
Camila solo pudo sonreír, su corazón latía de forma irregular. Estaba abrumada por los nervios, pero sabía que debía proyectar una imagen de felicidad y normalidad.
—¿Y Alejandro? También lo llamé a él —preguntó Diego, mirando hacia la puerta.
—Ya lo conoces. Seguro está enredado en alguna cobija, o tal vez ha decidido no venir —respondió Marie, encogiéndose de hombros con un dejo de exasperación cariñosa.
El comentario le provocó a Camila una brevísima, pero incomprensible, punzada de molestia, algo que nunca antes le había sucedido. Sin embargo, en el fondo, sintió una oleada de tranquilidad: si Alejandro no venía, se libraría de esa incómoda tensión que se generaba cada vez que sus miradas se cruzaban.
Pero su tranquilidad fue efímera. Apenas unos minutos después, mientras todos charlaban animadamente y tomaban una copa en la sala principal, Alejandro hizo su entrada.
—Buenas noches. Lamento la tardanza, estaba ocupado —dijo él con una tranquilidad casi displicente, cruzando el umbral de la sala.
—La puntualidad no es precisamente una de tus cualidades, hermanito —replicó Diego con una sonrisa forzada.
—Tampoco la honestidad es una de las tuyas —le contestó Alejandro, devolviéndole una mirada cargada de un significado que solo ellos dos parecían entender.
—¡Ya basta! —intervino Marie, golpeando suavemente su copa para llamar la atención—. Esta es una reunión para celebrar algo, y me imagino que es algo muy bueno, así que no quiero ni una de sus típicas discusiones.
Diego, sin dejar de mirar fijamente a Alejandro, respondió:
—Así es, mamá. Es una reunión para celebrar. Por eso, antes de pasar al comedor, quiero que todos tomen una copa para brindar por Camila y por mí.
Diego pidió a los empleados que sirvieran vino espumoso. Con un gesto grandilocuente, alzó su copa, con los ojos brillantes de orgullo.
—¡Familia! Camila y yo... ¡Seremos padres!
El silencio que siguió a la revelación fue absoluto. Todos quedaron atónitos. Pero Alejandro estaba más que asombrado; quedó completamente perplejo, su cuerpo se paralizó y el vino se derramó ligeramente de su copa. Su corazón comenzó a latir con una fuerza tan desenfrenada que sintió un mareo; la noticia era un golpe inesperado y contundente.
—¿Qué pasa, Alejandro? ¿No estás feliz con la noticia? —le preguntó Diego con un matiz de burla en la voz.
Alejandro, reaccionando con un sobresalto, logró contestar:
—Sí, claro que sí. Es una gran noticia.
Camila lo miró. Su rostro estaba pálido, y su asombro era demasiado genuino para ser una simple sorpresa. La noticia le había caído como un balde de agua helada, o al menos eso le pareció a ella.
Minutos más tarde, Camila invitó a todos a pasar a la mesa. Sus suegros y Diego se dirigieron al comedor de inmediato, pero Alejandro la detuvo justo antes de que ella pudiera seguirlos.
—¿Cuánto tiempo tienes de embarazo? —le preguntó él, con la voz baja, teñida de una ansiedad casi palpable.
—Poco. Muy poco... ¿Por qué? —le preguntó ella, desconcertada por la intensidad de su escrutinio.
—¿Menos de un mes? —insistió él, dando un paso más cerca.
—Sí, menos de un mes —respondió Camila, sintiendo cómo sus propias manos comenzaban a sudar—. ¿Por qué me preguntas eso?.
—Nada, por nada —respondió él, volviéndose misterioso de una forma que la hizo sentir incómoda.
Alejandro se acercó a Camila, y ella sintió de inmediato la oleada de nerviosismo. La piel le hormigueó ante su proximidad.
—¿Estás bien, Camila? —le preguntó, estudiando su rostro.
—Sí, estoy bien. Pero tú no. Estás muy extraño —replicó ella.
—Estoy bien, solo que la noticia me tomó por sorpresa. Pero ahora estoy muy bien, créeme. Muy feliz.
Alejandro se acercó aún más, invadiendo su espacio personal de una manera peligrosa. Sus labios casi rozaron los de ella en un aliento apenas audible.
De pronto, Tomasa apareció discretamente a su lado, interrumpiéndolos.
