En las colinas brumosas de Cotswolds, una mansión ancestral guarda secretos que el tiempo no ha logrado enterrar. Allí, entre jardines silenciosos y corredores que susurran recuerdos, una presencia olvidada despierta.
Aurora fue la mujer más hermosa de su época… y se negó a morir. En su desesperación, selló un pacto prohibido, intercambiando su alma por una belleza eterna. Desde entonces, su espectro recorre la tierra, arrastrado por el deseo, el resentimiento y la maldición de una eternidad sin consuelo.
Una novela gótica que entrelaza amor, ambición, engaño y condena, donde la belleza no es un don, sino una trampa… y lo más hermoso puede ser también lo más peligroso.
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Capítulo 17: "La Luz que Proviene de mi Oscuridad"
Aurora aún temblaba con el peso de las últimas palabras que habían salido de los labios de Lucifer. No eran simples sonidos: cada sílaba se le había incrustado en la piel como hierro candente, dejándole una marca invisible. El aire ardía con el calor perpetuo del infierno, pero en sus pulmones se volvía frío, helado, como si tragara cuchillas de hielo. Sus labios se movieron antes de que pudiera contenerse; la voz que emergió fue entrecortada, quebrada por el miedo y la incredulidad.
—Mi… mi señor… ¿por qué yo?
Lucifer no respondió al instante. Permaneció inmóvil, majestuoso, con esa quietud que es más terrible que la violencia. Lo contempló con un destello en los ojos que no era humano: era el brillo del juicio, del cálculo, de una inteligencia tan vasta que resultaba insoportable. Cuando habló, sus palabras descendieron lentas, graves, como sentencias esculpidas en mármol.
—Porque tú lo conoces.
Aurora frunció el ceño, sus pestañas temblaron. ¿Conozco a quién? El silencio que siguió fue más denso que cualquier sonido. Se sintió rodeada por un muro invisible, aplastada bajo un peso que ni el fuego ni las sombras podían explicar. Hasta que Lucifer, con un movimiento tan leve como devastador —el giro de su cabeza, apenas— volvió a pronunciar palabras que partieron su mundo en dos.
—Tú me ayudarás a tener a Lyonel Sinclair en mis manos.
Las palabras fueron un golpe brutal, un martillo que derrumbó sus certezas. Aurora sintió que el suelo se resquebrajaba, que todo su ser se desmoronaba como un edificio hecho de ceniza arrastrado por el viento. Su pecho se agitó, buscó aire que no llegaba. ¿Lyonel? ¿Qué tenía que ver él en todo esto? ¿Qué buscaba el Rey del Infierno en un simple mortal? Su mente se convirtió en un torbellino de preguntas, de miedo y de negación. Y sin embargo, la voz le salió antes de que pudiera contenerla, arrastrada por la desesperación:
—¿Por qué… por qué él?
Lucifer dio un paso hacia adelante. Fue un solo movimiento, pero su presencia pareció llenar toda la sala, como si las paredes se hubieran encogido a su alrededor. La luz roja del balcón lo aureolaba, y por un instante Aurora pensó que veía a un dios antiguo resucitado. Su tono cambió: ya no era solo el del juez implacable, sino el de un poeta que recita un destino grabado en la piedra de los siglos.
—Hace muchos años… cuando aún ardía fresca la herida de mi caída, después de que el Creador me arrojara del cielo por mi rebelión, caminé siglos sobre la tierra. Vagué entre los hombres como sombra y como dios olvidado. Fui huésped de sus templos y espectro en sus desiertos. Vi nacer imperios que creyeron ser eternos, y los vi morir como bestias enfermas.
Hizo una pausa. Cerró los ojos, como si al narrar estuviera volviendo a caminar entre aquellas ruinas. El silencio se extendió, pesado, hasta que su voz volvió a alzarse, más grave aún:
—Y en uno de esos extravíos, cuando el tiempo dejó de ser tiempo y el espacio no obedecía a frontera alguna, mi conciencia fue arrastrada fuera de este mundo. Crucé un umbral invisible y hallé un lugar más allá de esta dimensión. Allí encontré a una anciana.
