«En este edificio, las paredes escuchan, los pasillos conectan y las puertas esconden más de lo que revelan.»
Marta pensaba que mudarse al tercer piso sería el comienzo de una vida tranquila junto a Ernesto, su esposo trabajador y tradicional. Pero lo que no esperaba era encontrarse rodeada de vecinos que combinan el humor más disparatado con una dosis de sensualidad que desafía su estabilidad emocional.
En el cuarto piso vive Don Pepe, un jubilado convertido en vigilante del edificio, cuyas intenciones son tan transparentes como sus comentarios, aunque su esposa, María Alejandrina, lo tiene bajo constante vigilancia. Elvira, Virginia y Rosario, son unas chicas que entre risas, coqueteos y complicidades, crean malentendidos, situaciones cómicas y encuentros cargados de deseo.
«Abriendo Placeres en el Edificio» es una comedia erótica que promete hacerte reír, sonrojar y reflexionar sobre los inesperados giros de la vida, el deseo y el amor en su forma más hilarante y provocadora.
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Desnudando a una Gacela
El tintineo metálico de unas llaves en la cerradura cortó la conversación como un cuchillo helado. La puerta se abrió con un chirrido que pareció durar una eternidad, revelando a Ernesto en el umbral. Su maletín de cuero colgaba descuidadamente de una mano, la corbata aflojada como una bandera de rendición después de un largo día de batalla corporativa. Pero sus ojos, oh, sus ojos...
Marta sintió que el aire se espesaba cuando la mirada de su esposo se posó en Rosario. Era como ver a un león observando a una gacela, solo que esta gacela vestía uniforme escolar y calcetines hasta la rodilla. Los ojos de Ernesto, habitualmente apagados por el tedio de las reuniones interminables, ahora brillaban con un interés que hizo que a Marta se le revolviera el estómago.
Sus pupilas recorrieron el camino desde los zapatos negros perfectamente lustrados, subiendo por las piernas cubiertas por la falda plisada, deteniéndose en la cintura estrecha marcada por el sweater del colegio, hasta llegar al cuello alto de la blusa, donde el último botón luchaba valientemente por mantener el decoro. Era la misma mirada que Marta había sorprendido dirigida a Virginia cuando esta paseaba sus escotes por el edificio, pero había algo más oscuro, más perturbador en la forma en que ahora devoraba la inocencia uniformada de Rosario.
El tiempo pareció detenerse en ese instante, como si el apartamento entero contuviera la respiración. Marta podía sentir el sabor amargo de la bilis subiendo por su garganta, mezclándose con el regusto dulzón de las galletas de mantequilla. La escena, que en otro contexto podría haber sido una simple postal doméstica —un marido llegando a casa, una vecina de visita, una tarde de té—, se había transformado en algo sórdido, como una mancha de vino tinto sobre un mantel de encaje blanco.
Rosario, ajena al drama silencioso que se desarrollaba a su alrededor, comenzó a recoger sus cosas con la prisa de quien recuerda de repente que tiene deberes pendientes. Sus movimientos, antes relajados, volvieron a adquirir esa rigidez característica, como si el uniforme hubiera recuperado su poder contenedor.
—Hola, cariño —saludó Ernesto, como si no acabara de desnudar con la mirada a una menor de edad—. Ah, hola Rosario. No sabía que teníamos visita.
—Ya me iba —explicó Rosario, levantándose con la elegancia de quien sabe cuándo debe retirarse—. Gracias por el té, Marta.
Mientras Rosario se despedía, Marta sintió un nudo en el estómago. ¿Cómo podía su esposo mirar así a una chica que apenas había dejado la niñez? Y más inquietante aún, ¿por qué la manera en que Don Pepe la miraba a ella le provocaba más curiosidad que rechazo?
—¿Todo bien? —preguntó Ernesto, aflojándose la corbata y evitando su mirada.
