Theo Greco es uno de los mafiosos más temidos de Canadá. Griego de nacimiento, frío como el acero de sus armas y con cuarenta años de una vida marcada por sangre y traiciones, nunca creyó que algo pudiera sacudir su alma endurecida. Hasta encontrar a una joven encadenada en el sótano de una fábrica abandonada.
Herida, asustada y sin voz, ella es la prueba viviente de una pesadilla. Pero en sus ojos, Greco ve algo que jamás pensó volver a encontrar: el recuerdo de que aún existe humanidad dentro de él.
Entre armas, secretos y enemigos, nace un vínculo improbable entre un hombre que juró no ser capaz de amar y una mujer que lo perdió todo, menos el valor de sobrevivir.
¿Podrá una rosa hecha pedazos florecer en los brazos del Don más temido de Toronto?
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Capítulo 11 – El Miedo y la Atracción
La madrugada se disolvía en tonos grises cuando Theo entró en su propio cuarto. El reloj marcaba poco antes de las cinco de la mañana, pero el Don no tenía sueño. La cena había terminado horas atrás, y aun así la escena no salía de su mente… ella sentada frente al plato intacto, inmóvil, y, sobre todo, aquel instante, único, breve pero devastador, en que sus ojos se encontraron con los de él.
El silencio de la mansión era casi absoluto. Afuera, solo el viento atravesaba los jardines, haciendo crujir discretamente las ramas de los árboles. Dentro, la seguridad mantenía su vigilia silenciosa. Pero para Theo, lo que realmente pesaba no era el silencio de la casa, sino lo que resonaba dentro de él.
Dejó caer el saco sobre la butaca, abrió los botones de la camisa y se sirvió whisky. El cristal reflejaba la llama titilante de la chimenea encendida. Llevó el vaso a la boca, pero no bebió de inmediato. Permaneció quieto, observando el líquido como si pudiera encontrar respuestas en el fondo de la bebida.
Theo era un hombre que vivía en control. Siempre supo dividir la vida en compartimentos… negocios, lealtades, traiciones, sangre. No había espacio para dudas. Pero desde que la encontró en el sótano, desde aquella primera mirada perdida, su rutina de hierro empezó a resquebrajarse.
Aquella joven, rota y silenciosa, tenía algo que él no sabía describir. No era solo compasión, un sentimiento que creía extinto en sí mismo. Tampoco era solo el impulso de protegerla, como se había dicho. Era más profundo, más peligroso.
Él la deseaba.
No en el mismo tono brutal y carnal con que había deseado a otras mujeres, no en la prisa del cuerpo que exige satisfacción. El deseo que lo corroía era distinto, incómodo, como si cada silencio de ella fuese una invitación y una negativa al mismo tiempo.
Theo se pasó la mano por el rostro, irritado consigo mismo. ¿Cómo podía un Don, el hombre más temido de Toronto, permitir que una mujer, frágil y traumatizada, tambaleara sus cimientos? Él era el depredador. Ella era la presa. Esa debía ser la orden natural de las cosas. Y aun así, era él quien se sentía a merced.
Bebió el whisky de un trago largo, dejando que el calor le quemara la garganta. Se sentó al borde de la cama, apoyando los codos en las rodillas. El recuerdo de su mirada le vino como una ola: miedo, sí, pero también rabia. Rabia hacia él, quizás hacia el mundo entero. Y ese fuego, escondido bajo tanta herida, lo fascinaba más que cualquier belleza.
Por un instante, la imaginó riendo. No de esa forma dura, como lo hacían las amantes pasajeras que calentaban su cama por una noche. Sino riendo de verdad, como alguien que un día tal vez fue libre. La imagen apareció tan clara que Theo cerró los ojos, sofocándola antes de que lo consumiera.
No podía. No debía.
Sus enemigos ya estaban atentos. Vladimir aún respiraba, y mientras respirara, tramaría su caída. Había una lucha en camino, y él no podía permitirse mostrar debilidad. Mucho menos por causa de una mujer.
