En un mundo que olvidó la era dorada de la magia, Synera, el último vestigio de la voluntad de la Suprema Aetherion, despierta tras siglos de exilio, atrapada entre la nostalgia de lo que fue y el peso de un propósito que ya no comprende. Sin alma propia pero con un fragmento de la conciencia más poderosa de Veydrath, su existencia es una promesa incumplida y una amenaza latente.
En su camino encuentra a Kenja, un joven ingenuo, reencarnación del Caos, portador inconsciente del destino de la magia. Unidos por fuerzas que trascienden el tiempo, deberán enfrentar traiciones antiguas, fuerzas demoníacas y secretos sellados en los pliegues del Nexus.
¿Podrá una sombra encontrar su humanidad y un alma errante su propósito antes de que el equilibrio se quiebre para siempre?
"No soy humana. No soy bruja. No soy demonio. Soy lo que queda cuando el mundo olvida quién eras."
NovelToon tiene autorización de Kevin J. Rivera S. para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
CAPÍTULO XII: El susurro de la tormenta
— Synera—
Han pasado varias semanas desde que dejamos el templo atrás. El viaje ha sido largo, irregular… pero necesario. Atravesamos senderos olvidados, cruzamos aldeas que aún susurran leyendas antiguas, y enfrentamos criaturas que parecían salidas de los recuerdos rotos del mundo. Kenja y yo hemos vivido más aventuras de las que él mismo puede procesar aún. Algunas graciosas. Otras… no tanto.
Ha cambiado. Lo veo en su postura, en su mirada, en la forma en que ya no duda tanto antes de levantar la mano. Su control del maná todavía es inestable, y la Sharksoul lo drena casi por completo cada vez que intenta usarla… pero no se rinde. Tiene esa necedad hermosa de los que aún creen que pueden torcerle el brazo al destino.
A veces pienso que el mundo no está listo para él. Y otras, que él no está listo para el mundo.
Ahora caminamos por el bosque espeso del reino de Thérenval, cerca de una de sus ciudades fronterizas. El aire aquí huele distinto: a corteza húmeda, a hojas viejas, a magia contenida en la tierra. Nos faltan unos días para alcanzar la frontera, pero ya puedo sentir que algo cambia. El silencio se vuelve más denso. Las ramas crujen como si quisieran advertirnos de algo.
—Synera… —la voz de Kenja rompió el silencio como un susurro tenso—. ¿No te parece que este lugar es… extraño?
Lo miré de reojo sin detener el paso. La humedad del bosque nos envolvía como un sudario, y el viento parecía contener la respiración.
—Extraño eres tú, temblando por un simple cambio de clima —respondí con tono indiferente—. Tal vez deberías preocuparte más por no tocar algún hongo venenoso.
—Qué cruel —refunfuñó, pero no sonrió. Su tono era más serio que de costumbre—. Es solo que… siento algo. No lo sé. Como si algo nos estuviera observando.
Eso hizo que me detuviera, aunque no lo mostré. El instinto de Kenja era aún inmaduro, pero en ocasiones como esta… había que escucharlo.
Seguimos caminando. Las copas de los árboles se cerraban sobre nuestras cabezas como un techo de sombras. A lo lejos, el murmullo del viento cambió de tono. Se volvió más grave, más irregular.
Ya estábamos cerca de la salida del bosque. A través de los árboles, la luz gris del cielo anunciaba el final del camino. El horizonte se abría frente a nosotros en un risco elevado. Desde ahí, podíamos ver la extensión del reino de Thérenval. Las torres de la ciudad más cercana se alzaban a lo lejos, envueltas en una bruma densa y sucia.
Fue entonces cuando la primera gota cayó. Fría. Lenta.
La tormenta se avecinaba.
—Mira eso… —Kenja exhaló, maravillado por la vista—. Parece una pintura.
Yo no respondí. Algo me inquietaba. El cielo sobre la ciudad era demasiado oscuro… como si una sombra lo hubiese cubierto a la fuerza. El viento soplaba en ráfagas heladas. Pero no era solo el frío.
Era el olor.
Un aroma sutil… pero inconfundible.
—Detente. —Levanté una mano con brusquedad.
Kenja parpadeó, desconcertado.
—¿Qué pasa? ¿Ese rostro… Synera, estás bien?
Mi voz salió más baja de lo habitual, cargada de tensión.
