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Seraph, Un Amor Imposible.

Seraph, Un Amor Imposible.

Status: En proceso
Genre:Amor eterno
Popularitas:751
Nilai: 5
nombre de autor: Tintared

En un mundo donde los ángeles guían a la humanidad sin ser vistos, Seraph cumple su misión desde el Cielo: proteger, orientar y sostener la esperanza de los humanos. Pero todo cambia cuando sus pasos lo cruzan con Cameron, una joven que, sin comprender por qué, siente su presencia y su luz.

Juntos, emprenderán un viaje que desafiará las leyes celestiales: construyendo una Red de Esperanza, enseñando a los humanos a sostener su propia luz y enfrentando fuerzas ancestrales de oscuridad que amenazan con destruirla.

Entre milagros, pérdidas y decisiones imposibles, Cameron y Seraph descubrirán que la verdadera fuerza no está solo en el Cielo, sino en la capacidad humana de amar, resistir y transformar la oscuridad en luz.

Una historia épica de amor, sacrificio y esperanza, donde el destino de los ángeles y los humanos se entrelaza de manera inesperada.

NovelToon tiene autorización de Tintared para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.

El roce invisible

La noche descendió con la suavidad de un sudario sobre el hospital, cubriendo los largos pasillos de linóleo con una penumbra azulada y uniforme. Solo quedaban las luces de emergencia, ancladas tercamente a la pared, el murmullo rítmico de los respiradores, y el latido, ahora firme y pausado, de la pequeña Celeste.

Seraph permanecía junto a su cama. Invisible. Silencioso, pero internamente ruidoso.

Había transcurrido un día entero, un parpadeo en la eternidad angélica, observando cómo el cuerpo frágil de la niña respondía a los cuidados humanos. Cada inhalación era un milagro que no residía en la magia, sino en la pura y terca voluntad de vivir. La humanidad poseía algo que los ángeles, forjados en la perfección impasible, no tenían: la vulnerabilidad. Y en el centro de esa fragilidad, Seraph descubría una forma radicalmente distinta de belleza, una que exigía esfuerzo, dolor y fe para existir.

Se inclinó sobre la pequeña con un anhelo que nunca había conocido.

—Aún no es hora de volver a la Luz, pequeña Celeste —susurró, con una voz etérea que solo el silencio podía oír—. El mundo todavía tiene amaneceres, sabores y lágrimas que no has visto.

Una enfermera de turno entró al cuarto, revisó los monitores con ojos profesionales y salió sin percibir el frío inusual que dejaba la presencia del ángel. Seraph siguió su rutina de vigilia, pero su mente ya había roto el cerco de la obediencia.

Llevaba eones cumpliendo misiones, ejecutando órdenes divinas, guiando manos y almas a su destino, pero jamás había sentido la necesidad de permanecer, de aferrarse a un lugar. Esta vez era diferente. Tal vez por la candidez de Celeste, un alma tan nueva que su hilo vital era casi transparente. O tal vez, y Seraph lo sabía con un escalofrío, era por la curiosidad que lo devoraba desde adentro, esa llama voraz que Gabriel le había advertido que no alimentara.

Cuando el reloj mundano marcó la medianoche, Seraph decidió que la vigilancia podía esperar.

Su forma etérea se deslizó por los pasillos sin producir el menor roce, pasando a través de la densa realidad de puertas, cortinas y sombras. Observaba a los humanos con una fascinación casi infantil por su peso y su límite: un guardia de seguridad dormitando con la barbilla sobre su escritorio; una joven enfermera escribiendo notas con una concentración absoluta, el bolígrafo rayando el papel; un hombre maduro rezando en silencio en una silla de plástico, con una mano sobre el pecho de su esposa enferma como si intentara anclarla a la vida.

El mundo estaba lleno de dolor y ternura entrelazados de manera inseparable, y eso lo conmovía con una intensidad que no podía categorizar. No era compasión celestial, sino una punzada más íntima, más personal.

Giró una esquina en el ala de Cuidados Intensivos, absorto en la miseria digna de un familiar esperando en un banco de madera, y entonces ocurrió.

Su mano —esa extensión luminosa, ajena a la materia, que ningún mortal podía ver o tocar— rozó algo cálido y sólido.

No, a alguien.

Un estremecimiento, como si un rayo lo hubiera partido por la mitad, recorrió su ser. Fue una oleada de sensaciones tan intensa, tan dolorosamente física, que Seraph retrocedió con un sobresalto angelical. Por un instante fugaz, su forma de luz se tambaleó, como si el aire mismo se hubiera roto, dejando una vibración eléctrica en el espacio.

Frente a él, una joven se detuvo, caminando con paso agotado y sosteniendo un lirio envuelto en papel. Tenía el cabello castaño recogido a la prisa, los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto reciente, y un abrigo de lana demasiado grande para su figura delgada.

Sus dedos, donde Seraph la había tocado, aún vibraban por el contacto, aunque ella no entendía el porqué.

—¿Qué fue eso? —murmuró, mirando su propia mano con confusión, girando instintivamente la cabeza como si buscara una fuente de aire acondicionado o una estática errante.

Seraph la observó, confundido y al mismo tiempo extasiado.

Ella lo había sentido. No lo había visto, no había escuchado el susurro de sus alas, pero había percibido su toque. El contacto era imposible, era una transgresión de la primera ley de la inobservancia.

