El Traidor

La mañana llegó demasiado rápido, arrastrando consigo el momento que ambos habían estado esperando, o más bien, el momento que ninguno de los dos podía evitar.

Rómulo ajustó el cuello de su camisa, pero la tela se sentía más ajustada de lo habitual, como si el peso de su decisión también se reflejara en cada costura.

—Romy, date prisa.

La voz de Margarita lo sacó de su ensimismamiento, su tono calmado, pero firme, como si nada en la escena estuviera fuera de lugar.

—Ya llegó el registrador civil a la casa de los León.

Margarita se aseguraba de que Rómulo luciera perfecto para la ocasión, pero no demostraba ni un atisbo de que sabía la desazón que él sentía en ese momento, porque al final del día, ¿qué podía decirle?

Era su propia elección la que lo había llevado hasta aquí y su propia renuncia, así como su determinación de seguir adelante sin Natalia.

Y aunque lo conocía bien, y sabía que cada fibra en su cuerpo se resistía a esto, Margarita no podía permitirse cuestionarlo. Porque al final de cuentas, de todas las mujeres en el país, Rómulo había elegido enamorarse de la que más odiaba Carmelo Carmona y eso, por más cruel que fuera, desde el principio estaba condenado.

El auto avanzaba por la carretera, envuelto en un silencio densamente tenso, Margarita mantenía la mirada fija en la ventana, como si observar el paisaje pudiera distraerla del ambiente opresivo dentro del vehículo.

Rómulo ajustó el cuello de su camisa, pero el movimiento no le alivió la sensación de ahogo y Carmelo solo los observaba con un poco de diversión.

El aire se sentía más pesado a medida que avanzaban y cada segundo era una presión muda sobre los hombros de Rómulo, cuando llegaron a su destino, Margarita sintió que algo no estaba bien antes de que Carmelo hablara.

—Bájate. —dijo, sin mirarla siquiera—. Necesito hablar con mi hijo.

El tono no admitía cuestionamientos.

Margarita se tensó, pero obedeció sin protestar, porque con Carmelo, obedecer era la única opción segura.

Al quedarse solos, el hombre cambió su expresión y la imagen del padre amoroso y calculador desapareció como si nunca hubiera existido.

En su lugar, había una crueldad helada que se apoderó de sus facciones.

—Ahora entiendo por qué no permitías que me acercara a Natalia.

Rómulo se tensó al escuchar su nombre.

—Era porque querías ser el primero en probarla.

Las palabras tan cínicas de su padre lo dejaron sin habla y el aire dentro del vehículo pareció irse de repente. Carmelo mantuvo su mirada fija en él, estudiando cada reacción con un deleite retorcido, luego, sin inmutarse, añadió, con calma insoportable:

—Lo comprendo, eres hombre, y ella es una chica muy linda, pero descuida que no pienso tocarla.

Hizo una pausa.

—Porque no me gustan las sobras de mis hijos.

Rómulo apretó los puños, pero antes de que pudiera reaccionar, Carmelo se inclinó levemente, dejando caer la amenaza con la misma frialdad con la que cerraba negocios.

—Pero si no te comportas y vuelves a ser cercano a ella…

Su tono se volvió aún más cruel.

—Te aseguro que ella lo va a pagar muy caro.

Una sonrisa apenas perceptible.

—Porque puede que no sea yo.

Su mirada se oscureció.

—Pero no soy el único hombre en la casa presidencial.

Rómulo contuvo la respiración, porque entendió exactamente lo que su padre quería decir.

Karin y las dos empleadas trabajaron con precisión, asegurándose de que cada detalle estuviera impecable.

El traje ejecutivo de color crema enfatizaba los ojos grises de Katherine, su imagen era pulcra, calculada, perfectamente acorde al papel que debía interpretar.

Cuando Karin dio un paso atrás para evaluar el resultado, su mirada se llenó de aprobación fría.

—Lista. Te ves bien.

Las palabras fueron directas, sin adornos innecesarios. Katherine asintió levemente, pero antes de moverse, murmuró con voz baja, como si quisiera aferrarse a unos minutos más de control sobre sí misma.

—Dame un par de minutos.

Karin la observó en silencio, pero su paciencia tenía límites.

—Ya llegó el registrador civil y están esperando por ti.

Las empleadas se movieron con rapidez, reuniendo los documentos, ajustando los últimos detalles. El registrador civil acababa de llegar, y debían darse prisa para registrar el matrimonio antes de la ceremonia de la tarde.  No había margen para dudas, ni espacio para segundos pensamientos. Todo estaba en marcha, y solo quedaba avanzar.

