Tras una noche en la que Elisabeth se dejó llevar por la pasión de un momento, rindiendose ante la calidez que ahogaba su soledad, nunca imaginó las consecuencia de ello. Tiempo después de que aquel despiadado hombre la hubiera abrazado con tanta pasión para luego irse, Elisabeth se enteró que estaba embarazada.
Pero Elisabeth no se puso mal por ello, al contrario sintió que al fin no estaría completamente sola, y aunque fuera difícil haría lo mejor para criar a su hijo de la mejor manera.
¡No intentes negar que no es mi hijo porque ese niño luce exactamente igual a mi! Ustedes vendrán conmigo, quieras o no Elisabeth.
Elisabeth estaba perpleja, no tenía idea que él hombre con el que se había involucrado era aquel que llamaban "el loco villano de Prusia y Babaria".
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Capitulo 14
La noche en aquel nuevo lugar fue larga. Elisabeth tenía demasiadas cosas en las que pensar. Reposaba en la cama, con la mirada perdida en el techo y una mano posada suavemente sobre su vientre, mientras en su mente se agolpaban las preocupaciones.
Vivir simplemente de vender hierbas en un pueblo tan grande y costoso no sería suficiente. Necesitaba encontrar otro trabajo, algo más estable. Suspiró, sintiendo cómo la incertidumbre le oprimía el pecho.
—Una mujer solitaria y embarazada... ¿quién me dará trabajo en estas condiciones? —murmuró, consciente de sus limitaciones.
Pero no podía rendirse. Haría lo que fuera necesario para sobrevivir y cuidar tanto de Falko como del hijo que crecía dentro de ella.
Contó el poco dinero que le quedaba. No alcanzaría más que para una semana de alojamiento. Tenía que encontrar algo antes de que ese plazo se agotara. Observó el monedero medio vacío, sintiendo cómo una punzada de ansiedad le recorría el estómago.
—No será fácil... —susurró. Pero enseguida, con firmeza, añadió—¿Quién dijo que lo sería?
Al día siguiente, luego de un desayuno algo caótico debido a las náuseas, Elisabeth se dirigió al mercado. Pensaba que allí, entre tanta actividad, tal vez encontraría una oportunidad. Sin embargo, al llegar, la distracción se apoderó de ella. Todo era nuevo, desconocido y fascinante. Con Falko a su lado, no tardaron en perder el foco, paseando de un lado a otro entre puestos coloridos y voces bulliciosas.
Esa noche, de regreso en la posada, Elisabeth se dejó caer en la cama con un suspiro de frustración.
—Fue un día desperdiciado... —pensó con remordimiento. Y luego se prometió— Mañana sin falta.
Pero al día siguiente tampoco encontró nada. Ni al otro. Así pasaron los días, uno tras otro, y con cada uno regresaba a la posada con las manos vacías y el corazón más pesado. Las respuestas eran siempre las mismas: "No necesitamos a nadie", "Ya tenemos ayudantes", "No contratamos mujeres en estado...".
El sexto día, al caer la tarde, Elisabeth caminaba por el mercado con los hombros caídos y el paso arrastrado. Estaba resignada. Esa noche sería la última que podría pagar en la posada. Lo poco que le quedaba en el monedero no alcanzaría para más.
Se detuvo un momento y se agachó para acariciar a Falko, que caminaba a su lado.
—Lo siento, Falko... Tal vez esta noche tengamos que dormir a la intemperie. Es mi culpa, por no ser una buena proveedora... —murmuró con amargura, sintiendo la quemazón de las lágrimas que se le acumulaban en los ojos.
Fue entonces cuando una discusión cercana llamó su atención. Unos metros más adelante, un hombre elegantemente vestido discutía con una mujer que atendía un puesto de hierbas y ungüentos. Su voz era severa, cortante.
—¡Esto es inaceptable! ¡No solo no sirve, sino que ha causado una reacción adversa en mi paciente! ¿Siquiera sabe usted lo que está vendiendo?
Elisabeth observó con atención. Por la manera en que hablaba, dedujo que debía tratarse de un médico. Movida por un impulso y el simple deseo de ayudar, se acercó.
—Disculpen... —intervino con suavidad, juntando las manos frente a su abdomen como gesto de respeto—. Lamento la intromisión, pero... tal vez pueda ayudar.