—Ese olor… viene desde la ciudad.
—¿Olor? ¿De qué estás hablando? No huelo nada, salvo… tierra mojada y... ¿hongos?
—Mira bien el cielo. Las nubes. El color. La dirección del viento.
Él frunció el ceño, observando. Tardó unos segundos en entender.
—No es normal… —murmuró al fin—. El clima… se está moviendo contra el viento.
Asentí, sin apartar la vista del horizonte.
—Y hay algo más. Ese olor no es humedad. Es sangre.
Lo sentí en la lengua, como hierro oxidado. Y debajo… el hedor pútrido de la carne corrompida.
—Algo ha muerto allí. No algo… muchos.
Me agaché, tocando la tierra húmeda con la punta de los dedos. Sentí el temblor en el tejido mágico del entorno. Una distorsión. Una grieta.
—Synera… —Kenja tragó saliva—. No puede ser…
Cerré los ojos. Y entonces lo sentí. Como una daga atravesando mi columna.
Una presencia.
Densa. Antinatural.
Demoniaca.
Mis pupilas se estrecharon al identificarla.
—Clase B... no, clase A... es difícil de identificar —susurré.
—¿Qué dijiste?
—Un demonio. No uno cualquiera. Es un clase B... o, peor aún, un clase A.
Kenja dio un paso atrás instintivamente.
—Pero… ¿cómo es posible? No hemos visto ningún tipo de demonio desde que salimos del templo. ¿Qué haría uno tan cerca de la ciudad?
—No lo sé. Pero no está solo. Hay más. Son débiles, pero numerosos. Algo ocurre en ese lugar… algo que no debería estar pasando.
Volví a mirar la ciudad a lo lejos. El viento rugía, empujando las nubes oscuras como un presagio.
—Vamos —dije, con la voz baja y firme—. No podemos ignorarlo.
Kenja dudó por un instante, pero luego me siguió.
—Synera… si hay demonios… ¿estamos listos?
Lo miré de reojo. El miedo era evidente en su rostro, pero no retrocedía.
—No lo sé —confesé con franqueza—. Pero lo averiguaremos.
Y sin decir más, comenzamos a descender por el risco.
El silencio del bosque quedó atrás.
La tormenta nos esperaba.
Nos acercamos rápidamente a las afueras de la ciudad. El sendero era angosto y húmedo, flanqueado por árboles retorcidos cuyas ramas parecían extenderse como dedos famélicos. El cielo se había oscurecido como si la noche hubiese caído antes de tiempo. Pero no era noche. Era otra cosa.
Una niebla densa y opresiva cubría la región como un sudario.
El aire… estaba muerto.
El viento ya no soplaba. Solo se deslizaba, lento y denso, como si también tuviera miedo.
Sentí la presencia de ellos.
Latentes. Inquietos.
Demonios.
No uno. No dos. Decenas… tal vez más. Ocultos entre las grietas de la tierra y el aliento del viento. Reptando entre las ramas, dormidos bajo la corteza de los árboles, espiándonos desde la oscuridad.
—Synera… —Kenja murmuró, deteniéndose—. ¿Los sientes…?
Asentí, sin dejar de caminar.
—Están por todas partes.
Este lugar… está contaminado.
Mientras descendíamos por una colina cubierta de musgo espeso, le hablé sin girar el rostro. Era hora de que comprendiera el alcance de lo que enfrentábamos.
—Kenja… escucha bien. Los demonios no son todos iguales. Existen jerarquías, rangos de poder definidos por su esencia, su forma y su origen. Por nuestra seguridad… y por la suya.
Él me observó en silencio. Su mirada era intensa, pero cargada de una ansiedad contenida. Continué:
—Los más comunes son los demonios del Purgatorio. Son criaturas deformes, con cuerpos que parecen haber sido arrancados de una pesadilla animal. Algunos caminan en cuatro patas, otros se arrastran como gusanos sin rostro. Son inestables, rudimentarios. Se alimentan de cadáveres y de miedo. Son de Clase D. Molestos… pero débiles. Incluso un humano bien entrenado podría hacerles frente.
—¿Y luego? —susurró Kenja.
—Los Clase C. Mitad hombre, mitad bestia. Retienen inteligencia básica. Sus cuerpos están corrompidos por odio, y sus almas ya no existen. Son letales para humanos. Algunos escupen fuego verde. Otros absorben la energía vital con solo tocarte. Pero para una bruja, aún son manejables.
