En Halicarnaso, una ciudad de muros antiguos y mares embravecidos, Artemisia I gobierna con fuerza, astucia y secretos que solo ella conoce. Hija del mar y la guerra, su legado no se hereda: se defiende con hierro, sombra y espejo.
Junto a sus aliadas, Selene e Irina, Artemisia enfrenta traiciones internas, enemigos que acechan desde las sombras y misterios que el mar guarda celosamente. Cada batalla, cada estrategia y cada decisión consolidan su poder y el de la ciudad, demostrando que el verdadero liderazgo combina fuerza, inteligencia y vigilancia.
“Artemisia: Hierro, Sombra y Espejo” es una epopeya de historia y fantasía que narra la lucha de una reina por proteger su legado, convertir a su ciudad en leyenda y demostrar que el destino se forja con valor y astucia.
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Epílogo: El Juramento de Sangre
Epílogo: El Juramento de Sangre
La noche se cerraba sobre Halicarnaso como un sudario de tormenta. El mar golpeaba con furia los muros de piedra de la ciudad, como si quisiera tragársela de nuevo, y en lo alto de la colina las antorchas de la villa de Artemisia I ardían como faros contra la oscuridad.
La reina de Caria, comandante naval, hija del mar y de la guerra, permanecía erguida en la terraza, contemplando cómo la lluvia caía en hilos gruesos sobre las calles empedradas. Su figura, envuelta en una capa negra, parecía esculpida en mármol; pero sus ojos, negros como pozos sin fondo, ardían con el fuego de quien sabe que el poder no se hereda: se defiende.
Los truenos estallaban en lo alto, haciendo vibrar las columnas de mármol. Desde allí, Artemisia veía el puerto en llamas: barcos enemigos convertidos en esqueletos ardientes que se hundían lentamente, iluminando la superficie embravecida con destellos rojos. El aire estaba impregnado de humo, sal y sangre.
Artemisia no pestañeaba. La guerra era su espejo, y en él había aprendido a reconocerse.
—La serpiente no descansará —murmuró, apenas audible, pero lo suficiente para que el viento llevara sus palabras al horizonte.
Los Serpente habían vuelto a desafiarla. No eran un pueblo extranjero, sino un linaje bastardo nacido de su propia sangre: hijos de la traición y el veneno, que generación tras generación aguardaban en las sombras para quebrar lo que ella había construido.
Descendió las escaleras de mármol con paso firme, el eco de sus botas resonando como tambores de guerra. La esperaba su consejo de generales en la gran sala. Cuando entró, los hombres se pusieron de pie y bajaron la cabeza, como si la tormenta misma hubiera tomado forma en ella.
Artemisia alzó una copa de vino oscuro. Su voz, grave y firme, retumbó bajo la cúpula de piedra:
—Esta noche no solo defendemos Caria. Defendemos un legado.
Sobre la mesa colocó tres objetos. Una espada de hierro, aún húmeda con sangre enemiga. Una máscara de bronce bruñido, que reflejaba los rostros tensos de los presentes. Y un manto negro que absorbía la luz de las antorchas.
—El hierro resiste —dijo, señalando la espada.
—La sombra protege —continuó, dejando que el manto se deslizara sobre la mesa.
—Y el espejo vence —concluyó, alzando la máscara para contemplar su propio reflejo.
Los hombres repitieron las palabras como un juramento sagrado. Era más que un ritual: era la fundación de una dinastía.
A su lado, dos mujeres jóvenes inclinaron la cabeza. Selene Claes, guardiana de secretos, dueña de las penumbras. Irina Jenos, tan hermosa como letal, maestra del disfraz y del veneno. Ellas juraron junto a Artemisia proteger ese legado, aun si su sangre debía derramarse.
Un almirante enemigo, capturado y encadenado, se arrastraba a los pies de la reina. Con el rostro cubierto de sangre, escupió al suelo y susurró:
—La serpiente siempre vuelve.
Un gesto bastó. Lo arrojaron al mar con una piedra al cuello. Artemisia observó cómo las aguas lo devoraban, y comprendió que esas palabras no eran un insulto, sino una profecía.
Aquella noche, la reina no solo venció una batalla. Selló un destino. Un destino escrito en hierro, sombra y espejo.
Siglos después, en la misma costa donde Artemisia había reinado, se erguía la Villa D’Cairo: una mansión de mármol blanco y azul que dominaba Bodrum. En su salón principal, bajo un techo pintado con constelaciones marinas, aún reposaban las tres reliquias: la espada, la máscara y el manto.
La lluvia golpeaba los ventanales como si el tiempo repitiera su advertencia. En torno a la mesa, la familia D’Cairo se reunía en consejo.
Gaetiano D’Cairo, patriarca del linaje, se levantó con voz firme:
—Hoy, como lo hizo nuestra madre Artemisia, debemos decidir quién sostendrá los pilares. La sangre manda, y la sangre exige.
Ante él estaban los cuatro herederos: Gael y Gaetano, gemelos en disputa por el Hierro; Aranea Claes, destinada a la Sombra; y Dasha Jenos, reina del Espejo.
Los gemelos se enfrentaron con la mirada. Uno, fiero y brutal; el otro, frío y calculador. Al final, fueron las voces de Aranea y Dasha quienes sellaron el veredicto: Gael fue proclamado Pilar del Hierro. Gaetano, en silencio, ardía de rencor.
Gaetiano alzó la copa, repitiendo el juramento ancestral:
—El hierro resiste. La sombra protege. El espejo vence. La serpiente acecha, pero jamás reinará.
Los niños escuchaban desde las sombras del salón. Entre ellos, tres miradas ardían con el fuego de la herencia: Thais, hija de Aranea, con ojos de tormenta. Bedelia, hija de Dasha, tan fría como el veneno. Y Artemisia, hija de Gael, tranquila y rebelde a la vez.
Esa noche comprendieron que en la familia D’Cairo la niñez no existía. Solo el legado.
La tormenta azotaba la villa, y entre las piedras húmedas de Bodrum, una víbora real se deslizaba en silencio.
La serpiente había vuelto.
El juego apenas comenzaba.