Jasmim y Jade son gemelas idénticas, pero separadas desde su nacimiento por un oscuro acuerdo entre sus padres: cada una crecería con uno de ellos en mundos opuestos. Mientras Jasmim fue criada con sencillez en un barrio modesto de Belo Horizonte, Jade creció rodeada de lujo en Italia, mimada por su padre, Alessandro Moretti, un hombre poderoso y temido.
A pesar de la distancia, Jasmim siempre supo quiénes eran su hermana y su padre, pero el contacto limitado a videollamadas frías y esporádicas dejó claro que nunca sería realmente aceptada. Jade, por su parte, siente vergüenza de su madre y su hermana, considerándolas bastardas ignorantes y un recordatorio de sus humildes orígenes que tanto desea borrar.
Cuando Marlene, la madre de las gemelas, muere repentinamente, Jasmim debe viajar a Italia para vivir con el padre que nunca conoció en persona. Es entonces cuando Jade ve la oportunidad perfecta para librarse de un matrimonio arreglado con Dimitri Volkov, el pakhan de la mafia rusa: obligar a Jasmim a casarse en su lugar.
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Capítulo 17
La noche cayó sobre Milán como un manto espeso de sombras, y el cielo nublado parecía reflejar la tempestad que Dimitri Volkov cargaba dentro del pecho. El hombre más temido de la mafia rusa en Italia caminaba de un lado a otro en la habitación de su hotel, a pasos pesados que hacían eco y crujidos en el piso de madera antigua. Cada vez que se acordaba de los ojos de ella —aquellos ojos verdes chispeando coraje y furia—, un calor desconocido quemaba en su pecho como si el alcohol más fuerte estuviera corriendo por sus venas.
Se detuvo frente al gran espejo que reflejaba su figura alta e imponente, aún vistiendo el sobretodo negro. Pasó la mano por los cabellos oscuros, despeinándolos. La mandíbula le latía. Su reflejo parecía burlarse de él: Dimitri, el predador frío, el hombre que arrancaba miedo hasta de los más crueles, ahora perturbado por una chica que debería ser apenas otra pieza en su juego.
“Ella debería haber llorado… debería haber implorado…”, pensaba, rechinando los dientes mientras revivía cada segundo en la capilla. Pero en vez de sumisión, encontró osadía. En vez de pavor, determinación. El recuerdo de aquella mirada —tan firme, tan llena de vida— latía en su mente como un tambor insoportable.
Arrojó el abrigo sobre el sillón, aflojó la corbata con un tirón y se sentó en la orilla de la cama. Intentó enfocarse en otras cosas: en las planillas de lucros ilegales, en los contratos de armas, en las rutas de tráfico que necesitaba reorganizar. Pero nada funcionaba. Todo lo que veía era la silueta de ella subiendo las escaleras de la capilla, la postura altiva, los labios que temblaban de rabia y no de miedo.
Un ruido suave interrumpió sus pensamientos. Era Cassandra, saliendo del baño anexo apenas con una bata de seda negra entreabierta, revelando cada curva como una promesa indecente. Ella caminó hasta él con pasos felinos, las piernas largas centelleando bajo la luz amarillenta de la habitación. Cuando se detuvo frente a él, tiró del lazo de la bata y la dejó caer, exponiendo el cuerpo escultural como una oferta silenciosa.
—Estás tenso, pakanm —susurró, la voz ronca, pasando las manos por los hombros de él con suavidad ensayada— deja que yo me ocupe de eso para ti…
Ella se inclinó para besarlo, presionando el cuerpo desnudo contra el de él, pero Dimitri no se movió. Sus ojos permanecían fijos en un punto invisible en el suelo, como si Cassandra ni siquiera estuviera allí. Ella intentó nuevamente, subiendo en el regazo de él y rozando los labios en su cuello, pero él siquiera la tocó.
—Dimitri… —ella llamó, la voz ganando una nota de irritación— ¿me estás escuchando?
Él alzó lentamente los ojos, grises como acero, pero distantes. Un brillo sombrío chispeó en sus iris. Cassandra sonrió, creyendo haber capturado su atención, y deslizó la mano para dentro de la camisa de él, arañando levemente su pecho.
