Cecil Moreau estaba destinada a una vida de privilegios. Criada en una familia acomodada, con una belleza que giraba cabezas y un carácter tan afilado como su inteligencia, siempre obtuvo lo que quería. Pero la perfección era una máscara que ocultaba un corazón vulnerable y sediento de amor. Su vida dio un vuelco la noche en que descubrió que el hombre al que había entregado su alma, no solo la había traicionado, sino que lo había hecho con la mujer que ella consideraba su amiga.
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CAPITULO 3
Capítulo 3.
Adrien observaba el teléfono con una mezcla de frustración y preocupación. Cecil no había respondido a sus llamadas ni mensajes en días. Había evitado el taller como si de un campo minado se tratara, y él, aunque paciente, sentía cómo la incertidumbre comenzaba a corroerlo.
La madera bajo sus manos temblaba mientras intentaba enfocar su atención en tallar los detalles de una silla. Siempre había encontrado refugio en la carpintería, un lugar donde los sonidos rítmicos de las herramientas y el olor a madera lo alejaban de sus propios fantasmas.
Había llegado a esa ciudad buscando un nuevo comienzo, huyendo del abismo que se había abierto tras la tragedia. Dos años antes, su vida había dado un vuelco cuando un accidente automovilístico le arrebató a su esposa y a sus dos pequeños hijos. La culpa lo había perseguido, junto con la incapacidad de llenar el silencio abrumador que quedó en su hogar. Por eso había vendido la casa, dejado su carrera como ingeniero y conducido hasta donde el mapa terminaba.
La carpintería había sido un hallazgo casual. Una antigua tienda en ruinas que, con tiempo y esfuerzo, había transformado en un espacio donde podía perderse entre proyectos. Y luego había llegado Cecil, con su mirada desafiante y su postura rígida, pero con un dolor que Adrien reconoció de inmediato. Ese dolor era un espejo del suyo, y de alguna manera, verla sonreír –aunque fuera de forma esquiva– le daba un propósito que no había sentido en años.
Sin embargo, ahora que ella había desaparecido, Adrien no sabía qué hacer. ¿Había sido demasiado insistente? ¿Había cruzado un límite invisible? No podía evitar preocuparse. Había algo frágil y hermoso en ella, algo que temía que se rompiera si no hacía las cosas bien.
Esa tarde, después de cerrar el taller, Adrien caminó hasta la pequeña cafetería donde solían a conversar tras largas jornadas. Preguntó a la camarera si había visto a Cecil, pero la respuesta fue negativa. Sentado frente a una taza de café que se enfriaba, pensó en los días anteriores a su llegada a la ciudad, cuando su propia vida estaba sumida en sombras. No quería que Cecil se perdiera en la oscuridad como él lo había hecho.
Con un suspiro, se puso de pie, decidido. Si Cecil no quería hablar con él, la respetaría. Pero si podía ayudarla de alguna manera, aunque fuera a la distancia, lo haría. No podía permitirse perder a la única persona que le había devuelto una chispa de esperanza.
Adrien llegó a las imponentes puertas de la mansión Moreau, donde el aire parecía cargado de historia y opulencia. El guardia lo detuvo inmediatamente, observándolo con desconfianza.
—¿Quién es usted y qué quiere? —preguntó el hombre, cruzando los brazos.
—Soy Adrien el carpintero. Estoy buscando a Cecil. ¿Podría avisarle que estoy aquí? —respondió con firmeza, aunque el nerviosismo le revolvía el estómago.
El guardia dudó, mirando a Adrien de pies a cabeza, pero finalmente cedió. Tomó el teléfono y, tras una breve conversación, asintió antes de abrir la puerta para dejarlo pasar.
—Espere aquí. La señora Mathilde Moreau vendrá a atenderlo.
Adrien respiró hondo mientras caminaba hacia el camino de piedra que conducía a la entrada principal. No pasó mucho tiempo antes de que Mathilde apareciera, con su figura esbelta envuelta en un vestido impecable y una mirada que lo analizaba con frialdad.
—Usted debe ser Adrien —dijo, sin molestarse en ocultar el tono despectivo de su voz—. ¿Qué asuntos tiene con mi sobrina?
—Soy un amigo. Estoy preocupado por ella. No he sabido nada en días, y pensé que podría encontrarla aquí.
Mathilde lo miró en silencio por un momento. A pesar de su actitud distante, algo en los ojos de Adrien la desarmó. No podía negar que Cecil parecía más tranquila desde que hablaba de aquel hombre, aunque jamás lo admitiera.
—Muy bien, sígame. Pero le advierto, si su presencia aquí resulta perjudicial para Cecil, no dudaré en hacer que lo saquen.
Adrien asintió y siguió a Mathilde por el amplio vestíbulo de la mansión. Los pasos de ambos resonaron en el suelo de mármol hasta detenerse frente a las puertas de la biblioteca. Mathilde abrió la puerta y señaló hacia el interior.
—Está ahí. Pero no espere demasiado entusiasmo de su parte.
Adrien asintió, agradecido, y entró con cautela. Cecil estaba sentada en un sillón junto a una ventana, con un libro abierto sobre sus rodillas. Al verlo, su rostro mostró una mezcla de sorpresa y algo de incomodidad.
—Adrien… ¿Qué haces aquí? —preguntó, cerrando el libro lentamente.
—No podía quedarme sin saber cómo estabas —dijo él, acercándose con cuidado—. Me preocupo por ti, Cecil. Si necesitas que me vaya, lo haré, pero quería asegurarte que no estás sola.
Cecil lo miró, sus emociones luchando entre el miedo y el anhelo. En ese instante, las paredes que había levantado comenzaron a temblar.