En Halicarnaso, una ciudad de muros antiguos y mares embravecidos, Artemisia I gobierna con fuerza, astucia y secretos que solo ella conoce. Hija del mar y la guerra, su legado no se hereda: se defiende con hierro, sombra y espejo.
Junto a sus aliadas, Selene e Irina, Artemisia enfrenta traiciones internas, enemigos que acechan desde las sombras y misterios que el mar guarda celosamente. Cada batalla, cada estrategia y cada decisión consolidan su poder y el de la ciudad, demostrando que el verdadero liderazgo combina fuerza, inteligencia y vigilancia.
“Artemisia: Hierro, Sombra y Espejo” es una epopeya de historia y fantasía que narra la lucha de una reina por proteger su legado, convertir a su ciudad en leyenda y demostrar que el destino se forja con valor y astucia.
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Capítulo 10: La Maldición de los Serpente
Capítulo 10: La Maldición de los Serpente
I. El Regreso del Veneno
El aire de Halicarnaso olía a hierro caliente y a humo de antorchas. La ciudad, aún vibrante tras los triunfos de Artemisia, no sabía que la serpiente aguardaba en las sombras. Erasmo Serpente, último heredero de aquel linaje maldito, había reunido a sus leales en catacumbas olvidadas. Desde allí planeó su golpe final: no un ataque frontal, sino un veneno lento que debía hundir el corazón mismo del reino.
Durante semanas, rumores se esparcieron: barcos desaparecidos en la costa, mensajeros interceptados, graneros incendiados en la noche. Artemisia, siempre vigilante, sabía que se trataba de un preludio.
Y no se equivocaba.
Una noche sin luna, las puertas de la ciudad se abrieron desde dentro. Guardias traidores, comprados con oro y promesas, permitieron la entrada de soldados Serpente disfrazados. En cuestión de horas, las llamas devoraban los barrios bajos y el puerto. Los gritos despertaron a la ciudad entera.
Selene corrió hasta los aposentos de la reina.
—¡Es Erasmo! ¡El veneno ya está dentro!
Artemisia no perdió un segundo. Con armadura ligera y espada al cinto, salió a las murallas para contemplar cómo Halicarnaso ardía por segunda vez en su reinado.
—Que toquen los cuernos de guerra —ordenó con voz firme—. Esta vez la serpiente no escapará.
II. La Batalla en las Calles
El combate fue brutal. Halicarnaso no era ya un campo de batalla abierto, sino un laberinto de callejuelas donde los Serpente atacaban como víboras. Artemisia luchaba en primera línea, espada en mano, su manto empapado de humo y sangre.
Irina Jenos, implacable, guiaba a los escudos de hierro y abría paso con golpes que resonaban como truenos. Selene, entre sombras, interceptaba a los asesinos que intentaban llegar al corazón del palacio.
Fue en el distrito del puerto donde la batalla alcanzó su clímax. Allí combatía Damaris, el comandante más veterano de la flota, un hombre de cabellos grises y cicatrices que habían visto tres generaciones de guerras. Era para Artemisia como un tío callado y leal, un hombre de hierro que jamás había vacilado.
Cuando el enemigo intentó incendiar los astilleros, Damaris los enfrentó con un puñado de marinos. Resistió hasta que la reina llegó con refuerzos, pero ya su armadura estaba cubierta de flechas.
—Majestad —gruñó, aún en pie—. No permita que envenenen lo que construimos.
Artemisia luchó a su lado, cortando el avance enemigo como si el mar la hubiera ungido con su furia. El puerto resistió, pero la sangre de Damaris manaba sin freno.
III. El Último Serpente
En medio del caos, un clamor se alzó: Erasmo Serpente mismo había entrado al combate, con una corona de espinas negras y una espada curvada bañada en veneno. Sus seguidores gritaban su nombre como si fuera un dios vengador.
—¡Artemisia! —rugió, alzando su arma—. ¡Hoy termina tu reinado, y comienza el retorno de la serpiente!
La reina avanzó hacia él sin temor. El duelo fue feroz: acero contra acero, sombra contra luz de antorchas. Los movimientos de Erasmo eran rápidos y venenosos, como mordiscos de víbora. Pero Artemisia, endurecida por años de mar y guerra, lo empujó hacia atrás una y otra vez.
Finalmente, un tajo limpio abrió su pecho. Erasmo cayó de rodillas, la sangre en su boca como espuma oscura.
Con la última fuerza, pronunció su maldición:
—Tu sombra reinará mil años, Artemisia… pero tu espejo se romperá por amor. Y cuando eso ocurra, la serpiente volverá a devorar lo que has dejado.
Cayó muerto, y con él la última semilla visible de su linaje. Pero sus palabras quedaron vibrando en el aire como un veneno invisible.
IV. La Pérdida
Cuando el combate terminó, las hogueras del puerto aún ardían. Halicarnaso estaba a salvo, pero a un costo terrible. Entre los cuerpos caídos, Artemisia encontró a Damaris, aún con vida, aunque la muerte lo rodeaba.
Se arrodilló junto a él, sosteniéndole la cabeza como una hija desesperada.
—Has servido mejor que cualquier hombre que conocí —susurró.
El viejo comandante sonrió con dificultad.
—Majestad… el hierro resiste… incluso cuando el cuerpo… se oxida…
Murió con esas palabras, y Artemisia cerró sus ojos con una mano ensangrentada. No lloró, pero un silencio helado la envolvió.
Selene e Irina se acercaron. Ninguna se atrevió a hablar. Todas sabían que aquella pérdida pesaría más que la victoria.
V. El Eco de la Maldición
Días después, cuando la ciudad había sido purificada con fuego y sal, Artemisia caminó sola hasta el templo de los juramentados. Allí, frente al Espejo de Oricalco, recordó las palabras del enemigo: “Tu sombra reinará mil años… pero tu espejo se romperá por amor.”
El espejo brilló con un resplandor tenue. Por un instante, Artemisia creyó ver un reflejo que no era el suyo: una figura con su rostro, pero con ojos diferentes, y a su lado, la silueta de una mujer que aún no conocía.
Cerró el espejo con furia, pero la visión se había clavado en su pecho como una lanza invisible.
—Que vengan los siglos —murmuró al fin—. Que venga el amor, si osa desafiarme. El juramento resistirá.
El mar respondió con un rugido profundo, como si aprobara o como si se burlara.
Y así, con victoria teñida de pérdida y con una maldición marcando su destino, concluyó la segunda era de Artemisia: no solo reina del mar, sino madre de un legado que empezaba a transformarse en mito.