Aurora lo escuchaba con el corazón en un puño, los labios apretados para no dejar escapar un gemido.
—Estaba encorvada —continuó Lucifer—, con los ojos ciegos como mármol opaco y las uñas ensangrentadas, como si hubiera escarbado tumbas con sus propias manos. La miré con desprecio, con la intención de aplastarla, creyendo que era otra de las miserias de la tierra… pero entonces ocurrió. Sus ojos muertos se encendieron con un resplandor insoportable. Y con una voz que era viento y trueno me habló:
Lucifer levantó la barbilla, y su voz se volvió un eco, como si recitara la sentencia del universo mismo.
—Cuando la belleza que resiste a morir y la luz que ilumina a todos se conozcan, el destino chocará en un colapso donde ni el mismo Creador sabrá lo que pasará. Y entonces, la victoria del malvado dejará de ser ilusión.
Un murmullo de silencio llenó la habitación. Incluso el rugido lejano de los ríos de lava pareció apagarse, como si el infierno mismo quisiera escuchar. Aurora sintió que sus piernas se debilitaban. Un temblor la recorrió de pies a cabeza. No podía, no quería aceptar lo que acababa de escuchar. Con un esfuerzo casi doloroso, se obligó a hablar, aunque su voz salió como un susurro desesperado, al borde del llanto:
—¿Y cómo sabes… cómo sabes que Lyonel es esa luz? ¿Esa… luz de la profecía?
Lucifer se inclinó hacia ella, despacio, como un verdugo que disfruta del silencio previo a la sentencia, hasta que sus rostros quedaron a un palmo. Su sonrisa era fina, terrible, no de burla, sino de certeza absoluta, la certeza de quien ya ha contemplado el fin de todas las cosas. Sus ojos azules, profundos como un mar congelado, la perforaban con una intensidad insoportable. Aurora sintió que no tenía piel, que estaba desnuda ante él, reducida a huesos y temblores.
—Porque la anciana también me dijo —murmuró, con voz que parecía desgarrar la penumbra— que esa luz… provenía de mi propia oscuridad.
Aurora abrió los ojos de par en par. La frase se le incrustó en el pecho como un puñal helado. La sangre le pareció hielo en las venas. No lograba unir las piezas, no podía comprender cómo la luz y la oscuridad podían entrelazarse de esa manera. Balbuceó, incrédula, con la garganta seca:
—No… no entiendo… ¿qué… qué quieres decir?
Lucifer alzó la barbilla. El gesto era solemne, terrible, como si en ese instante no hablara solo un ángel caído, sino la memoria entera de su rebelión. Su voz descendió con la cadencia de un filósofo antiguo que revela un secreto prohibido, de un poeta que entrega su verdad al filo de la eternidad.
—Aurora… —dijo con gravedad— Lyonel Sinclair es descendiente mío.
Las palabras estallaron en su mente como un trueno. El corazón de Aurora golpeó con tal violencia que creyó que la habitación entera podía escuchar su latido. Su respiración se quebró; tuvo que llevarse una mano al pecho para no perder el equilibrio. Por un instante deseó, con desesperación, que todo fuese un engaño, un delirio del infierno, una trampa más de aquel demonio. Pero la calma implacable en los ojos de Lucifer no dejaba lugar a duda.
—Mientes… —susurró, apenas audiblemente, aunque no tenía la fuerza para sostener la acusación.
Lucifer ladeó la cabeza, y la sombra de su sonrisa se ensanchó, sin perder la solemnidad.
—¿Mentir? —repitió, con voz que retumbaba como campanas de hierro—. Yo no necesito mentiras. Las mentiras son armas de los débiles, y yo soy la verdad que el Creador temió ver florecer. Él lleva en su sangre el eco de mi rebelión, la chispa que nunca se apagó aunque la escondieran bajo generaciones de polvo.
