Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 15
Abril
Me desperté cuando escuché voces y los ruidos de los animales. Por un segundo no supe dónde estaba, hasta que recordé que llevaba apenas unas horas viviendo en la casa de León… por un año.
Me estiré en la cama. Había dormido sorprendentemente bien. Miré el reloj: 9:30 a.m. Para ser mi primer día allí, era un logro no despertar con ansiedad.
Por alguna razón, salir en pijama no me generó el más mínimo pudor. Algo extraño, considerando que en la casa de mi padre respirar muy fuerte ya era considerado una falta de protocolo.
Bajé las escaleras y observé la casa con más claridad. No era tan pequeña como Mateo me había hecho creer; más bien estaba organizada de forma práctica, adaptada a las necesidades de León. Mateo y su manía de minimizar todo lo que no fuera suyo… típico.
Llegué a la cocina y ahí estaba la señora Elvira. Al verme, sonrió con ese amor que solo dan los afectos que se construyen al calor de los años.
—Buenos días, mi niña. ¿Pudiste dormir? —preguntó con la voz más dulce del mundo.
—Sí, señora Elvira. Dormí muy bien —respondí sonriéndole—. ¿Y usted cómo amaneció?
—Dormí de maravilla, hija —dijo mientras se disculpaba por el ruido de la madrugada—. ¿Qué quieres de desayunito? Tengo huevos, fruta, café, pancakes, arepitas, quesito, jugo…
—Huevos, fruta, café y pancakes están perfectos.
Justo en ese momento entró León desde la parte exterior. Traía las mangas de su camisa blanca arremangadas, un par de hojas en la mano y el cabello despeinado… ese despeinado que parece diseñado por arquitectos suizos.
—¿Ya desayunaste? —me preguntó, como si realmente le importara mi nutrición.
—Todavía no.
—Desayuna y hablamos —respondió con ese tono mandón que ya me tenía harta… y extrañamente entretenida.
Antes de que pudiera replicar, entró otro hombre por la puerta del patio. Yo llevaba mi pijama más corta. Perfecto. Maravilloso. Qué buen comienzo.
—Mauro, espérame ahí —ordenó León al verlo, y salió de inmediato.
Sentí mi alma abandonar mi cuerpo.
La señora Elvira rió suavemente.
—Tranquila, tesoro. En esta casa solo entran León, Amalia, mi sobrina, Mauro y yo. Además, los vidrios están diseñados para ver de adentro hacia afuera, no al revés. Nadie te vio.
Me relajé un poco. Comencé a desayunar y justo en ese momento entró una muchacha de cabello negro y liso. Me miró de arriba abajo con una mezcla de curiosidad y… ¿desprecio? ¿Acaso ya tenía mi propio club de fans?
—Ella es mi sobrina, Amalia —dijo Elvira—. Amalia, ella es la esposa del patrón León.
Amalia me saludó con una formalidad exagerada.
—Mucho gusto.
—Mucho gusto —respondí igual de formal.
—Tú la ayudarás en lo que necesite, como la limpieza de su habitación —aclaró Elvira.
—Sí, señora. Permiso, patrona —dijo Amalia.
"Patrona". Ah bueno. Diez años más encima de inmediato.
Elvira continuó hablando conmigo:
—Ella es como una hermana para León y Mateo.
—Ah… —respondí, aunque lo que pensé fue: Hermana mis polainas. Así no veo yo a mis primos.
Minutos después, León entró nuevamente a la cocina. Las marcas de mis uñas seguían allí, bien visibles en su antebrazo. No me disculpé. Después de todo, él me había estado molestando desde que lo conocí.
Terminé de desayunar, subí a bañarme y arreglarme, y luego bajé a buscarlo. Estaba sentado revisando papeles.
—Tenemos que ir a ver lo que tu padre te dejó —me dijo sin levantar la vista—. Hay que hablar de cómo vas a hacer producir la tierra para pagarme mi parte.
Esa frase me atravesó, pero asentí. Era la realidad.
Subimos a la camioneta y él condujo en silencio. Su silencio nunca era incómodo; se sentía calculado, como si siempre estuviera analizando todo.
Cuando llegamos a la finca de mi padre, casi no la reconocí. El pasto ya no estaba amarillo ni muerto. Había vida. Había trabajo. Había… esperanza.
Me alegró más de lo que quise admitir. León estaba cumpliendo su parte del trato, y no podía negarlo: hablaba bien de él.
—¿Qué quieres hacer con la casa? —preguntó mientras observaba el panorama cruzado de brazos.
Me dolió, pero lo sabía desde el primer día.
—La voy a derribar —respondí segura—. Es lo mejor.
Él asintió sin sorprenderse.
—¿Cuánto tiempo te tomará recuperar el dinero? —pregunté.
—Depende de lo que la tierra pueda producir ahora que se está recuperando —respondió con honestidad.
Lo miré. Pensé. Y decidí.
—Toma el 90% de lo que produzca la finca como pago. Necesito el 10% para mis gastos.
Me analizó unos segundos. Luego dijo:
—Está bien.
Y por primera vez desde que lo conocí, me pareció que respetaba mi decisión.