Theo se levantó, caminó hasta la ventana. Corrió la pesada cortina y dejó que el primer rayo pálido de la mañana atravesara el vidrio. La ciudad aún dormía, pero él sabía que el submundo jamás descansaba.
Y aun así, su mente estaba en otro lugar. En la habitación del otro lado del pasillo.
La joven no dormía. Estaba sentada al borde de la cama, el vestido limpio aún en el cuerpo, los pies descalzos sobre la alfombra suave. El cabello, antes mojado, ya se había secado, pero no le importaba su aspecto. Con cada respiración, la tela ligera del vestido se arrugaba bajo los dedos que lo apretaban con fuerza.
Ella podría huir.
Esa idea venía y volvía como una ola incesante. La habitación tenía un balcón, la ventana no estaba cerrada con llave. Quizá pudiera bajar, quizá correr por los jardines, encontrar una brecha en la seguridad. Quizá.
Pero algo dentro de ella vacilaba.
No era confianza. Ella no confiaba en Theo Greco. No era afecto. Jamás se permitiría sentir algo parecido por ese hombre. Lo que la detenía era más confuso… era miedo, sí, pero también era la extraña certeza de que, al salir de allí, el mundo afuera sería aún más cruel.
Theo la había llamado rosa despedazada. Tal vez tuviera razón. Ella misma se sentía frágil, rota. Pero dentro de sí, escondidas, había espinas. Y, de algún modo, sentía que ese hombre lo sabía.
Se levantó, caminó hasta el balcón y se apoyó en la baranda. El frío de la madrugada le cortaba la piel, pero no le importaba. Cerró los ojos por un instante.
Recordó su voz durante la cena, grave, casi solemne, diciendo que nadie la tocaría. Una promesa que no pidió, pero a la que se aferró como quien se aferra a una tabla en alta mar.
Y entonces vino otro pensamiento. El recuerdo de sus ojos cuando la llamó rosa despedazada. Aquellos ojos no eran solo de un mafioso sanguinario. Eran de un hombre dividido, perdido. Y, aunque no quisiera, sintió un vuelco extraño en el estómago.
Era miedo. Solo podía serlo.
Pero, en algún lugar oculto, también era otra cosa. Apretó los dedos contra la baranda del balcón, respirando hondo. No podía admitirlo. No podía.
En la mansión, el tiempo pasó arrastrado. Theo permaneció frente a la ventana, observando la ciudad despertar. Cada vez más, sentía que la joven era como un espejo invertido: le mostraba la debilidad que llevaba años negando.
Y, al mismo tiempo, le mostraba que aún era humano.
Él odiaba eso.
Encendió un cigarro, aspiró profundo y dejó que el humo llenara la habitación. Mientras el sabor amargo se expandía en su boca, repetía para sí mismo que ella era solo otra deuda por cobrar, otro cabo suelto de Vladimir. Una pieza más de la pelea que aún estaba por venir.
Pero, en el fondo, sabía que mentía.
En la habitación contigua, ella seguía inmóvil frente al balcón, debatiéndose entre las ganas de correr y la extraña sensación de que allí, al lado del Don, había algo que la retenía.
El día nació despacio.
Y los dos, en habitaciones separadas, respiraban el mismo conflicto… miedo y atracción, repulsión y deseo.
Ninguno de los dos sabía cómo, pero el lazo ya había comenzado.
Y no había vuelta atrás.
me gustó como se fue desenvolviendo la protagonista
un pequeño detalle, cuando atraparon a Stefano no hubo concordancia, ya que al principio decías que estaba de rodillas amarrado a la silla y al final escribiste que estaba atado a una columna
te deseo muchos éxitos y gracias por compartir tu talento
👏👏👏👏👏👏👏👏💐💐💐💐💐💐
💯 recomendada 😉👌🏼
De lo que llevas ....traes.... 🤜🏼🤛🏼
estás muerto !!??!!!