Aurora sintió que las piernas le temblaban. Cada palabra era una piedra que la hundía más en el abismo.
Lucifer avanzó un paso, y su voz bajó aún más, grave como un trueno enterrado bajo tierra:
—Y cuando llegue el día en que la belleza eterna y esa luz perdida se encuentren, el destino no tendrá dueño. Ni el Creador en su trono vacío, ni yo en mi reino de fuego. Entonces, Aurora… —y aquí su voz se tornó casi íntima, un susurro que dolía como fuego contra el oído— allí se decidirá todo.
Aurora apartó la mirada, respirando agitadamente, como si necesitara huir pero sus pies estuvieran clavados al suelo.
—¿Todo…? —preguntó, con voz temblorosa— ¿Quieres decir… el fin del mundo?
Lucifer no respondió de inmediato. La observó, prolongando el silencio hasta que la duda se convirtió en tortura. Y entonces pronunció, con calma filosófica, con la dureza de un poeta que sabe que sus versos son sentencia:
—El fin de todo lo que conoces. O el inicio de algo que ni siquiera los cielos están preparados para aceptar.
Lucifer inclinó la cabeza con la lentitud de quien saborea una idea antes de soltarla, y sus ojos azules se abrieron hasta hacerse espejos fríos donde Aurora creyó ver reflejado su propio terror. La sala pareció comprimirse en torno a esas dos pupilas: todo ruido, todo rugido, se redujo a la respiración de la humana y al latido sordo de un destino que ya no le pertenecía. Dio un paso adelante, y la voz que brotó entonces no era ya un mandato sino una sentencia envuelta en metáfora, tan dulce y letal como el veneno servido en copa dorada.
—Debes obtener su corazón —dijo Lucifer, cada palabra medida como si cincelara la piedra del mundo—. No con daga, no con fuego directo; corrompe su luz. Si logras que la llama que arde en él cambie de rostro, su alma se convertirá en algo nuevo: un núcleo que, en el momento apropiado, explotará en la forma de aquello que necesitamos. Su pureza, retorcida; su amor, vuelto trampa. Serás tú la que lo metabolice, Aurora. Serás la herrera que funda su corazón hasta transformar su latido en arma.
El aire le faltó. Aquellas imágenes, dichas con la calma de quien recita un poema, resultaban más terribles por su belleza; Lucifer no describía una tortura, describía una alquimia del alma. Aurora quiso negar, retroceder con la simple fuerza de la negación, pero las palabras se le agolparon en la garganta como piedras. Un par de lágrimas —no muchas, apenas unas cuantas— se escaparon sin permiso y rodaron por sus mejillas. La verdad del gesto fue un fallo, algo que delató la fisura de su voluntad.
Lucifer notó la sal en su piel con la atención de un artesano que detecta imperfecciones. Se acercó, y el movimiento tuvo la suavidad de una caricia presentada como consuelo. Alzó la mano —la misma mano que había dirigido legiones y decretado destinos— y la posó contra su rostro. Sus dedos, fríos como la cera de una vela apagada, trazaron la línea de sus lágrimas y la apartaron con una ternura que sonaba como amenaza.
—No llores —murmuró, y su voz fue miel y acero a un tiempo—. No te pongas triste, pequeña. Sólo debes hacer esta pequeña cosa. Un gesto —dijo, y la palabra se contrajo en la sala como un contrato firmado—. O, si te resistes, torturaré a tu amado delante de ti hasta que su alma no quede para nada más que un pergamino arrugado. Lo haré por etapas, lenta enseñanza para tu corazón: le arrancaré lo que más atesora y te obligaré a ver cómo se deshace. ¿Crees que miento? ¿Crees que mis maneras no saben ser precisas y exquisitas en su crueldad?
