Emma ha pasado casi toda su vida encerrada en un orfanato, convencida de que nadie jamás la querría. Insegura, tímida y acostumbrada a vivir sola, no esperaba que su destino cambiara de la noche a la mañana…
Un investigador aparece para darle la noticia de que no fue abandonada: es la hija biológica de una influyente y amorosa pareja londinense, que lleva años buscándola.
El mundo de lujos y cariño que ahora la rodea le resulta desconocido y abrumador, pero lo más difícil no son las puertas de la enorme mansión ni las miradas orgullosas de sus padres… sino la forma en que Alexander la mira.
El ahijado de la familia, un joven arrogante y encantador, parece decidido a hacerla sentir como si no perteneciera allí. Pero a pesar de sus palabras frías y su desconfianza, hay algo en sus ojos que Emma no entiende… y que él tampoco sabe cómo controlar.
Porque a veces, las miradas dicen lo que las palabras no se atreven.
Y cuando él la mira así, el mundo entero parece detenerse.
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capitulo 13
Narra Alexander.
No sé en qué maldito momento de mi día terminé en la tienda de la universidad comprando unas barras de chocolate.
Para colmo, pregunté cuál era la más dulce, porque ella parecía del tipo que no soportaría el amargo.
Me sentía… ridículo.
Con el paquete en la mano, subí las escaleras de la mansión debatiéndome entre abrir la puerta de su cuarto o fingir que no había pasado nada y guardármelos para mí.
Pero ya estaba aquí.
Suspiré, toqué una vez, y antes de que me contestara, entré.
Ella estaba sentada en la cama con una libreta en las piernas, probablemente estudiando otra de esas cosas raras que le mete la maestra en la cabeza.
Al verme, me sonrió con esa cara de “yo no hago nada malo” que tanto me desespera.
—¿Qué quieres? —preguntó, curiosa.
—Toma —le lancé la bolsita de chocolates y ella la atrapó con torpeza—. Para que dejes de llorar por… ya sabes… lo de anoche.
Sus ojos se iluminaron y empezó a sacar las barras como si fueran lingotes de oro.
—¿Para mí? ¡De verdad? —preguntó, con esa voz ilusionada que me hacía sentir… más tonto aún.
—Sí, sí. No hagas un escándalo.
Pero claro, no podía dejar las cosas así de simples.
Me miró de repente con una seriedad que no le conocía.
—Alexander… ¿puedo preguntarte algo?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque seguro es otra de tus preguntas incómodas.
—Pero si no me lo explicas tú, ¿quién más? —dijo, inclinando la cabeza como un cachorro confundido.
—Cualquiera menos yo —contesté, rápido.
—¿Pero por qué contigo no me da pena? —insistió.
—¡Eso me pregunto yo también! —solté, frotándome la frente, frustrado—. ¿Por qué no te da vergüenza conmigo?
Ella ladeó la cabeza, pensativa.
—No sé. Eres joven, supongo…
Yo suspiré, al borde de perder la paciencia.
—Cuando tengas novio —dije al fin, intentando cerrar el tema—, él te explicará todo eso que quieres saber.
Y ahí fue cuando me soltó la bomba.
—Entonces… ¿puedes ser mi novio y enseñarme?
…
Me quedé congelado, con una barra de chocolate todavía en la mano, mirándola como si me hubiera pedido que le bajara la luna.
—¿Qué…? —pregunté, despacio, como si no hubiera escuchado bien.
—Sí —repitió, muy seria—. Si cuando tenga novio él me lo explica, entonces tú puedes ser mi novio y me enseñas.
Me pasé una mano por la cara, intentando procesar lo que acababa de oír.
—Emma… las cosas no funcionan así.
—¿Por qué no? —preguntó, genuinamente confundida.
—Porque… para ser novios las dos personas tienen que gustarse, ¿entiendes? Tiene que haber algo… mutuo. No es como elegir un maestro.
—Ah… —murmuró, bajando la vista—. ¿Yo no te gusto?
Casi me ahogo con mi propia saliva.
—¿Qué?
—Soy fea, ¿verdad? Por eso no puedes ser mi novio.
—¡No! ¡Claro que no eres fea! —solté sin pensarlo—. Eres… preciosa.
Ella levantó la mirada, sorprendida.
—Entonces, ¿por qué no puedes ser mi novio?
Sentí cómo me subía el calor al cuello. Caminé por la habitación como un león enjaulado, sin saber dónde meterme.