—¿Y los de ahora?
—Clase B —respondí, con una gravedad que pesó en el aire—. Más humanos. Más conscientes. Más peligrosos. Algunos tienen apariencia angelical, otros seductores. Son capaces de engañar, manipular, torturar sin tocar. Usan conjuros básicos, maldiciones y control mental o incluso la fuerza. Tú, Kenja… aún no estás listo para enfrentarlos solo.
Kenja bajó la vista, pero no dijo nada.
—Los Clase A, en cambio, son otro asunto —continué—. Dominan el maná a un nivel superior: controlan los elementos, invocan monstruos menores, corrompen el entorno con solo estar presentes. Algunos han poseído reyes; otros, destruido ejércitos enteros. También manipulan la energía elemental. Y cuanto más ascienden de clase, más humano es su aspecto.
Hice una pausa breve antes de continuar.
—Por encima están los Clase AA y S. No caminan… aparecen. Son catalizadores de caos. Su forma física es apenas un avatar de lo que realmente son. El mundo cambia cuando pisan suelo mortal.
Kenja me miró, en silencio.
—¿Y tú? —preguntó con suavidad—. ¿Podrías enfrentarlos?
—Hasta un clase AA no sería problema para mí —afirmé, sin rastro de orgullo ni arrogancia, solo con absoluta certeza.
—¿Y uno de clase S? —preguntó Kenja.
—En mis mejores días… sí. —Hice una pausa, más amarga esta vez—. Pero ahora, sin mi báculo… no.
Puedo sentirlo en lo más profundo de mi alma. La conexión con el maná fluye… pero no es suficiente. Estoy incompleta.
—Con lo que tengo ahora, puedo enfrentar a los de Clase S. Con esfuerzo… con estrategia.
—¿Y si aparece uno más fuerte…?
—Entonces correrás. —Lo miré con seriedad—. Me obedecerás, y correrás.
El silencio se volvió más espeso. Pero él asintió.
—¿Y hay algo peor que eso…? —preguntó.
—Sí.
Me detuve en seco. Mis ojos fijos en el horizonte. El cielo era más negro que antes.
—Los de clase SS.
Kenja se tensó.
—¿Eso existe de verdad?
—Sí. Son demonios que no fueron creados. Son conceptos. Ideas vivientes.
Nacieron del vacío antes de que existiera el tiempo.
No responden a leyes. No se comunican.
Solo… destruyen.
Uno solo… podría borrar todo lo que conoces. Y no porque quiera… sino porque puede.
El miedo en sus ojos era real.
Y en los míos… también.
Porque yo lo había visto.
—Una vez… sentí el maná de uno. Nada más que eso.
Y durante años… no dormí en paz.
Seguimos caminando.
Y en la distancia…
la ciudad se asomaba como un cadáver envuelto en niebla.
Nos esperaba algo más que lluvia.
Nos esperaba… el primer verdadero descenso al infierno.
La lluvia no cesaba. Cada gota que caía sobre el suelo se sentía como un susurro apagado de advertencia. La ciudad estaba cerca… tan cerca que podíamos ver los tejados más altos a través de la neblina. Pero aún no lo suficiente como para cruzar la línea sin ser detectados.
Nos detuvimos justo en el límite. Un paso más… y nos habrían sentido.
La tormenta arreciaba con furia, y las oscuridades entre los árboles comenzaban a tomar formas que no queríamos descifrar. Nos refugiamos en una cueva escondida entre raíces retorcidas y rocas cubiertas de líquenes viejos. Era pequeña, pero lo suficientemente profunda para ocultarnos del alcance de los demonios.
En el interior, la humedad colgaba del techo como hilos de plata. Encendí una pequeña llama suspendida en el aire, apenas un resplandor cálido que no traicionaría nuestra posición.
—No podíamos acercarnos más… —dije en voz baja, observando el reflejo tembloroso de la luz en las paredes húmedas—. Unos metros más, y esas criaturas nos detectaban.
Kenja se cruzó de brazos, con el ceño fruncido.
—Pero tenemos que hacer algo, ¿no? Hay gente en esa ciudad… niños, familias. No pienso quedarme aquí, sentado, esperando que sea demasiado tarde.
Lo miré. Estaba empapado, agotado, pero con esa necia determinación brillando en sus ojos. Me recordaba a alguien que ya no está.