Aurora dio un paso atrás, instintivamente, queriendo huir de la proximidad de aquella voz que era caricia y puñal. Sus piernas, sin embargo, no respondieron: la voluntad humana, decía la sala, se doblaba como un junco en la tormenta. Dantalion sólo la miraba; su rostro no se movía, pero en sus ojos ardía una constelación de furia contenida y cálculo. No habló. No porque no quisiera, sino porque sabía que en aquel lugar la palabra imprudente podía ser peor que un arma blandida.
Lucifer, con la serenidad de quien mueve piezas invisibles en un tablero eterno, extendió la mano hacia Aurora. Posó un único dedo sobre su frente, justo en el centro donde la fragilidad humana y la eternidad se encontraban. El gesto fue mínimo, casi delicado, pero llevaba consigo el peso de un decreto absoluto: el inicio de un nuevo pacto. Su voz, baja y solemne, no sonaba como una simple palabra, sino como una sentencia dictada tanto para la mujer temblorosa que lo recibía como para el demonio que guardaba silencio a su lado.
—Te daré más tiempo en la tierra —dijo—. Las ofrendas que debías entregar a Dantalion, esas atenciones que alimentaban vuestro pacto íntimo, ahora tendrán nuevo destinatario: a mí. Rinde a la nueva ley y te concederé días como reina entre los hombres. Recházame, y cada favor que pediste, cada suplica, será devuelto en eco tortuoso. Cumple mi decreto y vivirás para siempre como una soberana en la penumbra; no lo hagas, y tu amado conocerá cada pliegue de la agonía.
Las palabras se quedaron suspendidas en la habitación. Aurora oyó las sílabas como si alguien le las clavara una a una en la piel. Había algo hipócrita y magnífico en la oferta: la inmortalidad ofrecida como moneda, la traición al esposo presentada como noble sacrificio. En su interior, una parte humana quería gritar que nunca aceptaría, que preferiría morir antes de vender el alma de Lyonel. Otra parte, la parte que había firmado con un demonio por miedo a la muerte, calculaba velocidades: el precio, el beneficio, la escala de su propia supervivencia.
Entonces algo sucedió que ella no comprendió en el acto: la luz que rodeaba a Lucifer pareció concentrarse en un punto y, en un silencio que fue más absoluto que cualquier otro, Aurora sintió su propio ser desarmarse. No hubo fuego, no hubo voz que cantara. Fue como si una llama interna, alimentada por la voluntad del ángel caído, la atravesara: su conciencia se aflojó, la realidad se convirtió en un tejido que se soltaba por los bordes. Sintió calor y un desgarro a la vez; una sensación de transparencia que no era paz sino disolución.
En un parpadeo final, su cuerpo se disolvió en ruido de luz —no vegetal ni celestial, sino algo que parecía quemarse con la claridad del sol y al mismo tiempo arder como heridas de oro—. Su conciencia se plegó, y antes de que el mundo terminara de despegarse, creyó oír una voz que, muy lejos, le ofrecía la promesa de un reinado: vive como reina, repetía el eco, como una frase que renace en el fondo de las entrañas.
Y entonces la nada.
Cuando Aurora volvió a abrir los ojos, no estaba en la sala de Lucifer. El aire era otro; la luz, blanca y seca, la golpeó como un viento próximo al mediodía. Se hallaba en lo alto del campanario de la iglesia del pueblo, el frío de los ladrillos rozándole la espalda. Bajo ella, el mundo parecía disminuido: las casas modestas, los tejados, los senderos que se enroscaban entre huertos; un cielo azul claro, nítido y limpio, con nubes que flotaban perezosas como trozos de algodón. El ruido lejano era la vida: el balido de un animal, pasos en la calle, el rumor de una conversación.
Aurora intentó orientarse; la cabeza le dolía como si hubiera corrido sin aliento. Lo primero que vino a su mente —más inmediato que la claridad del cielo, más potente que la vista de la campiña— fue el nombre: Lyonel. Una imagen de su rostro, de su voz, de su manera de ser, la inundó con la violencia de una embestida. Su pecho se apretó; por un instante creyó que el mundo que la rodeaba se sostenía sólo por ese latido.
