LA AMANTE DEL EMBAJADOR

Siendo que no le había parecido tan específico la pregunta, no estaría del todo mal decirle algo de sus planes.

—En el nuevo mundo, eso es seguro—respondió su cuñada—un lugar ubicado en el campo, en una cabaña a la orilla de un lago... con el ruido de las gallinas cada mañana, mientras el olor del rocío inunda la nariz de uno recién despierto. Ese lugar sería magnífico para comenzar de cero.

Alexander sonrió, imaginando por un momento esa vida sencilla y tranquila que describía Penélope. La idea de escapar de las intrigas y responsabilidades de la corte le resultaba tentadora. Era una vida casi igual a la que su hijo quería.

—Es una hermosa visión —dijo suavemente—espero que puedas hacerlo realidad algún día.

El carruaje se detuvo y Penélope bajó con gracia, agradeciéndole a Alexander con una leve inclinación de cabeza antes de dirigirse hacia el parque.

—Penélope, si necesitas algo, no dudes en acudir a mi despacho—dijo el embajador, mirándola con seriedad—nos veremos esta noche

Ella asintió, ofreciendo una sonrisa que no alcanzó sus ojos. Mientras caminaba, sus pensamientos volvían a su misión y al sacrificio que estaba dispuesta a hacer para liberar a su sobrino y, de alguna manera, a sí misma de las garras de la realeza. Tenía claro su objetivo y no dejaría que nada, ni siquiera sus propios sentimientos, se interpusieran en su camino.

El carruaje comenzó a andar, mientras Alexander observaba la figura de su cuñada alejarse a lo lejos. Sus puños se cerraron con fuerza, imaginando lo que tuvo que sufrir por ser la hija ilegítima. En cierto modo, podía encontrar cierto parecido con su hijo.

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El carruaje se detuvo frente a la imponente oficina diplomática, y el embajador salió, arreglándose muy bien su abrigo y su sombrero de copa. Agradecía que su única reunión importante del día sería con la comisión de representantes que el primer ministro de la India había enviado a su nombre.

Los guardias inclinaron la cabeza en señal de respeto al embajador, y uno de ellos abrió la gran puerta de madera tallada que daba acceso al edificio.

Alexander caminó con paso firme y decidido, sintiendo el peso de su responsabilidad sobre sus hombros, pero también una extraña calma que le había dejado la conversación con Penélope.

El vestíbulo de la oficina diplomática estaba adornado con lujosos tapices y alfombras del distrito de Kashimira, el paraíso de su país natal.

Al pasar por el corredor principal, Alexander fue recibido por su secretario, quien le entregó una carpeta con los documentos necesarios para la reunión.

—Buenos días, su excelencia —dijo Edward con una inclinación respetuosa—todo está preparado para su encuentro con la comisión del primer ministro.

—Gracias, Samuel—respondió Alexander, tomando la carpeta—vamos, no hagamos esperar a nuestros invitados.

Con una sonrisa de cortesía, Alexander se dirigió a la sala de conferencias. Al entrar, fue recibido por un grupo de hombres vestidos con trajes elegantes y turbantes, quienes se levantaron al verlo entrar.

Entre ellos se encontraba el principal representante, el señor Lalit Khan, un hombre de mediana edad con una mirada inteligente y serena.

—Señor embajador, es un honor encontrarnos con usted—dijo Lalit, extendiendo su mano en señal de saludo.

—El honor es mío, señor Khan —respondió Alexander, estrechando su mano con firmeza—espero que su estadía en London haya sido placentera y que pueda ir con todo lo que el primer ministro necesita.

—Así fue, gracias —respondió Lalit—estamos ansiosos por discutir los últimos puntos de la agenda antes de partir en la noche.

—¿Tan pronto?—preguntó confundido—pensé que su regreso sería en dos días.

—Así es, pero el señor ministro requiere nuestra presencia antes de tiempo—respondió el alto representante.

Alexander, con su habilidad diplomática, logró avanzar en varios puntos cruciales, asegurando posibles beneficios mutuos para ambos países, en consonancia con lo que él había hablado con el rey.

Después de varias horas de intensas negociaciones, la reunión llegó a su fin. Satisfecho con los resultados, Alexander se despidió de la comisión india, agradeciéndoles por su tiempo y cooperación.

—Ha sido un placer trabajar con ustedes—dijo Alexander mientras estrechaba nuevamente la mano de Lalit—.¡Estoy seguro de que este acuerdo traerá prosperidad a ambos países! Estaré al tanto de la respuesta del primer ministro.

—Lo mismo digo, señor embajador —respondió Lalit con una sonrisa—¡Hasta la próxima!

Mientras los representantes indios abandonaban la sala, Alexander sintió una extraña mezcla de alivio y agotamiento. La política y la diplomacia habían sido parte la vida impuesta que su padre le había heredado. Sin embargo, él también anhelaba una vida como la que su cuñada había descrito.

Se dirigió de nuevo a su oficina, dispuesto a revisar los documentos del día y preparar los informes necesarios. No obstante, antes de marcharse de la sala de reuniones, notó una carta justo en el puesto en el que el señor Lalit se había sentado.

Curioso, pensando que era un documento importante, se acercó y notó que la hoja tenía su nombre escrito. Así, lleno de intriga, abrió la carta y comenzó a leerla.

"Señor embajador, es para mí un pesar el tener que comunicarle esto de esta forma tan clandestina. No obstante, conozco a su padre desde hace años y por la amistad con él, es que necesito advertirle el motivo exacto por el cual la comisión se irá tan pronto.

    El primer ministro ha recibido información de que dentro de poco, puede ser en semanas o meses, ocurrirá un golpe de Estado y la capital real se convertirá en un infierno. Así que ha ordenado el regreso discreto de varios de sus altos mandos en el reino.

    Debido a su matrimonio con la bisnieta del rey, el primer ministro no cree que usted deba volver. No obstante, si así lo desea, le imploro que tome medidas cuanto antes por el bien de los suyos. Espero, en el futuro, volver a verlo.

    ¡Qué los dioses lo acompañen!"

Antes de tener la oportunidad de volver a leerla, la carta comenzó a incendiarse, debido a la tinta incendiaria con la que estaba escrita. Obligándolo a tirarla, observó como terminaba de desaparecer en cenizas, mientras estaba helado ante tal noticia.