El hombre se giró hacia ella con el ceño fruncido, preparado para desquitar su molestia, pero al verla, su expresión se quedó suspendida por un instante. Sus labios entreabiertos se cerraron lentamente y sus pupilas se dilataron con un atisbo de interés. Tenía ojos de un celeste suave, casi grisáceo, y cabello castaño claro. Era joven para ser médico, pero su porte y seguridad lo delataban como tal.
—Señorita... —dijo al fin—. ¿Qué es lo que ha dicho?
—He trabajado con plantas medicinales por varios años —respondió Elisabeth con calma—. Tal vez pueda decirme qué ungüento necesitaba y ver si puedo ayudarle.
El médico la miró un momento, aún receloso, y luego dijo:
—Encargué un ungüento para tratar eccemas en la piel. Uno específico, con base de caléndula y bardana. Pero mi paciente tuvo una reacción violenta al aplicarlo.
Elisabeth asintió y se volvió hacia el puesto. Observó con detenimiento las hierbas, tomando su tiempo. Luego pidió permiso a la dueña, que aún tenía el rostro pálido por la discusión, y seleccionó unas pocas hojas de un cajón del fondo.
—Estas son las adecuadas —explicó, mostrándolas al médico—. Pero es posible que haya confundido esta otra con la bardana —tomó una hoja parecida—. Se parecen, pero esta última es tóxica en aplicaciones tópicas y puede causar inflamaciones severas.
La mujer del puesto bajó la mirada, visiblemente avergonzada. El médico la observó a ella, luego a Elisabeth, aún sin convencerse del todo.
—¿Y cómo puedo saber que no estás mintiendo? —preguntó con frialdad—. ¿Y si tu sugerencia empeora a mi paciente?
—No tiene por qué confiar en mí —respondió Elisabeth con una sonrisa serena—. Solo intenté ayudar. Si decide probar mi recomendación, esa será su elección. Pero si no quiere hacerlo, puede fingir que ni me ha oído ni visto. No le pediré que confíe ciegamente, pero sí le aseguro que sé lo que estoy diciendo.
El médico la contempló en silencio, como si tratara de ver más allá de sus palabras. Pero Elisabeth no esperó una respuesta. Hizo una ligera reverencia y se retiró con dignidad, volviendo a la posada donde, sabía, pasaría su última noche bajo techo.
Al séptimo día, Elisabeth salió de la posada con sus pertenencias. Sabía que esa noche ya no podría regresar allí. La moneda que le quedaba no alcanzaba ni para una sopa aguada. A pesar de los fracasos de los días anteriores, conservaba una chispa de esperanza, una terquedad silenciosa que le insistía en seguir creyendo que, quizá, ese día sería distinto. Mejor.
Pero no lo fue.
Cuando la noche la envolvió con su manto frío, Elisabeth se encontró sin rumbo. Buscó resguardo en una pequeña plaza, donde los faroles iluminaban de forma tenue los bancos vacíos. Se sentó con un suspiro largo, casi resignado, y abrazó con fuerza su maleta contra el pecho. Falko, gimoteaba a sus pies, como si sintiera su tristeza.
—Fui muy crédula… —pensó Elisabeth, mirando al cielo encapotado.
La brisa nocturna le acariciaba el rostro y le despeinaba algunos mechones del cabello. Aunque lo más fácil en ese momento habría sido romperse y llorar, decidió mantenerse firme.
—Solo debo mantenerme alerta por esta noche—murmuró para sí misma—. Mañana seguiré buscando. Y si no encuentro nada… entonces saldré a las afueras, buscaré hierbas. Aunque me tome todo el día… Y las venderé.
Estaba absorta en ese pensamiento, diseñando su último plan de contingencia, cuando Falko, de pronto, se tensó. Gruñó bajo, con la mirada fija en algo que se aproximaba entre las sombras.
—Falko… tranquilo —dijo ella con suavidad, mientras seguía con la vista la dirección en la que el animal miraba.
Una figura elegante emergió entre los árboles de la plaza, iluminada tenuemente por la luz anaranjada de un farol. Elisabeth tardó un segundo en reconocerlo.
—¿Usted? —La voz masculina la alcanzó desde el lateral del banco.
Giró el rostro, y sus ojos se encontraron con los del joven médico. Aquellos ojos de un celeste casi grisáceo la miraban con desconcierto y una pizca de preocupación.
—¿Qué hace en la calle a estas horas? —preguntó él, deteniéndose frente a ella.
ya lo habían comentado que era probable que ese maldito doctor le había hecho algo pero esto fue intenso
MALDITOOOOO/Panic/