Se tocó la cara, buscando el rastro de las lágrimas, la huella de la mano de Lucifer. Sus dedos volvieron con sal en la piel; la memoria de la caricia fría, de la propuesta monstruosa, no la abandonaba. Aurora supo, con una certeza que no quería admitir, que algo había cambiado en ella: no era sólo el presente —el campanario, el pueblo— sino una pieza dentro de ella que ahora estaba marcada, como si alguien hubiera grabado un verso oscuro en lo más hondo de su alma.
Allí, bajo el cielo que olía a pan y a hierba, con la vista del mundo cotidiano extendiéndose a sus pies, Aurora comprendió la magnitud del abismo en que había quedado: Lucifer la había tocado, le había ofrecido un destino sellado con poesía y amenaza. Y en el centro de ese destino estaba Lyonel, su amado, cuyo corazón debía convertirse en la clave de la victoria.
Se quedó un largo rato sentada, las rodillas contra el pecho, mirando las nubes. No había respuesta fácil, no había un plan inmediato. Sólo una certeza que quemaba: el mundo que conocía se movía ahora en dos planos, y ella debía elegir —o había perdido ya la elección— si sería la forjadora de su propia traición o la víctima resignada de un diseño mayor.
La campana de la iglesia, al doblar en la lejanía, marcó la hora. Cada repique fue una gota que la devolvía poco a poco al presente. Aurora cerró los ojos un instante, y en la sombra interior que le dejó la caricia de Lucifer, el nombre de Lyonel se convirtió en una llama que no se atrevía a extinguir.
El tañido de la campana aún vibraba en los huesos de Aurora cuando el mundo comenzó a cambiar de textura. El azul diáfano del cielo y el murmullo del pueblo se deshicieron en un eco lejano, como si la realidad fuese un río que se bifurcaba. Allí donde su mente repetía el nombre de Lyonel, la imagen de él fue tomando cuerpo; su rostro apareció primero como un recuerdo, y luego como una presencia viva. Y así, entre el repique de bronce y la punzada de su nostalgia, la escena se desplazó suavemente hacia otro lugar: el despacho de Lyonel Sinclair, donde la sangre y el dolor reemplazaban al aroma del pan y de las nubes.
Lyonel mordía una correa de cuero para no gritar. El sudor le perlaba la frente, la camisa blanca estaba manchada de rojo, y con torpeza guiaba la aguja sobre la carne abierta de su muslo: la herida que le había dejado Vincenzo en el duelo. La puerta estaba entreabierta, y desde el pasillo podía escucharse el leve jadeo con que reprimía el dolor.
En la sala de estar, Sophia aguardaba sentada, los pies colgando del sillón y el rostro encogido en preocupación. Miraba hacia la puerta cerrada del despacho como si cada segundo le pesara. Fue entonces cuando apareció Eliza, ligera, con paso rápido y el ceño fruncido.
—Rose… ¿qué haces aquí sola? —preguntó con ternura en la voz, aunque su mirada se endureció al notar la inquietud de la niña—. ¿Sabes dónde está Lyonel? Voy a coser la herida de ese idiota.
Sophia abrió la boca para responder, pero no tuvo tiempo. Un gemido sofocado se escapó del interior del despacho, apenas audible, pero suficiente para hacer palidecer a Eliza. La niña, nerviosa, levantó la mano y señaló con el dedo.
—Está ahí… —susurró—. Me dijo que me quedara aquí, esperándolo… que él mismo iba a coserse la herida.
—¿Qué? —Eliza se llevó la mano al pecho, incrédula—. ¿Lyonel dijo qué…?
No esperó más. Corrió hacia el despacho y abrió de golpe la puerta. La escena que se encontró la heló: Lyonel, con el muslo cubierto de sangre, apretaba con firmeza la aguja contra su piel, hilando carne y piel entre temblores de dolor.
—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó Eliza, con la voz quebrada entre rabia y susto.
