En una pequeña sala oscura, un joven se encuentra cara a cara con Madame Mey, una narradora enigmática cuyas historias parecen más reales de lo que deberían ser. Con cada palabra, Madame Mey teje relatos llenos de misterio y venganza, llevando al joven por un sendero donde el pasado y el presente se entrelazan de formas inquietantes.
Obsesionado por la primera historia que escucha, el joven se ve atraído una y otra vez hacia esa sala, buscando respuestas a las preguntas que lo atormentan. Pero mientras Madame Mey continúa relatando vidas marcadas por traiciones, cambios de identidad, y venganzas sangrientas, el joven comienza a preguntarse si está descubriendo secretos ajenos... o si está atrapado en un relato del que no podrá escapar.
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La verdad siempre sale a la luz
—Lo sabrás a su debido tiempo —dijo en un tono bajo y pausado, como si ya conociera la respuesta.
El silencio volvió a llenar la habitación, y el joven, incapaz de soportarlo más, se inclinó hacia adelante.
—¿Por qué me cuentas estas historias? —preguntó, con un atisbo de desesperación en su voz—. ¿Qué tienen que ver conmigo?
Madame Mey lo observó con una calma inquietante. Parecía disfrutar del creciente desasosiego del joven, como si cada palabra que él pronunciara lo enredara más en su red.
—Todo y nada, querido —respondió finalmente—. Las historias que te cuento no son solo relatos para entretenerte. Son fragmentos de verdades que muchos prefieren no ver. Cariot no fue la primera, y tampoco será la última en buscar venganza, en tomar el control de su destino.
Sus palabras parecían deslizarse en el aire, cargadas de un significado oculto que el joven no alcanzaba a comprender del todo. Pero había algo más en esos relatos. Algo que conectaba cada historia, algo que, poco a poco, estaba empezando a revelarse.
Madame Mey se inclinó hacia adelante, su mirada ahora más penetrante que nunca.
—Dime, querido... —su voz se volvió más suave, pero no menos intimidante—. ¿Alguna vez has sentido esa misma calma antes de tomar una decisión? Esa certeza, esa fría determinación que hace que todo a tu alrededor se desvanezca. Como si el tiempo dejara de tener sentido, y solo quedara el filo de un cuchillo en tus manos.
El joven abrió la boca para responder, pero ninguna palabra salió. No sabía si lo que sentía en ese momento era miedo, fascinación o una mezcla de ambas.
—Esa es la esencia de la libertad, de la venganza —continuó Madame Mey, su voz transformándose en un susurro íntimo—. Pero no es para todos. Solo para aquellos que están dispuestos a pagar el precio.
El joven tragó saliva nuevamente. Sabía que había algo más en juego, algo que no lograba descifrar, pero que lo arrastraba cada vez más profundamente hacia Madame Mey.
Madame se recostó en su silla, tranquila, como si la conversación hubiera llegado a un punto de descanso.
—Tal vez la próxima historia te ayude a entender mejor —dijo, con una sonrisa enigmática—. Si, por supuesto, estás dispuesto a escucharla.
El joven sintió una extraña mezcla de anticipación y temor.
—Estoy... estoy listo —susurró, aunque no estaba del todo seguro de ello.
Madame Mey cerró los ojos por un breve momento, dejando que la habitación se sumiera en un silencio casi palpable. Cuando los volvió a abrir, sus labios formaron una sonrisa apenas perceptible, una sonrisa cargada de promesas oscuras.
—Muy bien —dijo ella, su voz suave, casi un susurro—. Pero será para la próxima. El tiempo se ha acabado. —Miró hacia la puerta con calma, notando la larga sombra que se reflejaba detrás de ella. Algo o alguien se movía en la penumbra.
El joven miró nerviosamente en la misma dirección, tragando saliva. Un nudo seguía apretando su garganta, y por alguna razón, el aire en la habitación se había vuelto más pesado, como si algo invisible lo rodeara.
—Es cierto, ya es tarde —dijo con rapidez, levantándose de golpe, sacudiendo el polvo de su ropa. El nerviosismo lo consumía, pero no podía apartar los ojos de Madame Mey.
Ella lo observó con la misma sonrisa serena, aunque sus ojos, oscuros y profundos, parecían ver mucho más allá de la superficie.
—Sí —murmuró ella, su tono bajo pero cargado de significado—. El sol ya se oculta, y la luz de la luna iluminará este lugar pronto. —Su mirada se volvió más intensa, casi penetrante—. Ten cuidado en tu regreso a casa. —La suavidad de su voz estaba teñida con algo frío, algo que provocaba escalofríos.
El joven sintió un escalofrío recorriendo su espalda. Inclinó la cabeza en una pequeña reverencia, casi automática.
—Hasta la próxima, Madame Mey —murmuró con apresuramiento, y sin mirar atrás, salió de la habitación.
El sonido de sus pasos desapareció en el pasillo, y poco a poco, el silencio volvió a llenar la sala. Madame Mey permaneció inmóvil por un momento, sus pensamientos oscuros flotando como sombras en su mente. A su alrededor, las paredes parecían vibrar con la misma quietud inquietante, como si incluso el espacio estuviera al tanto de los secretos que ocultaba.
—Este joven... —murmuró para sí misma, rompiendo el silencio— parece que durará más que los anteriores. Será divertido... hasta que esto termine.
Alzó su mano lentamente, y en ese instante, la luz de la luna comenzó a filtrarse por la ventana, iluminando su piel pálida. Sus dedos se movieron con lentitud, como si estuvieran midiendo el tiempo que le quedaba al joven antes de que el juego llegara a su fin. La luz, fría y plateada, bañó la habitación, envolviendo a Madame Mey en un resplandor casi espectral.
La habitación se había quedado vacía, pero los pensamientos de Madame Mey nunca cesaban. Siempre había algo más, algo que esperaba en las sombras.
A la mañana siguiente, Madame Mey estaba sentada en el mismo sillón, esperando pacientemente. La luz del día era tenue, y las sombras de la habitación parecían más profundas que de costumbre. El joven no había llegado todavía. Y mientras los minutos pasaban, algo dentro de ella comenzó a cambiar.
Primero fue una leve sensación en su pecho, una pequeña punzada de inquietud, algo que no había sentido en mucho tiempo. Sus dedos tamborileaban sobre el brazo del sillón, un gesto que ella rara vez hacía. Había una sensación de incomodidad, algo fuera de lugar. El joven debería haber llegado ya.
Pasaron las horas, y su paciencia, que solía ser infinita, empezaba a quebrarse lentamente. Cada sonido en la mansión, cada susurro del viento fuera de la ventana parecía acentuar el vacío que el joven había dejado con su ausencia.
—¿Dónde estará...? —murmuró para sí misma, sus ojos clavados en la puerta cerrada. Algo en su voz denotaba una mezcla de curiosidad y malestar, una emoción que no solía dejar ver.