Un deseo por lo prohibido
Viviendo en un matrimonio lleno de maltratos y abusos, donde su esposo dilapidó la fortuna familia, llevándolos a una crisis muy grave, no tuvo de otra más que hacerse cargo de la familia hasta el extremo de pedírsele lo imposible.
Teniendo que buscar la manera de ayudar a su esposo, un contrato de sumisión puede ser su salvación. En el cual, a cambio de sus "servicios", donde debía de entregársele por completo, deberá hacer algo que su moral y ética le prohíben, todo para conseguir el dinero que tanto necesita...
¿Será que ese contrato es su perdición?
¿O le dará la libertad que tanto ha anhelado?
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Capitulo 13
Faltaba poco para llegar. Alfred, quien la observó por el espejo, notó tristeza y temor en su mirada. Detuvo el auto, se volteó a mirarla y le dijo; — Señora, Muriel, si quieres llorar, hágalo. Desahogue su enojo.
— ¿De qué me sirve llorar?
— Llorar es de valiente, porque cuando secas las lágrimas, te vuelve más fuerte. Las lágrimas determinar que tan fuerte eres.
— Si fuera así, yo sería la mujer maravilla. Y véame aquí, camino hacia un hombre que lo único que quiere es ultrajarme.
— Mi señor no es cruel, puede que tengas exigencias extrañas, pero le aseguro que no es el monstruo que usted supone.
Muriel empezó a llorar, sintió la necesidad de desahogarse. — Señor, Alfred, ¿por qué a mí? He pasado la vida soportando maltratos, ¿Y ahora tengo que soportar que otro hombre me toque a su antojo? Me quiero morir.— dijo Muriel entre llantos.
— Señora, Muriel, la vida muchas veces no es justa.
Después de llorar se limpió las lágrimas y dijo; — Continúe, y muchas gracias.
Llegaron a la cabaña. El lugar tenía su atractivo. No obstante, Muriel sintió grima al mirar los alrededores.
Alfred, como todo un caballero, abrió la puerta.— Adelante, señora.
A Muriel las piernas les temblaban, una mezcla de miedo y vergüenza se apoderó de su ser.— Gracias.— Muriel entró y vio a Yeikol sentado en un sofá. “Hola”. — lo saludó.
Él la saludó con un gesto. La admiró por varios segundos. “¿Qué habrá debajo de toda esa ropa que trae puesta?”— se preguntó, mientras la recorría con la mirada.
— Mi señor, ¿se le ofrece algo más?— preguntó Alfred.
— No. ¿La señora quiere algo en especial?
“Que acabemos con todo esto de una buena vez”, pensó Muriel, luego le contestó.— No, señor.
— Bien, entonces me retiro, tengo algo que hacer.— dijo el asistente.
Muriel no se quería quedar sola con Yeikol, y preguntó.— Señor Alfred, ¿de verdad se tiene que ir?
— Sí, señora. Permiso.— respondió y salió.
Yeikol se levantó, caminó quedando frente a ella. La miró con los ojos entrecerrados, los brazos cruzados, y le preguntó.— ¿Desde cuándo le causo tanto miedo?
Muriel continuaba parada en el mismo lugar, inmóvil. Su corazón se aceleró deprisa por la cercanía de Yeikol. No sabía que responder, pero le gustaba la sincera.— Desde que me di cuenta la clase de hombre que es usted.
— ¿Quién soy… según usted?
Se produjo un silencio de suspenso.
— La verdad… Usted me parecía un hombre admirable, respetuoso, amable, y fiel a su esposa. Un caballero en toda la extensión de la palabra. Ahora… Ahora pienso que usted es un enfermo, que necesita ayuda sicológica.
A Yeikol le molestó su respuesta. Dio la vuelta y se sirvió un trago de vodka. Ciertamente, no era un hombre “amor y paz”, pero trataba a todos sus empleados con respeto, amabilidad y generosidad. Le era infiel a su esposa, pero la amaba locamente. Las aventuras que solía tener, no significaban nada para él. Era cuestión de pasar un rato y saciar sus más impuros deseos.
Volteó y miró a Muriel, era la primera mujer que lo llamaba enfermo. Pudo deducir que ella le temía, cualquiera se daría cuenta de eso con tan solo observar su rostro. Sin embargo, no quería parecer un déspota ante ella. Se acercó y la tomó de la mano. Mano que estaba mojada de sudor, producto de los nervios. Caminó por un largo pasillo, y se detuvo frente a una puerta, la abrió y entraron.
Era una habitación, con colores claros, y cálidos. Se podía ver a través del gran ventanal la naturaleza y su esplendor. La cama era bastante amplia y lucia supercómoda.
Muriel, como en ocasiones anteriores, permaneció de pie. “Menos mal que no hay objetos de torturas. Entonces, ¿qué piensas hacer conmigo?”, se preguntó para sí.
— Señora, relájese. Prometo no ser despiadado.— dijo Yeikol mientras se quitaba la chaqueta que traía puesta.
— ¿Eso es un consuelo? ¿Qué me vas a hacer?
Él se pegó a ella, podía escuchar su corazón latir apresurado, en medio del silencio del lugar. Detalló cada milímetro de su hermoso rostro.
— Muriel… Le recuerdo que usted tiene prohibido hacer preguntas.
Él se mordió el labio inferior y meticulosamente, llevó las manos a la blusa de la mujer, para quitar el primer botón. Ella retrocedió unos pasos.
Sin más, Yeikol entendió su actitud. Era la primera vez que iban a estar juntos, por ende, se sentiría avergonzada. Más aún, él sabía que ella no era abierta en cuanto al sexo.
La agarró de la mano y caminaron hacia una puerta. Muriel supuso que era la puerta del baño. Grande fue su asombro, y estupor, al descubrir de que se trataba el espacio. Era una habitación enorme, con luces rojas. Había una cama más pequeña que la anterior, y muy diferente. Esta tenía cuatro barrotes, cada uno de ellos con una cadena, tobilleras y esposas.
Había una mesa redonda de terciopelo, color negro, con correas, y sujetadores de piernas, brazos y cuello. En otra mesa de madera, tendida con un mantel blanco, había todos tipos de juguetes sexuales. Tales como, pinzas, vibradores, látigos, esposas, bolas, sujetador de cuello hasta los brazos, grilletes, entre muchos más. También había un sillón erótico, un sofá, una hamaca de cuero. En fin, muchos más adornos sexuales.
El espacio era un volcán de erotismo por doquier.
“De aquí salgo muerta. Señor, perdona mis pecados. Definitivamente, este hombre es un sádico”, pensó Muriel a punto de llorar. No era fácil para ella tener que someterse y dejarse tocar por otro hombre, que no fuese su esposo. Pero había firmado un contrato, tenía que cumplir.
Yeikol quería contemplar el rostro de Muriel claramente, por esa razón, cambió el tono de las luces rojas a blanco.
— Muriel, ¿qué le parece el lugar?
— Sinceramente, aterrador.
— Tendrás tiempo para decir lo contrario.
Ella no hizo ningún comentario. Él se dirigió a una pequeña licorería y se sirvió un trago de whisky. Se tomó un sorbo y dejó el vaso en la mesa de los juguetes.