Él levantó la mirada, con la mandíbula tensa, y masculló entre dientes:
—Cosiendo… mi herida.
Eliza corrió hacia él, apartando la aguja de sus manos con un gesto brusco.
—¡Basta! ¡Detente ahora mismo! —ordenó, y sus ojos azules brillaban con una mezcla de furia y angustia—. Esa no es tu tarea, Lyonel. Esa herida puede infectarse, puede cerrarse mal… déjamelo a mí.
Lyonel intentó replicar, aún con la respiración entrecortada.
—Lo sé… pero puedo hacerlo.
—¡No! —lo interrumpió, inclinándose hacia él con una firmeza que no admitía respuesta—. No lo entiendes. Puedo perderte si esto se agrava.
Sus manos, ágiles y seguras, empezaron a limpiar la sangre que manaba a borbotones. Eliza sostenía el paño con fuerza, presionando la herida, y el olor metálico se mezclaba con el perfume ligero de su piel. Lyonel, sentado, la observaba en silencio, sin poder apartar la mirada de su rostro inclinado sobre él. Vio de cerca el brillo dorado de su cabello, la serenidad feroz en sus ojos celestes, la suavidad de su piel clara, la delicadeza de sus labios rosados, y el batir leve de sus pestañas largas.
El corazón de Lyonel latía con fuerza. No podía comprender cómo, después de todo lo ocurrido, ella seguía preocupándose tanto por él. Su garganta se cerró, y, casi sin pensarlo, alzó la mano. Sus dedos alcanzaron los de Eliza, que estaban manchados de sangre, y los detuvo suavemente.
—Eliza… —susurró, con la voz ronca, cargada de algo que él mismo no lograba entender.
Lyonel sostuvo la mano de Eliza un instante más de lo que debía, como si al hacerlo pudiera detener el tiempo. Sus dedos se aferraban a los suyos con la fuerza de alguien que temía perder aquello que hasta ahora no había sabido valorar. Alzó lentamente la mirada, y entonces sus ojos se encontraron. Fue un choque profundo, inmenso, como si todo alrededor desapareciera de golpe: el dolor de su pierna, el recuerdo del duelo con Vincenzo, incluso el repique lejano de la campana del pueblo. Nada existía, salvo ellos dos, atrapados en una proximidad que era tan peligrosa como inevitable.
Eliza titubeó, desconcertada. La intensidad de esa mirada la atravesaba, desnudándola de toda defensa. No comprendía qué estaba sucediendo, no sabía por qué su corazón latía con tanta fuerza, por qué sus mejillas ardían de pronto. Quiso apartar los ojos, pero no pudo. Fue Lyonel quien rompió el silencio, con la voz ronca, quebrada por el dolor pero firme como nunca antes.
—Perdón, Eliza… —murmuró, bajando un poco la cabeza—. Perdóname por ser un idiota contigo.
Ella reaccionó de inmediato, bajando la vista hacia la herida que aún manaba sangre. Fingió concentrarse en limpiar el rojo que teñía la tela, como si así pudiera escapar de esas palabras que se clavaban más que cualquier cuchillada.
—Si a alguien debes pedirle perdón… —replicó con voz baja, casi entre dientes— es a Vincenzo. Tú fuiste quien le rompió la nariz.
Intentó apartarse, pero Lyonel apretó su mano con más fuerza. Esta vez no era solo necesidad física: era una súplica, un grito contenido en un gesto.
—No… —dijo con voz grave, cargada de una emoción que le temblaba en la garganta—. Perdón por nunca haber sido claro con mis sentimientos.
Eliza levantó los ojos, confundida, frunciendo apenas el ceño.
—¿De qué hablas, Lyonel?
Él respiró hondo, y en esa inhalación llevaba años de silencio acumulado. Sentía que cada palabra sería un desgarro, pero también que ya no podía seguir callando.