—Supongo que al mal paso hay que darle prisa.

El tono resignado de Katherine no ocultaba la tensión en su voz y cuando entró al salón, todos los presentes se giraron para verla, pero Rómulo fue el único que la observó realmente. A pesar de que las palabras de su padre aún ardían en su mente, por un instante, se olvidó de todo.

Su mirada se posó en ella, sin intención ni cálculo, y en ese momento, admitió lo inevitable, era hermosa, más de lo que había querido aceptar y de lo que se había permitido notar.

Tragó en seco, sintiendo una incomodidad inesperada al reconocerse en ese pensamiento, preguntándose qué le pasaba porque ella no debía gustarle, ni parecerle atractiva, mucho menos despertar en él ningún tipo de reacción.

Después de todo, su matrimonio no era real, solo estaría casado con ella por tres años, sin embargo, cuando ella se acercó, y sus ojos grises lo atravesaron con una calma impenetrable, Rómulo extendió el brazo casi por instinto, conduciéndola hasta la mesa dispuesta para celebrar la boda civil.

Katherine sintió la firmeza de su agarre, y por un segundo, la confusión se reflejó en sus ojos.

—Qué caballeroso. —murmuró, apenas audible, con un tono más seco de lo que pretendía.

—No más de lo necesario. —respondió él, pero su voz no tenía la misma seguridad de siempre.

Ambos mantuvieron el contacto fugazmente, pero fue Katherine quien apartó la mirada primero. Cuando tomaron asiento, Rómulo ajustó el cuello de su camisa, pero la tela lo apretaba más de lo normal.

Katherine entrecruzó los dedos sobre su regazo, con los labios apretados en un gesto de nerviosismo mal disimulado.

El registrador civil revisó los documentos, y aunque su voz sonaba tranquila y profesional, cada palabra que pronunciaba caía como un peso sobre sus hombros.

La ceremonia no tenía adornos, ni público, solo ellos, sus padres y un contrato que los unía por obligación más que por deseo.

Cuando Rómulo tomó la pluma, miró el espacio en blanco frente a él, sintiendo que, al escribir su nombre en ese documento, estaba sellando una vida que aún no sabía cómo manejar.

—Es solo una firma, ¿verdad? —dijo, con una sonrisa tensa.

Katherine lo miró fugazmente, pero algo en su expresión le impidió responder. El sonido de la tinta impregnando el papel fue más definitivo de lo que esperaba.

Cuando llegó su turno, respiró profundo, intentando controlar la incertidumbre en su pecho, su mano tembló ligeramente, pero finalmente, la tinta selló el acuerdo.

Ya estaba hecho y cuando todo terminó, se miraron fugazmente, como si intentaran descifrar el peso de lo que acababa de suceder.

—Bueno… —murmuró Katherine, pero no encontró qué añadir después de esa única palabra.

Rómulo soltó un leve suspiro, como si algo dentro de él también pesara más de lo esperado.

Ninguno de los dos sonrió, porque, aunque la boda civil había sido rápida y sencilla, el matrimonio que ahora existía entre ellos era todo menos simple, y aún quedaba la ceremonia de la tarde.

Cuando la firma terminó, y el contrato quedó sellado, y el peso del compromiso ya no podía evitarse, Rómulo y Katherine se separaron para prepararse para la ceremonia de la tarde.

Él debía ir al lugar donde se celebraría la boda para cambiarse al traje de novio, mientras que ella debía ponerse su vestido de novia.

Pero antes de que se marchara, sus manos se encontraron por un par de segundos, como si ninguno supiera cómo despedirse correctamente en esta nueva realidad.

—Nos vemos más tarde. —dijo Rómulo, con un tono que delataba su incomodidad.

Katherine soltó una ligera exhalación, y luego respondió sin pensar demasiado.

—Sí… a menos que decida a última hora huir y dejarte plantado.

Las palabras salieron antes de poder detenerlas, y apenas las terminó, se ruborizó al darse cuenta de lo desafortunado del comentario.

Pero en lugar de fastidiar a Rómulo, este soltó una carcajada sincera, rompiendo por un instante la tensión opresiva que había entre ellos, porque acababa de descubrir algo y era que cuando Katherine estaba nerviosa, su humor negro emergía y por alguna razón, esa parte de ella comenzaba a parecerle interesante.

Ella no era solo fría, calculadora y resignada, también tenía esa ironía mordaz, y esa chispa inesperada que, en medio de todo, le dio una fracción de ligereza a su propia angustia.

Cuando se separaron, el peso del día seguía sobre sus hombros, pero ahora, había algo más flotando en el aire y ninguno de los dos lo entendía completamente.