María, una joven viuda de 28 años, cuya belleza física le ha traído más desgracias que alegrías. Contexto: María proviene de una familia humilde, pero siempre fue considerada la chica más hermosa de su pueblo. Cuando era adolescente, se casó con Rodrigo, un hombre adinerado mucho mayor que ella, quien la sacó de la pobreza pero a cambio la sometía a constantes abusos físicos y psicológicos. Trama: Tras la muerte de Rodrigo, María se encuentra sola, sin recursos y con un hijo pequeño llamado Zabdiel a su cargo. Se ve obligada a vivir en una precaria vivienda hecha de hojas de zinc, luchando día a día por sobrevivir en medio de la pobreza. María intenta reconstruir su vida y encontrar un futuro mejor para ella y Zabdiel, pero los fantasmas de su turbulento matrimonio la persiguen. Su belleza, en vez de ser una bendición, se ha convertido en una maldición que le ha traído más problemas que soluciones. A lo largo de la trama, María debe enfrentar el rechazo y los prejuicios de una sociedad que la juzga por su pasado. Paralelamente, lucha por sanar sus traumas y aprender a valorarse a sí misma, mientras busca la manera de brindarle a su hijo la vida que merece. Desenlace: Tras un doloroso proceso de autodescubrimiento y superación, María logra encontrar la fuerza y la determinación para salir adelante. Finalmente, consigue mejorar sus condiciones de vida y construir un futuro más estable y feliz para ella y Zabdiel, demostrando que la verdadera belleza reside en el espíritu y no en la apariencia física.
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Protección y Esperanza
La anciana mujer lo abrazó con ternura, mirándolo con sabiduría.
—Tranquilo, pequeño —dijo, con suavidad—. No vamos a dejar que esos hombres les hagan daño. Juntos vamos a enfrentar esto.
Zabdiel asintió, aunque aún se le veía preocupado.
—Pero, ¿qué tal si la policía no puede detenerlos? —insistió, con angustia—. No quiero perder a mi mamá.
María se acercó a él y lo envolvió en un cálido abrazo.
—Mi amor, te prometo que voy a estar bien —murmuró, acariciando su cabello con ternura—. Doña Clementina y yo nos encargaremos de cuidarnos.
Zabdiel se aferró a ella, sintiendo cómo el miedo le oprimía el pecho.
—Pero, ¿y si esos hombres...? —su voz se quebró, incapaz de terminar la frase.
Doña Clementina se acercó a ellos, poniendo una mano reconfortante sobre el hombro de Zabdiel.
—Escúchame bien, pequeño —dijo, con firmeza—. Esos hombres no se atreverán a hacerles daño, porque si lo intentan, van a tener que vérselas conmigo.
El niño la miró con una mezcla de admiración y temor.
—¿Usted los va a detener? —preguntó, con incredulidad.
La anciana mujer asintió, esbozando una sonrisa segura.
—Así es, cariño —respondió, con determinación—. Yo misma me encargaré de protegerlos, cueste lo que cueste.
María observó a doña Clementina con gratitud y respeto. Saber que contaban con su apoyo y su fortaleza le daba fuerzas para enfrentar lo que se avecinaba.
—Muchas gracias, doña Clementina —dijo, con voz temblorosa—. No sé qué haríamos sin usted.
La anciana mujer les dedicó una cálida sonrisa, abrazándolos a ambos con ternura.
—Ustedes son mi familia —afirmó, con convicción—. Y voy a hacer todo lo que esté en mis manos para mantenerlos a salvo.
Zabdiel se aferró a ella, sintiéndose un poco más tranquilo.
—Gracias, doña Clementina —murmuró, con alivio.
Juntos, la pequeña familia se dirigió de vuelta a su hogar, con la esperanza de que la denuncia que habían presentado fuera suficiente para protegerlos.
Sin embargo, la tranquilidad no duró mucho. Apenas habían llegado a la choza cuando vieron que el señor Álvarez y sus hombres los esperaban, con expresiones amenazantes.
—Vaya, vaya, parece que decidieron ir a llorarle a la policía —dijo el hombre, con una sonrisa burlona—. Pero eso no les servirá de nada.
María se plantó frente a Zabdiel, con el corazón latiéndole a toda velocidad.
—Déjenos en paz —espetó, con voz temblorosa—. Ya no queremos nada de ustedes.
El señor Álvarez soltó una carcajada, acercándose a ellos.
—Eso no es asunto tuyo, querida —respondió, con malicia—. Tú me debes dinero, y pienso cobrarlo.
Doña Clementina se interpuso entre ellos, con una mirada desafiante.
—Ya les dije que no voy a permitir que les hagan daño —afirmó, con resolución—. Si se atreven a acercarse, se las verán conmigo.
El hombre la observó con desdén, pero pareció vacilar por un momento.
—No se meta, anciana —espetó, con brusquedad—. Esto es entre María y yo.
Zabdiel se aferró al brazo de su madre, temblando.
—Mami, tengo miedo —susurró, con la voz entrecortada.
María lo abrazó con fuerza, sintiendo cómo el miedo se apoderaba de ella.
—Tranquilo, mi amor —murmuró, con voz temblorosa—. Doña Clementina y yo no dejaremos que te pase nada.
El señor Álvarez los observó con una sonrisa cruel, acercándose aún más.
—Tú no tienes opción, María —dijo, con malicia—. O me pagas lo que me debes, o te olvidas de tu hijo.
Zabdiel se estremeció, enterrando el rostro en el pecho de su madre.
—Mami, no quiero ir con ellos —suplicó, con desesperación.
María lo abrazó con más fuerza, sintiendo cómo las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—No te preocupes, mi amor —respondió, con resolución—. Nadie va a llevarte a ninguna parte.
Doña Clementina dio un paso al frente, enfrentando al hombre con valentía.
—Ya les dije que no voy a permitir que les hagan daño —espetó, con voz firme—. Si se atreven a tocarlos, van a tener que vérselas conmigo.
El señor Álvarez la miró con irritación, pero se mantuvo a distancia.
—Usted no tiene idea de lo que es capaz de hacer un hombre como yo, anciana —replicó, con amenaza.
Doña Clementina no retrocedió ni un solo paso, manteniendo su postura desafiante.
—Pues entonces demuéstremelo —lo desafió, con una mirada de acero—. Pero le aseguro que no se lo voy a poner nada fácil.
Por unos tensos segundos, nadie se movió, la tensión palpable en el aire. Finalmente, el señor Álvarez hizo una señal a sus hombres y se dio la vuelta, alejándose a regañadientes.
—Esto no ha terminado —espetó, con furia—. Volveré por lo que me deben.
Zabdiel soltó un suspiro de alivio, aferrándose aún más a su madre.
—Mami, ¿ahora qué vamos a hacer? —preguntó, con angustia.
María lo miró con determinación, acariciando su cabello con ternura.
—No te preocupes, mi amor —respondió, con firmeza—. Doña Clementina y yo nos encargaremos de mantenerlos alejados.
La anciana mujer se acercó a ellos, poniendo una mano reconfortante sobre el hombro de María.
—Así es, hijos —dijo, con seguridad—. No voy a dejar que esos malhechores les hagan daño.
Zabdiel los miró con una mezcla de admiración y temor.
—Pero, ¿cómo van a hacer eso? —insistió, con preocupación—. Esos hombres parecen muy peligrosos.
Doña Clementina le dedicó una sonrisa tranquilizadora.