—¿Disculpen? Los están esperando.
—Sí, ya vamos, Tomasa —respondió Camila rápidamente, apartándose un paso de Alejandro.
La empleada los miró brevemente, su expresión ligeramente desconcertada por la cercanía íntima en la que se encontraban.
Durante la cena, Alejandro no dejaba de mirar a Camila. En su rostro, el asombro inicial se había transformado en una intensa emoción, una sonrisa de significado oculto.
¿Por qué Alejandro actuaba así? ¿Qué secreto se agitaba detrás de su repentina felicidad y sus preguntas sobre el tiempo de gestación?.
Después de la cena, la familia se despidió. Todos estaban genuinamente felices por la noticia, felicitando a la pareja. Al despedirse de Camila, Alejandro se acercó y, deteniéndose junto a su oído, susurró con voz grave:
—Estaré muy cerca de ti, Camila. No te fallaré.
Ella se apartó bruscamente y lo miró con los ojos muy abiertos, totalmente desconcertada. No lograba descifrar el significado de esas palabras.
Diego, que había observado la escena, miró a Camila y luego a su hermano.
El gesto de Alejandro no le había gustado en absoluto.
Cuando todos se hubieron ido, Camila se dirigió hacia la habitación, pero Diego la detuvo, tomándola con firmeza por el brazo.
—¿Qué te dijo mi hermano al oído? —le preguntó, su tono demandante.
—Nada importante. Solo me felicitó y ya —mintió Camila, tratando de mantener la calma.
—¿Solo eso? Esas cosas no se dicen al oído —replicó Diego, con una seriedad cortante.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó Camila, sintiendo una furia helada.
—Nada. Solo te exijo menos confianza con mi hermano. Eso es todo. No quiero dañar la noche, así que mejor sube a la habitación. Yo tengo que salir —le respondió Diego, soltando su brazo.
—¿Ahora? ¿Acaso vas con tu amante a celebrar la noticia? —le preguntó ella, sus palabras cargadas de resentimiento.
—Camila, ve a descansar y deja de hacer tanto drama. No hay amantes. Ya te dije que lo que pasó fue un error —respondió Diego con una tranquilidad que la hizo explotar por dentro.
Pero Camila no le creía ni una palabra. Sabía, con la certeza de una traición, que había otra mujer.
Se sintió completamente hundida. Las lágrimas comenzaron a brotar al pie de las escaleras. Se sentía burlada, humillada. Diego pretendía que ella siguiera adelante como si nada hubiera ocurrido. ¡Pero, ¿cómo demonios se hacía eso?! ¿Cómo podía fingir la felicidad cuando su corazón estaba roto?.
Secó sus lágrimas con el dorso de la mano y subió a su habitación. Al entrar, comenzó a quitarse el vestido con movimientos rápidos y desesperados, quedando solo en ropa interior.
Caminó hacia el closet para elegir el piyama. Pero cuando se dio la vuelta, el aliento se le quedó atrapado en el pecho. Alejandro estaba parado justo frente a ella, observándola.
—¡Alejandro! ¿Qué haces aquí? —le preguntó Camila, la sorpresa mezclada con un terror repentino.
Él caminó lentamente hacia ella, con una intensidad depredadora en la mirada. Levantó una mano y, poniendo dos dedos suavemente sobre los labios de Camila, la detuvo antes de que pudiera gritar.
—Solo quiero terminar lo que dejamos pendiente en el baño... y lo que no se concretó en la sala —le susurró.
Camila se estaba muriendo de miedo, pero una chispa de emoción prohibida se encendió en su vientre. Su corazón comenzó a latir tan rápido que sentía que iba a estallar. Estaba paralizada, sin poder articular una sola palabra.
—Ya no quiero ocultar más esto, Camila, y tú tampoco deberías —le dijo al oído con un tono seductor que le erizó la piel.
Camila intentó hablar, de nuevo. Él la detuvo, presionando sus dedos otra vez en sus labios.
—No digas nada con tu boca. Tu cuerpo ya me dijo lo que quería escuchar.
Camila lo miraba como se mira un espejismo en el desierto: con un deseo abrumador y una ansiedad desesperada. Su mente le gritaba que no, que el miedo y la culpa debían detenerla, pero su cuerpo le rogaba en silencio: ¡Quiero!
mendigo infiel
son fuego