—Porque… porque no… porque no funciona así, ¿ok? No basta con ser bonita. ¡Además, yo no…!
Me detuve antes de decir una estupidez, y ella seguía ahí, con esa mirada inocente, como si realmente no entendiera nada.
—Mira —dije, rascándome la nuca, derrotado—. Tú eres… una niña todavía. Y yo no… no puedo ser tu novio. No porque seas fea ni nada de eso, sino porque simplemente no.
—Ah… —murmuró otra vez, decepcionada, mientras mordía un trozo de chocolate.
Me senté en el borde de la cama y enterré la cara en las manos.
—Nunca debí traer esos chocolates —murmuré para mí mismo.
Ella me miró, aún con las mejillas infladas por el chocolate.
—Pero… ¿me vas a seguir explicando mis dudas aunque no seas mi novio?
—No.
—¿Por qué?
—Porque no.
Ella suspiró, resignada, y volvió a su libreta como si nada.
Yo me levanté, dándole la espalda antes de que se me ocurriera otra tontería, y salí de ahí con la sensación de que acababa de sobrevivir a un interrogatorio imposible.
Definitivamente, nunca más le traigo chocolates.
[...]
Esa misma tarde no aguanté más y terminé mandándole un mensaje a Omar y Esteban para que nos viéramos en nuestra cafetería de siempre.
Necesitaba soltar esto.
No todo, claro. Solo… lo suficiente.
Ellos llegaron primero, con cara de resaca aún, y yo me senté frente a ellos, dejando caer mi mochila en la silla.
—¿Qué mosca te picó? —preguntó Esteban, con su típica sonrisa burlona—. Estás con cara de funeral.
—Es que me pasó algo… raro —admití, rascándome la nuca.
—¿Raro tipo… bien? ¿O raro tipo… denuncia? —preguntó Omar, soltando una carcajada.
—No, no. Ninguna de las dos cosas. —Suspiré, pidiendo un café. Me incliné sobre la mesa y bajé la voz—. Solo… fue incómodo.
Ellos me miraron con más interés.
—Dale, suéltalo ya —apremió Esteban.
—Fue… en otro lado, no importa dónde. —mentí, porque no pensaba mencionar que fue en mi casa. Ni de broma—. La cosa es que estaba con… una chica.
—¡Ajá! —Omar sonrió con complicidad—. Ya entendemos.
—No, no entienden nada —repliqué, frustrado—. Esta chica es… diferente. Inocente. Como… demasiado. No sabe nada. Nada. De nada.
—¿Nada de qué? —preguntó Esteban, divertido.
—Nada. De… ya saben. De… sexo, relaciones, la vida en general —dije entre dientes, dándoles a entender sin ser explícito.
Omar soltó un silbido y se echó hacia atrás en la silla.
—Eso suena como un problemón para ti.
—No es un problema, es solo que… me hace preguntas que no puedo, ni quiero, responderle. —Me pasé una mano por la cara—. Es tan inocente que ni siquiera sabe qué es “follar”. Lo dijo tal cual, con esa palabra, preguntando qué significaba.
Esteban soltó una carcajada ahogada.
—¡No jodas! ¿Y tú qué hiciste?
—Me fui. —me encogí de hombros—. Le dije que cuando tenga novio él le explicará.
Los dos se miraron y estallaron en carcajadas.
—¡No, bro! —Omar negó con la cabeza, riendo—. Eso no lo puedes dejar así. Si no eres tú quien le enseña, otro lo hará. Y créeme, ese otro probablemente no va a ser tan cuidadoso.
Esteban, aún riendo, asintió.
—Sí, sí. Y además, tú eres menos idiota que el resto. Por lo menos contigo no va a salir lastimada. —Le dio un sorbo a su café y añadió—: ¿Te imaginas? Que venga cualquiera y le robe toda esa inocencia…
Me quedé callado, mirando mi café.
Por alguna razón, eso último me sonó mal. Muy mal.
—No me jodan —les espeté, pero mi tono no fue tan convincente como quería.
—Mira —dijo Omar, poniéndose más serio por un segundo—. Tú eres el único que no le haría daño. Eso lo sabemos. Por eso jodemos, pero en serio… —Me señaló con el dedo—. Tú eres el único que no le rompería el corazón.
—Y quién sabe —añadió Esteban con una sonrisa torcida—. Tal vez hasta te enamoras tú también.
—Váyanse al diablo —gruñí, aunque sentí que mi cara se calentaba.