—Lo sé —respondí, con un tono más suave—. Yo tampoco quiero esperar.
Pero si entramos sin una estrategia clara, seremos los siguientes cadáveres en decorar esas calles.
Me sumí en el silencio, intentando visualizar un plan. Si pudiera proyectar mi conciencia sin presencia física, o si tuviera mi báculo… habría sido más fácil. Pero sin él, todo estaba limitado. Y entonces, mientras los segundos se deslizaban entre gotas de agua y respiraciones tensas, Kenja alzó la voz con una chispa de entusiasmo.
—¡Ya lo tengo! —dijo, iluminándose por dentro como si acabara de descubrir el fuego—. ¿Y si invoco a Kurojin? Él puede colarse en la ciudad, observar y facilitarme la visión desde el entorno. ¡Es perfecto!
Lo miré, arqueando una ceja con cierto escepticismo.
—No es una mala idea, sorprendentemente. Pero… mandarlo tan lejos de ti es riesgoso. Aún no tienes el dominio suficiente del maná. La invocación se rompería antes de que llegue al centro de la ciudad.
Kenja frunció el ceño, pero antes de que pudiera replicar, se me ocurrió una alternativa.
—Podríamos intentarlo si yo estabilizo tu canal de maná. Uniré mi flujo al tuyo, como soporte mágico. No será fácil… pero podría funcionar.
Él asintió de inmediato, como si no hubiera otra opción en su mente.
—Entonces hagámoslo.
Kenja saco a Sharksoul, esa espada que resonaba con su alma. La alzó hacia el centro de la cueva y la giró con precisión, como si fuera una llave abriendo la cerradura de otro plano. Un círculo de invocación emergió bajo sus pies, resplandeciente, trazado con símbolos oscuros y líneas entrecruzadas por una energía viva y palpitante.
—¡Kurojin, responde al llamado!—exclamó con firmeza.
El aire se quebró como cristal bajo presión, y de las sombras surgió su figura.
Alto, firme, cubierto por un traje de ninja en tonos rojo carmesí y negro profundo como la noche. Su rostro permanecía oculto tras una máscara sin expresión, y solo sus ojos —afilados como cuchillas silenciosas— brillaban con una devoción imperturbable.
—Kurojin, espíritu de la tormenta carmesí, a su servicio —declaró con voz grave y templada.
No pude evitar mirar de reojo. La primera vez que lo vi, me colocó un kunai directamente en el cuello.
Fue… memorable.
—Creo que es lo único que sabe decir esa cosa —murmuré para mí, con cierta ironía.
Kenja, por otro lado, estaba encantado como un niño con su juguete favorito.
—¡Kurojin! Mira, Synera me hizo este atuendo inspirado en el tuyo. ¡Somos como un dúo ninja ahora!
Tomó la mano del espíritu, agitándola efusivamente. Kurojin no reaccionó. Solo parpadeó lentamente, como un gato que contempla la estupidez humana con resignación.
—Basta de juegos, Kenja —le dije en tono seco—. Explícale la situación y dale sus órdenes.
Él recuperó la compostura, respiró hondo, y comenzó a explicar brevemente la misión. Kurojin lo escuchó en completo silencio, luego asintió… y desapareció.
No corrió.
No saltó.
Simplemente se desvaneció, como si nunca hubiera estado allí. Una sombra más entre tantas.
—Ahora siéntate y concéntrate —le ordené.
Kenja obedeció, cruzando las piernas sobre el suelo húmedo. Me coloqué detrás de él, cerré los ojos y posé mi mano derecha sobre su espalda. Sentí su canal de maná, su esencia vibrando con esfuerzo. Le transferí la mía, canalizándola con cuidado, como quien alimenta una llama sin apagarla.
—No te distraigas —le susurré—. Cierra los ojos. Siente a Kurojin. Conviértete en sus ojos.
—Lo siento… está avanzando. Puedo percibirlo. Sus pasos son tan ligeros que ni el suelo se entera.
—Bien. Mantén la conexión. Yo me encargaré del resto.
Y así, mientras la lluvia caía más fuerte afuera y la noche se cerraba como un párpado de sombras sobre el mundo, dos almas se sincronizaban dentro de una cueva olvidada, en un reino condenado, intentando salvar una ciudad… antes de que los demonios la devoraran por completo.