Pesadillas terribles torturan la conciencia y cordura de un Detective. Su deseó de proteger a los suyos y recuperar a la mujer que ama, se ven destruidos por una gran telaraña de corrupción, traición, homicidios y lo perturbador de lo desconocido y lo que no es humano. La oscuridad consumirá su cordura o soportará la locura enfermiza que proyecta la luz rojo carmesí que late al fondo del corredor como un corazón enfermo.
NovelToon tiene autorización de XintaRo para publicar esa obra, el contenido del mismo representa el punto de vista del autor, y no el de NovelToon.
El Hombre Sin Ojos. Pt3.
Ya de noche, las calles del distrito sur estaban tan desiertas como siempre, un cementerio de concreto y humo donde las almas parecían haber huido hace años. Llevé a Héctor hasta su casa en el distrito oeste. Él no dijo mucho en el camino. Se quedó mirando por la ventana como si buscara una respuesta entre los reflejos del vidrio, quizá un consuelo. Lo dejé frente a su edificio, uno bastante más decente que el mío, aunque igual de castigado por la noche perpetua de Cuatro Leguas.
Yo, en cambio, conduje hacia mi departamento. Piso 13. Un número que hace reír a los supersticiosos, pero que para mí solo representa el final de un día más sin respuestas.
Entré a casa sin encender la luz. El bulbo del pasillo estaba muerto desde hacía semanas. No me molestaba. De alguna forma, me gustaba la penumbra. Me quito la chaqueta, me desabotono la camisa con desgano y me dejo caer sobre la silla vieja de madera de mi pequeño comedor, como un cuerpo sin vida.
Sobre la mesita, mientras fumo un cigarrillo fresco de mi cajetilla, junto al cenicero, aún estaban los informes del caso Mat Slim. Entre las hojas amarillentas y las carpetas semiabiertas, algo llamó mi atención: una libreta de cuero negro, de bordes quemados. No la recordaba. No la había visto antes entre los documentos oficiales. Quizá estaba escondida. Quizá alguien la colocó allí para que la encontrara.
La tomé. El tacto era áspero, como piel curtida al fuego. En la tapa no había título, solo cicatrices. Abrí con cautela. En la primera página, escrito con una tinta rojiza que no sabría decir si era tinta real, o algo más… decía:
“Lux est illis qui tenebras non timent.”
Luz es para aquellos que no temen a la oscuridad.
La frase me dejó frío. Algo dentro de mí se sacudió. Un recuerdo enterrado. Una sensación que no podía nombrar. Cerré el cuaderno. Dejé que el sueño me llevara sin darme cuenta.
Jamás supe por qué caminaba por aquel pasillo. Solo recuerdo el eco de mis pasos, resonando entre las paredes viejas, húmedas y oscuras… Un corredor interminable, bordeado por cientos de puertas selladas, como tumbas cerradas a la fuerza. Un brillo rojizo, tenue, pulsante, emergía desde el extremo del pasillo, y temblaba con vida propia… como si respirara.
No sabía qué buscaba. Solo sabía que debía avanzar.
Entonces, la vi. Una pequeña silueta, quieta como una estatua, al borde de la visión. Una niña. Tendría, tal vez, diez años. Me acerqué, pero en un parpadeo se deshizo como la niebla al alba. Desapareció.
Retrocedí, perturbado, cuando una voz emergió desde la penumbra, una melodía suave, helada, como si la misma muerte susurrara:
—No retrocedas. No mires atrás. Los que no viven… ansían tu mirada asustada.
Mi cuerpo quedó paralizado, inmóvil como roca en el desierto. No obedecí por valor, sino por puro terror. Mantuve la mirada al frente, pero giré levemente la cabeza hacia la izquierda. Había una pequeña ventana empañada en una de las puertas oxidadas. Limpié con la palma la humedad, revelando un cuarto angosto y sombrío. Apenas tres metros de largo, dos de ancho. Una cama de hierro oxidado y un mueble desvencijado eran todo lo que contenía.
Y allí, sobre la cama, en posición fetal, la vi otra vez.
La niña. Agazapada, abrazando sus rodillas delgadas. El cabello blanco le cubría el rostro, y sostenía un conejo de peluche negro por la oreja, con fuerza. Sus dedos eran huesudos, frágiles, casi transparentes. Entonces, levantó la cabeza. Su mirada me atravesó. Era una mezcla de dolor antiguo… y ternura rota.
Inclinó levemente su rostro hacia la izquierda, observándome con una expresión muda. Un suspiro. Y en un instante, sin que pudiera entender cómo, estaba justo frente a la ventanilla.
Retrocedí.
—Ayúdame —susurró. Su voz, de terciopelo, era helada como la muerte misma.
El miedo me ahogaba, pero una certeza me anclaba: ella no quería hacerme daño. Algo en sus ojos gritaba desesperación. Me acerqué a la puerta y giré la cerradura. Era pesada, oxidada, casi viva. Al abrirla… la niña ya no estaba.
Retrocedí con torpeza, tropezando con mis propios pies. Caí de espaldas. Solo vi el techo: un foco sucio y palpitante colgando sobre mí, como un ojo vigilante. Mis pensamientos se agolparon. Todo esto debía ser un sueño. Sí, un mal sueño. Comencé a golpear mi frente, murmurando:
—Despierta… despierta…
Pero una voz interna, dulce, persistente, me susurró:
—No lo hagas. Terminemos el corredor. Si es un sueño… nada puede pasar.
Me levanté. Respiré hondo. Me sacudí el polvo de la ropa y sonreí con nerviosismo.
—Vaya sueños que tengo… —dije en voz baja—. La mente es una actriz cruel.
Avancé sin mirar a los lados. Al fondo del corredor, la luz carmesí brillaba con más fuerza. Pero entonces… sentí algo sobre mis hombros. Un escalofrío me caló hasta los huesos. Giré la cabeza lentamente. Una mano pequeña, blanca, sostenía un conejo negro de peluche.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí? —pregunté, con la voz temblorosa.
—Soy Isabela. Mucho gusto. ¿Tú quién eres? —respondió, dulce.
Tragué saliva.
—Yo soy…
—Ya sé quién eres. No necesitas decir tu nombre.
Me quedé mudo. Entonces pregunté:
—¿Qué… quieres de mí?
Silencio. Luego, una respuesta casi infantil:
—Solo quiero pasear.
No supe qué pensar. Su tono era tan inocente que dolía. La acomodé suavemente sobre mi espalda. No pesaba nada. Era como llevar una pluma, pero… la sentía. Caminamos hacia la luz. Pasaron minutos, quizá más. El tiempo parecía derretirse en ese lugar.
—¿Qué demonios pasa aquí? ¿Nunca se acaba este maldito camino? —grité, cansado.
Ella respondió con tristeza:
—¿Por qué quieres que acabe? ¿Te desagrada mi compañía?
Sentí algo tibio caer sobre mi hombro. Una lágrima. Isabela lloraba.
—No… no es eso. Solo… este camino me pone nervioso —murmuré.
Ella rió, una risa pequeña, encantadora. Me sonrojé. Me reí también. Y seguí caminando.
—Vamos… antes de que la muerte nos alcance.
Ella se rió otra vez y me abrazó fuerte del cuello. Apoyó su cabeza en mi nuca. Avanzamos.
Diez minutos más tarde, noté algo. El cuerpo de Isabela… ya no era etéreo. Era real. Tangible. Pesado y cálido. Como si, lentamente, regresara a este mundo.