—Sí, claro —respondió Marta con una sonrisa tensa—. Solo una tarde de té y galletas.
En la cocina, el tintineo de la porcelana contra el fregadero marcaba un ritmo irregular, como los latidos acelerados del corazón de Marta. Sus manos temblaban ligeramente mientras enjuagaba las tazas, el agua caliente mezclándose con el frío sudor de sus palmas. El reflejo distorsionado en la superficie cromada del grifo le devolvía una imagen fragmentada de sí misma: una mujer que ya no reconocía del todo.
Cerró los ojos un momento y la imagen de Don Pepe apareció sin permiso en su mente: la forma en que sus pupilas se dilataban al verla, cómo su bigote se agitaba con cada piropo mal disimulado, el modo en que su cuerpo robusto parecía ocupar todo el pasillo cuando ella pasaba. Un calor inesperado le subió por el cuello, extendiéndose por sus mejillas como una mancha de vino sobre un mantel blanco. Sus dedos apretaron con más fuerza el borde de una taza, buscando un ancla en la realidad que comenzaba a desdibujarse.
Desde la sala, la voz de Ernesto sonaba distante, como si llegara a través de una pared de algodón. Estaba hablando por teléfono, probablemente sobre otro viaje de negocios, pero Marta solo podía pensar en la forma en que sus ojos habían desnudado a Rosario minutos antes. El mismo hombre que la noche anterior apenas la había rozado al meterse en la cama, ahora parecía arder por una adolescente en uniforme escolar.
Un portazo en el piso de arriba la sobresaltó. Los sonidos del edificio se filtraban como confesiones susurradas: el roce de unas cortinas al cerrarse, el eco de tacones sobre el parqué, una risa ahogada que podría ser de Virginia, el silbido casi imperceptible de Don Pepe mientras hacía su ronda vespertina. Las paredes parecían vibrar con cada secreto no contado, con cada mirada robada, con cada deseo contenido.
A través de la ventana de la cocina, Madrid se teñía de naranja y púrpura. Las sombras se alargaban sobre los edificios como dedos intentando alcanzar algo prohibido. En el cristal, su reflejo se superponía con el paisaje urbano: una mujer atrapada entre la rutina que se desmoronaba y los deseos que amenazaban con destruir todo lo que creía seguro.
El sonido del ascensor llegó hasta ella, seguido por el inconfundible taconeo de María Alejandrina. Marta podía imaginarla, vigilante como un halcón, siguiendo el rastro de las miradas de Don Pepe. ¿Sabría ella también? ¿Sentiría la misma mezcla tóxica de excitación y culpa cuando su marido coqueteaba con otras?
Un escalofrío le recorrió la espalda cuando escuchó a Ernesto acercarse a la cocina. Sus pasos sonaban diferentes ahora, como si caminara sobre cristales rotos. O tal vez eran los fragmentos de su matrimonio crujiendo bajo sus pies. La taza que sostenía resbaló un centímetro, el sonido de la porcelana contra el metal del fregadero resonando como una pequeña explosión en el silencio de la cocina.
El edificio entero parecía contener el aliento, como un testigo mudo de las grietas que comenzaban a formarse en su vida. Cada piso, cada apartamento, cada rincón guardaba historias similares: deseos prohibidos que se deslizaban bajo las puertas como corrientes de aire, miradas que quemaban más que el sol de agosto, secretos que pesaban tanto como las vigas de hormigón que sostenían la estructura.
Mientras el último rayo de sol se escondía tras los edificios, Marta comprendió que ya no había vuelta atrás. Como las sombras que ahora dominaban la ciudad, los deseos y miedos que había mantenido a raya comenzaban a expandirse, amenazando con engullir la vida ordenada que había construido con tanto cuidado. En algún lugar del edificio, Don Pepe silbaba una melodía antigua, y por primera vez, Marta se descubrió conteniendo el aliento, esperando escuchar sus pasos acercándose por el pasillo.