—Siempre lo supe… —dijo, tragando saliva— siempre supe que estabas enamorada de mí. Pero yo… yo nunca entendí lo que sentía. No lo veía, no lo aceptaba… hasta que lo tuve frente a los ojos. Hasta que vi cómo podías perderte en la mirada de otro, cómo podías sonreírle a él. Cada vez que reías con Vincenzo, cada vez que compartían historias, cada vez que tus ojos buscaban los suyos… me dolía el pecho, Eliza. —Se interrumpió, la voz se le quebró—. Era como si una daga me atravesara, porque sentí que podían apartarte de mi lado.
Eliza lo miraba sin saber qué responder. Sus labios temblaban, incapaces de dar forma a palabra alguna. Lyonel no apartó la mirada, no soltó su mano.
—Eliza… —susurró, con una franqueza que lo dejaba expuesto— no quiero perderte.
Y entonces ocurrió. No esperó respuesta, no pidió permiso. Se inclinó hacia ella y la besó. Fue un beso profundo, desesperado, pero al mismo tiempo apasionado y sincero, como si en él se liberara todo lo que había estado guardando durante años. No fue torpe ni vacilante: fue una confesión hecha de labios y de aliento, un estallido del corazón de Lyonel que hablaba más que cualquier discurso.
Eliza se quedó inmóvil al principio, sorprendida por la intensidad, por la repentina verdad que se volcaba sobre ella. Pero cuando se separaron, apenas unos segundos después, ambos volvieron a mirarse a los ojos, y el mundo volvió a desvanecerse alrededor.
Eliza tenía los labios entreabiertos, el rostro encendido, las manos aún manchadas de sangre.
—Lyonel… —murmuró con un hilo de voz— no esperaba que… hicieras eso.
Él se incorporó con esfuerzo, sin soltarla, y la levantó consigo, como si al hacerlo quisiera arrastrarla hacia su mundo, impedir que volviera a alejarse de él. La sostuvo con firmeza, y sus ojos brillaban como no lo habían hecho jamás.
—Eliza —dijo con voz clara, aunque temblorosa—. Estoy enamorado de ti. Y aunque nunca supe manejar lo que sentía, aunque fui torpe, aunque me escondí detrás de la máscara del orgullo… quiero que estés conmigo. No como amiga, no como recuerdo: contigo, a mi lado.
Eliza lo miró en silencio. Sus labios temblaban, sus ojos celestes brillaban con lágrimas contenidas. Y de pronto, sin palabras, fue ella quien se inclinó y lo besó.
Ese beso fue diferente: no fue sorpresa, no fue arrebato. Fue respuesta. Fue aceptación. Fue el reconocimiento de que, pese a todo lo vivido, pese a las heridas y las dudas, lo elegía. Que quería estar con él.
Y en ese instante, la herida, la sangre, los duelos y las sombras se desvanecieron. Sólo quedaron dos almas que, al fin, se reconocían y se abrazaban en un mismo latido.
Después de ese beso que parecía haberles arrancado de golpe los fantasmas del día, Lyonel y Eliza se quedaron inmóviles, mirándose como si no supieran regresar todavía al mundo real. Sus respiraciones estaban entrecortadas, los labios aún temblaban por el contacto, y las mejillas ardían con un calor que no era sólo el de la herida ni el de la chimenea cercana. Fue Eliza quien rompió el hechizo, dejando escapar una risa ligera, un sonido breve y sincero, como un suspiro liberado después de demasiado tiempo contenido. Lyonel la imitó, aunque la suya fue más baja, entre dientes, mientras el sudor perlaba todavía su frente.
—Perdón… —murmuró, levantando la mano ensangrentada y tocándose la frente con un gesto torpe—. Te he llenado la cara de sangre.
Eliza sonrió, y sus ojos celestes brillaron con una ternura que suavizó hasta la tensión del momento.
—En este momento, eso no me importa. —Se inclinó hacia él y depositó pequeños besos en sus labios, apenas rozándolos, como si quisiera confirmar que seguían allí, vivos—. Lo único que quiero es que te calles un poco y me dejes curar bien tu herida.
