Abril es obligada a casarse con León Andrade, el hombre al que su difunto padre le debía una suma imposible. Lo que ella no sabe es que su matrimonio es la llave de un fideicomiso millonario… y también de un secreto que León ha protegido durante años.
Entre choques, sarcasmos y una química peligrosa, lo que empezó como una obligación se convierte en algo que ninguno puede controlar.
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Capitulo 23
Me levanté decidida. Hoy hablaría con León sobre nuestro acuerdo. Bajé con mi pijama más tentadora, segura de mí misma, segura de caminar así por su casa.
Lo encontré en la entrada, entregándole un sobre a la señora Elvira. Ella lo miraba con una ceja arqueada.
—¿Todo está bien? —preguntó con ese tono que usaba cuando algo no le cuadraba.
—Tan sano y limpio como una lechuga —respondió él, cortante. Luego clavó su mirada en mí, y mis piernas… bueno, temblaron sin mi permiso.
Sonreí con mi gesto más encantador y abracé a la señora Elvira. Ella me dio un beso tierno en la sien, como siempre.
Amalia entró, me dio uno de sus típicos chequeos de pies a cabeza y siguió de largo. Cuando terminé de arreglarme, busqué a León en su oficina.
—Dime —dijo sin levantar la mirada de unos estados financieros. Ese hombre debía tener romance con los números.
—¿Podemos seguir con la conversación de ayer?
—Claro. Toma asiento.
Cerró el folder y se recostó en su silla de cuero. Noté su sombrero colgado en el perchero y, por primera vez, me puse a detallar la oficina. Había ganado un triatlón, tenía premios de equitación, rodeo y otras cosas peligrosas que no me sorprendían en absoluto. Pero estaban allí, discretos, casi escondidos.
—Tienes el premio al empresario ganadero más joven… —dije, tomando uno entre mis dedos—. Seis años, León, para nuestro matrimonio.
—¿Teniendo en cuenta? —preguntó.
—El tiempo que deben cumplir los administradores de mi padre para duplicar el dinero…
—¿Y qué gano yo? —interrumpió, directo al grano.
—Te doy dos millones de dólares más —solté, segura.
—Lo voy a pensar.
Y así empezó nuestro tira y afloje del día. Él empujando, yo jalando, los dos ardiendo en orgullo. Estábamos ya frente a la puerta, en plena discusión, cuando una voz masculina retumbó detrás de nosotros.
—Tranquilo, fiera.
Mateo.
León levantó la cabeza y vi cómo su rostro se transformaba. No era enojo. No era molestia.
Era ira pura.
Mateo no venía solo. Del brazo traía a una mujer como de treinta y seis años, cabello dorado, postura arrogante… y un anillo de compromiso que brillaba más que su actitud.
León habló sin pensarlo:
—Saca a esa arpía de mi casa.
—León, hablemos, ¿sí? —pidió Mateo.
—No. —Se cruzó de brazos. Error. O acierto. Porque cuando lo hacía no había poder humano que lo hiciera ceder—. La sacas de mi casa… o la sacan de mi casa. Tú decides.
La mujer dio un paso adelante.
—¿Todavía no me superas?
León soltó una carcajada seca, sin humor, casi cruel.
—Superarte a ti es fácil, Carmila. Uno solo olvida lo que nunca valió la pena.
Sentí la tensión electrificar el aire. Carmila me miró como si yo fuera una intrusa… o una cucaracha. Y entendí todo. La postura, el perfume costoso, la mirada de superioridad.
La hija de Barreneche.
Pero ¿qué demonios hacía del brazo de Mateo?
La señora Elvira entró y su rostro se transformó.
—¡Carmila Barreneche, tú no eres bienvenida en esta casa! —su voz temblaba entre furia y dolor—. ¡Y tú, Mateo Andrade! ¿Cómo te atreves a faltarle el respeto a esta familia?
Todo pasó demasiado rápido. Cuando me di cuenta, la mujer ya se había ido y León y Mateo estaban encerrados en la oficina… discutiendo, sin duda.
La señora Elvira estaba llorando. Le ofrecí papel higiénico mientras intentaba calmarla.
—¿Qué pasó? —pregunté, porque ya me ardía la curiosidad.
Ella apretó los labios, como si decirlo doliera.
—León encontró a Mateo… en su cama… con Carmila Barreneche. Mientras tenían relaciones.
Mi quijada se desencajó.
La señora Elvira secó sus lágrimas con el dorso de la mano, tomó aire y, como quien destapa una olla a presión, me dijo en voz baja, casi en confidencia:
—Mira, mi niña… Esto no es nuevo. Esto viene de años atrás.
Me quedé quieta. Ella continuó:
—Mateo tenía apenas veinte cuando empezó todo. Carmila Barreneche se le pegó como garrapata fina. Lo envolvió, lo engatusó… ya sabes cómo son los de esa familia: poderosos, orgullosos y creyéndose dueños del mundo. Pero lo peor no fue eso… —Hizo una pausa, trágica—. Fue que León los encontró. En su propia cama. En su cuarto. A plena luz del día.
Sentí que la columna vertebral se me convertía en hielo.
—Desde ese día —siguió la señora Elvira— Mateo y Carmila han mantenido esa relación escondida, tóxica, llena de secretos… y ahora, como si nada, ¡llegan comprometidos! Muy orondos, muy felices… ¡como si no hubieran destrozado a medio mundo en el proceso!
Ella negó con fuerza.
—Y tú viste cómo reaccionó León… ¿lo viste? Es que él no lo hace por celos, mi niña; León siempre ha sido muy seguro de si mismo. Lo hace por dignidad. Por respeto. Porque en esta casa, lo que se mancha… se limpia. Y lo que no sirve… se saca. Así de simple.
Me quedé muda.
La historia no era un chisme barato:
era una bomba de tiempo que había explotado ese mismo día en la sala de la casa de León.