Su corazón —si a esa estructura de luz en su pecho se le podía llamar así— comenzó a latir con una cadencia febril. Ningún humano, sin un mandato expreso y una conexión de fe profunda, debía notar la presencia de un ángel.

—¿Quién eres para que tu cuerpo sienta mi esencia? —susurró él, la pregunta rasgando el silencio, sabiendo que no recibiría respuesta.

La joven continuó su camino sin obtenerla, resignada al extraño escalofrío, y se dirigió a una habitación cercana. Seraph la siguió, ahora movido por una urgencia que superaba la curiosidad: era una necesidad de entender la física de ese roce prohibido.

Dentro, una mujer, Linda, yacía inmóvil. Su rostro estaba oculto tras vendas, su piel visible cubierta de hematomas, su cuerpo silente en la cama de la UCI. La joven depositó el lirio, con sumo cuidado, sobre la mesita de noche.

—Hola, Linda —dijo, y su voz era baja, rasposa y llena de una tristeza controlada—. Hoy traje tu flor favorita. Sé que no puedes verla, pero estoy segura de que el aroma te llegará.

La voz temblaba al final.

—No sé qué más decirte. Pero igual vine... como siempre. No voy a dejarte sola.

Seraph comprendió entonces el nombre que había resonado en los cielos. Ella era Cameron.

La amiga fiel. La portadora de una devoción obstinada. La que se negaba a rendirse al destino y hablaba con una esperanza tan intensa que a Seraph le dolió en la luz.

Cameron se sentó en una silla de visita y comenzó un monólogo sobre lo trivial y lo doloroso: cómo su café había salido tan cargado que le quemaba la garganta; cómo la lluvia no dejaba de caer sobre la ciudad, limpiando el neón; cómo el novio de Linda seguía sin perdonarse por lo ocurrido.

Seraph permaneció de pie, silencioso, observándolo todo. Podía sentir el aura luminosa y singular que rodeaba a Cameron. Había en ella una calidez tan cruda y real que el aire mismo parecía vibrar, creando esa extraña estática que había provocado el roce.

Cada palabra que pronunciaba Cameron no era solo una anécdota, sino que tenía el peso de una plegaria personal. Era como si el amor humano, cuando se negaba a doblegarse, tuviera una fuerza más poderosa que cualquier milagro ejecutado desde el éter.

Por primera vez en su existencia ininterrumpida, Seraph no deseó regresar a la perfección helada del cielo. Solo deseó entenderla.

Durante los días siguientes, Seraph continuó vigilando a Celeste para cumplir su misión, pero sus pasos, traicioneros y silenciosos, lo llevaban inevitablemente hacia la habitación de Linda. Se quedaba allí, quieto, mientras Cameron hablaba, leía un libro en voz baja, o simplemente se permitía llorar en silencio sobre sus rodillas.

Ella nunca lo veía, pero a veces se estremecía, un escalofrío repentino, como si una brisa invisible la envolviera con una ternura inexplicable.

Seraph comprendió que ese roce, ese pequeño y peligroso vínculo entre ambos, era algo que debía guardar bajo el más estricto secreto.

Pero la curiosidad se había transformado en necesidad. Y con ella, una emoción que no podía nombrar, pero que se sentía como desarraigo.

Una noche, mientras Cameron dormía un sueño breve e interrumpido con la cabeza apoyada junto a la almohada de su amiga, Seraph se acercó con una cautela renovada. Su mano de luz, ahora palpable para él, tembló antes de atreverse a rozar el mechón de cabello castaño que caía sobre la frente de la joven.

—¿Por qué puedes sentirme? —susurró, con una urgencia apenas audible incluso para él. "¿Eres un error en el patrón o una excepción a la Ley?"

El silencio denso y el aliento superficial de Cameron no respondieron. Solo el sonido constante del monitor cardíaco llenó la habitación, marcando un ritmo lento, un pulso compartido entre la vida obstinada de Linda y la fe agotada de Cameron.

Seraph cerró sus ojos azules, la confusión volviéndose dolor. Había cruzado un límite invisible. Y en lo profundo de su ser, una voz que no era la suya, sino el eco de la advertencia, resonó:

“No mires demasiado. No sientas demasiado. Las respuestas pesan más que las alas.”

Pero ya era tarde. El proceso de sentir era irreversible. Algo dentro de él, algo que creía que era solo luz, se había despertado. Algo que ni siquiera las órdenes más directas del Cielo podrían contener.

En el firmamento, muy por encima de las nubes grises del mundo, una figura de alas doradas y mirada impasible observaba el hospital como un punto de infección en el orden cósmico.

Gabriel frunció el ceño con una gravedad que solo los arcángeles podían permitirse. El brillo de Seraph, que debía ser puro y frío, se había vuelto inestable, su luz parpadeaba en patrones más humanos que divinos. El Heraldo movió un dedo, y un mensaje codificado se transmitió a la Esfera Suprema.

—Ten cuidado, hermano menor —murmuró, y su voz hizo vibrar la distancia. Una orden estaba a punto de descender, una que no era de rescate, sino de retirada forzosa. El Cielo no toleraría la contaminación de sus observadores—.

Los sentimientos son el principio de la caída.

1
Andre
Bella forma de narrar, atrapante
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