—Eh, tranquilo. Solo decimos que… no la dejes en manos de cualquiera. Si alguien tiene que explicarle cómo funciona el mundo, que seas tú.
—No —negé, rotundo, bebiendo de un trago el café—. No es mi trabajo.
Pero mientras lo decía, en el fondo no podía sacarme de la cabeza la imagen de ella mirándome con esa carita llena de curiosidad e inocencia, preguntando sin miedo todas esas cosas que no se deben preguntar.
Y la idea de que otro cualquiera, con malas intenciones, pudiera aprovecharse de ella…
Me revolvió el estómago.
Mis amigos siguieron bromeando un rato más, pero yo ya no los escuchaba.
La imagen seguía allí, clavada, como una espina.
Definitivamente, no debía haberle llevado esos malditos chocolates.
[...]
No pude dormir esa noche.
Y no porque tuviera tarea pendiente o porque los negocios de la empresa de padrino estuvieran mal, no.
Era ella.
Todo empezó con esos malditos chocolates. ¿Por qué demonios se me ocurrió comprárselos? Yo no soy así. Yo no soy… blando.
Pero ahí estaba, en su cuarto, con esa carita pálida y las mejillas sonrojadas, con las manos heladas recibiéndolos como si le estuviera dando el mundo entero en una bolsa de papel.
Todo se complicó cuando empezó a hablar.
Cuando empezó a preguntar.
Como si yo fuera el indicado para explicarle todas esas cosas.
Como si… confiara en mí.
Y entonces hoy, cuando Omar y Esteban abrieron la boca con sus bromas estúpidas —porque sí, ellos siempre hablan por hablar—, algo me atravesó el pecho.
Algo que no esperaba sentir.
Un escalofrío.
La imagen apareció tan clara en mi cabeza que tuve que sentarme en la cama, con las manos en el cabello, tratando de sacarla a empujones.
Emma.
Con otro.
Con un cualquiera.
Con alguien como Max, ese idiota que en la gala no le quitaba los ojos de encima.
Que se atrevió a acercarse a ella, a hablarle, a invadir su espacio.
Yo mismo tuve que intervenir, agarrarla y sacarla de allí.
Todo por culpa de él.
Ahora ella cree que somos amigos.
Que puede hablarme de esas cosas.
Que puede sonreírme con esa inocencia que no entiende que no todos son buenos.
¿Y si otro se acerca?
¿Y si no estoy yo para apartarlo?
¿Y si alguien, con malas intenciones, la toca?
¿Le roba sus primeros besos, su primera vez, su primera muestra de cariño…?
¿Y si alguien apaga esa luz que tiene?
¿Si se la quitan, si la destruyen, si le enseñan el mundo de la peor manera posible?
Sentí un escalofrío recorrerme de arriba a abajo.
Las manos me temblaron.
Me imaginé sus ojos, que ahora brillan como si no conocieran la oscuridad, llenos de lágrimas.
Me imaginé su sonrisa rota.
Me imaginé su voz, que siempre suena dulce, apagada.
Me imaginé a ella… rota.
Y no pude soportarlo.
Me levanté de la cama, caminé por la habitación como un animal enjaulado.
Todo esto era por culpa de esos chocolates.
Por culpa de Max.
Por culpa de la maldita profesora que le dio esos folletos.
Por culpa de todos.
Ella no debería mirarme con esa confianza, no debería creer que soy su amigo, no debería pensar que el mundo es bueno, no debería creer que todo es color de rosa.
Pero tampoco puedo permitir que alguien la dañe.
No puedo dejar que nadie la toque.
No puedo permitir que la lastimen.
Me senté en el borde de la cama con la respiración agitada, mirando mis manos.
¿Cómo terminé yo, Alexander, pensando en esto?
¿Desde cuándo me importa tanto?
Cerré los ojos y la imagen volvió: ella, sonrojada, con la sonrisa nerviosa que pone cuando no sabe qué decir, riéndose con el jardinero, haciéndome enojar y al mismo tiempo…
No.
Todo era culpa de los chocolates.
De Max.
De la profesora demente.
De todos.
Pero sobre todo, mía.
Por permitir que me importara tanto.
—Maldita sea… —murmuré, dejándome caer hacia atrás, con el brazo cubriéndome los ojos.
Y aún así, en mi mente, seguía apareciendo ella.
Con su luz intacta.
Con esa sonrisa infantil.
Y yo, sin poder apartar de la cabeza la idea de que alguien se la robara.
No, pensé.
Mientras yo respire, no.