En un remoto pueblo donde la niebla nunca se disipa, se encuentran vestigios de un antiguo secreto que atormenta a sus habitantes. Cuando Clara, una joven periodista, llega en busca de respuestas sobre la misteriosa desaparición de su hermana, descubre que cada residente guarda un oscuro pasado.
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Capítulo 13: La Última Llamada
La niebla envolvía el claro en una penumbra espesa, haciendo que los contornos de las figuras se volvieran borrosos y distantes. La sombra se alzaba frente a Clara y don Ismael, cambiando de forma con cada segundo, como si estuviera hecha de mil voces, de recuerdos oscuros atrapados en el tiempo. Alrededor del altar, los símbolos que habían trazado con tanto cuidado comenzaron a brillar tenuemente, trazando un círculo de protección que temblaba ante la presencia de la entidad.
La sombra permanecía en silencio, observando a Clara con una intensidad que parecía penetrar hasta su alma. Su voz, cuando habló, fue baja, casi un susurro.
—Si te atreves a desafiarme, mortal, sabrás el precio de tu arrogancia. Desde los orígenes de San Everardo, los habitantes de este lugar han estado atados a mi pacto. Cada vida que he reclamado, cada alma que he consumido... ha sido con el consentimiento de quienes, como tú, trataron de detenerme.
Clara se mantuvo firme, recordando el miedo que había sentido en el primer encuentro, cuando no comprendía la naturaleza de la sombra. Ahora, con don Ismael a su lado y la memoria de su hermana guiándola, sentía una fuerza nueva, una claridad que no había tenido antes.
—No eres más que una mentira —respondió Clara con voz firme—, una sombra que vive del sufrimiento de otros. Ese pacto fue hecho por personas que ya no están aquí, y ahora es nuestro turno de romperlo.
Don Ismael se adelantó, sus ojos centelleando con una determinación que Clara no había visto en él antes. Sacó el libro negro y comenzó a recitar un conjuro en un idioma que Clara no comprendía, pero cuyo sonido hacía vibrar el aire a su alrededor. Las runas del altar respondieron, emitiendo un resplandor que iluminó el claro con una luz pálida y sobrenatural. Clara sentía la energía fluir a través de ella, uniéndola al ritual, a las palabras antiguas de don Ismael, al poder del mismo pueblo que la sombra había tratado de manipular.
Pero la sombra no se quedaría inmóvil. Lentamente, comenzó a desdibujarse, extendiéndose en forma de humo alrededor del altar, buscando brechas en el círculo de protección que habían trazado. Clara sintió una presencia invadir su mente, una fuerza que intentaba doblegar su voluntad, susurrándole los deseos más profundos y secretos.
—Clara… no tienes que hacer esto. Puedo devolverte lo que perdiste, puedo ofrecerte el regreso de Sofía —dijo la voz, resonando en su mente con una familiaridad perturbadora.
Clara sintió un dolor profundo en su pecho, un anhelo desesperado por volver a ver a su hermana. Pero en lugar de ceder, recordó la advertencia de don Ismael: la sombra usaría sus emociones en su contra, manipulándola hasta quebrarla.
—No puedes tentarme con una mentira —dijo Clara con voz quebrada, aunque cada palabra le costaba como un puñal—. Sofía no volvería bajo tus condiciones, y yo no seré tu prisionera.
La sombra soltó un grito agudo, un chillido que desgarró el silencio del bosque y resonó en los árboles. La entidad parecía retorcerse, doblarse sobre sí misma, como si las palabras de Clara hubieran golpeado su esencia. Don Ismael continuó recitando el conjuro, su voz aumentando en intensidad mientras el resplandor del altar se hacía más fuerte, formando un escudo de luz entre ellos y la entidad.
—Clara, mantente fuerte. La sombra intenta aferrarse a tus dudas —dijo el anciano con urgencia—. No dejes que interfiera. Solo tú puedes terminar el ritual.
Clara asintió, tomando el relicario de Sofía entre sus manos, el mismo que había traído como símbolo de su vínculo con su hermana. Sostuvo el pequeño amuleto contra el altar y pronunció las palabras finales del conjuro, entregando su deseo más puro, el sacrificio de su propia paz por el bienestar del pueblo.
—Sombra, te ordeno que regreses al lugar de donde viniste. No tienes poder sobre los que ya no temen —dijo Clara, sintiendo cómo el dolor en su corazón se transformaba en una fuerza imparable, una energía que fluía desde el altar y hacia el claro, disipando la oscuridad.
La sombra se convulsionó, retorciéndose en un último intento por liberarse. Su forma se desmoronaba, y los rostros que antes había mostrado comenzaron a desaparecer, dejando solo una figura amorfa, débil y derrotada. Con un grito final, la entidad fue absorbida por las runas del altar, que la atraparon como una red de luz cegadora.
El claro quedó en silencio. Clara, exhausta, cayó de rodillas, sintiendo cómo la energía se desvanecía de su cuerpo. Don Ismael, jadeante pero sereno, se acercó y la ayudó a ponerse de pie, una leve sonrisa de satisfacción en su rostro.
—Lo lograste, Clara —dijo el anciano, mirándola con una mezcla de orgullo y alivio—. El ciclo ha sido roto. La sombra ya no podrá reclamar más vidas en San Everardo.
Clara miró el altar, ahora solo una piedra en el centro del claro, y sintió una paz extraña y reconfortante. Por primera vez, el peso de su hermana no la aplastaba, sino que la llenaba de un recuerdo cálido y amable. Sofía estaría siempre con ella, en cada paso, pero su espíritu ya no estaría atrapado en la red de la sombra.
Esa noche, Clara y don Ismael regresaron al pueblo bajo un cielo despejado, iluminado por las estrellas. San Everardo había recuperado su paz, y aunque las cicatrices de su lucha con la sombra nunca desaparecerían del todo, el pacto había sido roto. Con el tiempo, la historia de la sombra se convertiría en una leyenda más, un susurro que los habitantes contarían junto al fuego.
Pero Clara sabría siempre que fue más que un cuento. Que detrás de cada leyenda hay una verdad, y que la oscuridad solo puede ser enfrentada cuando el miedo es superado por la voluntad de proteger a quienes amamos.