—No. —Su voz salió fría como la muerte. En un movimiento brusco, él la apartó, levantándose de la cama como un huracán a punto de devastar todo en su camino.
Cassandra cayó sentada, desnuda y confusa, con la frustración pintando su rostro. Dimitri caminó hasta la ventana, abrió las cortinas y encaró la ciudad iluminada. Los reflejos de las luces de Milán temblaban en sus ojos, pero en su mente, la única imagen fija era el rostro de ella —de Jasmín— con aquella mirada que lo desafiaba sin palabras.
Un silencio tenso llenó la habitación. Cassandra se levantó, tomó la bata y la vistió con movimientos agresivos, golpeando los pies en el suelo como una niña contrariada.
—Es aquella bastarda, ¿no es así? —disparó, la voz cortante— ¡no la sacas de la cabeza! ¿Me vas a cambiar por una zorra sin experiencia? ¿Por qué, Dimitri? ¿Solo porque ella tiene aquella mirada de santa? ¿Porque ella te hace sentir… humano?
Él se giró tan rápido que Cassandra se estremeció. Sus ojos eran dos agujeros negros, consumiendo todo alrededor. Pero había algo más allí: sorpresa. Un hombre como él, acostumbrado a mujeres que imploraban por su atención, jamás esperaría ser confrontado por alguien que lo miraba a los ojos y le escupía verdades. Esa mezcla de odio y fascinación lo corroía.
—Cállate, Cassandra —él dijo en un tono que hacía el aire de la habitación volverse pesado— o yo mismo te voy a callar.
Ella abrió la boca para replicar, pero el sonido murió en la garganta. Dimitri tomó el abrigo, la llave del coche y salió de la habitación sin más una palabra, dejándola sola, despeinada y furiosa. El eco de los pasos de él por el corredor del hotel parecía anunciar una guerra a punto de comenzar.
En el estacionamiento, el viento frío cortó el rostro de él, pero no lo despertó del torbellino que lo consumía. Entró en su coche, encendió el motor y aceleró por las calles nocturnas de Milán como si pudiera huir de los pensamientos que lo asombraban. Cada esquina que cruzaba, cada semáforo que sobrepasaba, veía flashes de la imagen de ella: la barbilla erguida, los ojos ardiendo de coraje, la boca temblando no de miedo, sino de indignación.
Él golpeó el volante, el cuero crujiendo bajo su fuerza. No conseguía entender. Ninguna mujer jamás osara enfrentarlo de aquel modo —y mucho menos con tanta sinceridad. La mayoría se arrodillaba, se callaba, se rendía. Pero Jasmín no. Ella escupió sus verdades, expuso su arrogancia, y aquello tenía más poder que cualquier arma.
El coche se deslizaba veloz por las avenidas iluminadas. Su corazón, que acostumbraba a latir lento como un metrónomo controlado, ahora palpitaba en ritmos desordenados. Cada recuerdo de la mirada de ella alimentaba un deseo peligroso: quería quebrarla… pero también quería verla mantener aquella llama. Quería destruirla… pero también no soportaba la idea de verla subyugada como todas las otras.
En aquel momento, Dimitri comprendió algo que jamás confesaría ni para sí mismo: la fragilidad aparente de Jade era apenas la cáscara de una fuerza que él no conseguía controlar —y que, por eso mismo, lo atraía como nada antes.
Cuando finalmente se detuvo frente a su mansión en los alrededores de Milán, salió del coche y quedó mirando para el portón alto de hierro. El viento sacudía los árboles, y las luces del jardín lanzaban sombras inquietas sobre el suelo de piedra. El lugar, que siempre le pareciera seguro e impenetrable, ahora parecía sofocante.
Él pasó las manos por el rostro, intentando apagar aquella imagen —pero la determinación en los ojos de ella estaba grabada en su mente como hierro en brasa.
Y por primera vez en muchos años, Dimitri Volkov sintió miedo. No miedo de perder poder o dinero, sino de perder el control sobre algo que él jamás imaginó querer controlar: el propio corazón.