Lyonel soltó una carcajada suave, cerrando los ojos para saborear la dulzura inesperada de esas palabras.
—Sí, está bien… aunque —se llevó una mano al muslo y fingió un gesto de dolor exagerado— no sabes cómo me duele ahora.
Eliza bufó con una risa, divertida y exasperada a la vez. Le dio un golpecito en el hombro con la mano libre.
—Idiota.
Y en ese instante, el aire de la habitación cambió. El filo de la tensión que había cortado la casa durante el duelo se desvaneció. Lo que quedó fue un calor nuevo, íntimo, casi hogareño, como si entre ambos hubieran conjurado una tregua invisible.
Horas después, la mansión respiraba en un silencio distinto, más sosegado. El viento que corría por los corredores se mezclaba con el crujido ocasional de la madera, y en el salón principal la escena parecía sacada de un recuerdo que Sophia atesoraría toda su vida. Lyonel había logrado bañarse, cambiar sus ropas y cubrirse con una camisa blanca impecable que destacaba aún más el azul sereno de sus ojos. Eliza también se había vestido con un atuendo fresco y ligero, el cabello peinado con cuidado.
Sophia estaba sentada en su regazo, muy quieta, con las piernas colgando en el aire, mientras Lyonel leía en voz alta un ejemplar de Evenings at Home. Su voz, grave y pausada, llenaba el espacio con una cadencia solemne que convertía cada frase en un relato mayor, como si las palabras del libro tuvieran un peso distinto al pasar por su garganta. Sophia lo miraba con devoción, con la atención total de una niña que aún no conocía la ironía ni el engaño. Eliza, acariciándole distraídamente los cabellos, sonreía al ver cómo la pequeña se dejaba envolver por la historia.
Pero la armonía se quebró de repente. Desde la escalera de los huéspedes se escuchó el golpeteo áspero de unas maletas arrastrándose. El sonido resonó como un aviso anticipado de tormenta. Vincenzo apareció en el rellano, con el gesto duro, los ojos oscuros fijos en Eliza, y bajó despacio los peldaños, cada paso más pesado que el anterior. Cuando llegó al pie de la escalera, dejó las maletas a su lado y habló. Su voz cargaba desdén, pero también un tono amargo que parecía más herida que ofensa.
—Adiós, Eliza. —La frase cayó como un juicio—. Ojalá no te arrepientas de estar con un tipo como este.
Lyonel alzó apenas la vista del libro, y la sonrisa que se dibujó en sus labios fue tan serena que resultaba provocación pura. No se levantó, ni alzó la voz; no lo necesitaba.
—Serpente schifoso! —escupió Vincenzo, con un veneno que atravesaba la lengua italiana, los ojos encendidos de furia.
La respuesta de Lyonel fue inmediata, pronunciada con calma y un brillo de triunfo en la mirada:
—Meglio un serpente che un cane vigliacco come te.
Eliza no pudo evitarlo: se llevó la mano a la boca para contener una risa, aunque un brillo travieso en sus ojos la delató. Vincenzo apretó los dientes con rabia impotente, recogió las maletas y salió de la mansión dando zancadas duras, hasta que el portazo resonó como un trueno contra los muros de piedra.
Eliza lo siguió con la mirada hasta que desapareció y, aún con la sonrisa en los labios, giró hacia Lyonel.
—¿Desde cuándo sabes italiano? —preguntó, divertida, con las cejas arqueadas.
Lyonel cerró el libro con parsimonia, como si nada hubiera pasado, y le devolvió la mirada con una chispa en los ojos.
—Sé un poco de todo —respondió con un encogimiento de hombros, fingiendo modestia, aunque su sonrisa delataba orgullo.
Eliza negó suavemente con la cabeza, todavía riéndose, mientras Sophia lo miraba con los ojos grandes, como si acabara de descubrir que aquel hombre al que admiraba escondía secretos fascinantes que lo hacían aún más grande a sus ojos.