BEATRICE, LAS DOCE PRINCESAS BAILARINAS

El padre de Virgil, sorprendido porque su hija tuviera a una hija oculta, quiso acercarse un poco a ella. Desde la primera y última vez que había visto a su hijo, no se había enterado de que tenía una nieta, por lo que era sospechoso que este ocultara su existencia.

—¡Capitán!—dijo su primer oficial—¡La gata bebé tiene el anillo de la princesa Beatrice!

Cuando el capitán Aiden se detuvo, para prestarle atención a la gata que había atacado a Virgil, no pudo ni llegar a un metro de ella cuando una fuerte corriente eléctrica hizo que parara. Beatrice, al ver a una pequeña tan tierna como ella siendo maltratada por su propio padre, no pudo aguantar más.

La cólera e impotencia que sentía, por lo que vivió secuestrada por el demonio, provocó que de nuevo su pequeño cuerpo comenzara a brillar, junto con el del sultán; sin embargo, las ráfagas de energía que soltaba, sobre todo desde el anillo que ahora lo tenía puesto en su pata, también generaba cambios en el ambiente alrededor del barco.

—¡¿Una tormenta?!—preguntó sorprendido Miles.

Todos los que estaban en la cubierta del barco observaron asustados como solo el área donde estaban se formaban una oscura y peligrosa tormenta, donde las altas olas amenazaban con volcar el navío. Sin verlo venir, debido al susto que tenían, Beatrice volvió a su forma humana y se abalanzó de nuevo contra Virgil.

Con una fuerza sobrehumana, pese al estado demacrado de su cuerpo original, Beatrice mantuvo debajo de ella al verdugo de su hermana y con sus manos comenzó a apretar todo lo que pudo su cuello. Mientras el barco se seguía balanceando y a todos le costaba mantenerse en pie, sometiendo a Virgil le hizo recordar cuando era ella quien estaba en esa posición.

—¿Ahora qué se siente ser tú el sometido?—preguntó entre lágrimas—¡¿Qué se siente no poderse defender?! ¡¿Alguna vez pensaste en lo que sintió mi hermana?!

No solo estaba enojado con el hombre que dentro de poco perdería la consciencia por la falta de oxígeno, sino también con la vida misma. Más allá de la violencia que sufrían las mujeres, le daba ira el tan solo ver como la vida iba en contra de los débiles, mientras agraciaba a los más fuertes, y ni siquiera poder defenderse de ellos.

Los hermosos ojos claros de Beatrice, quien una vez fue amada por su dulzura y la había convertido inclusive en la favorita de su padre, se volvieron oscuros como la obsidiana. Su corazón comenzaba a palpitar con lentitud, mientras su alma se sumergía cada vez más en las corrientes de la locura.

—¡¿POR QUÉ DIOS?!—gritó mientras apretaba aún más fuerte el cuello—¡¿POR QUÉ DEJASTE QUE NOS MALDIJERAN?! ¡¿POR QUÉ QUIERES QUE SUFRAMOS MÁS?! ¡¿QUÉ MAL HEMOS HECHO?!

El sultán, aún desorientado, mareado por como se sacudía violentamente el barco,  observó como varios soldados y algunos miembros de la tripulación intentaban sostenerse para no caer al mar. Enfocando un poco su visión, observó como la princesa Beatrice se encontraba colérica, a punto de asesinar a un hombre.