Erick un antiguo detective retirado es una persona obsecionada con un caso de desapricion del pasado resibe una misteriosa llamada anonima que lo llevara a volver al caso, el inicio que comenzo con esta llamada lo metera a los planes de una organizacion que nos dice que el secuestro de laura no es tan simple como parece
La historia está hecha para que te preguntes si hubieras seguido las decisiones que Erick toma a lo largo de la historia
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¿Nos encontraron?
El aire húmedo del sótano te cala hasta los huesos. María te sigue, sus pasos sigilosos apenas perturban el silencio opresivo. Se acerca a tu lado, observando con cautela los archivos esparcidos sobre la mesa de acero inoxidable. Su mirada, inicialmente inquisitiva, se transforma en una expresión de horror al darse cuenta de lo que estás viendo. Los diez nombres restantes, además del de Laura, no son simples coincidencias. Son casos sin resolver, todos ellos niños desaparecidos en los últimos veinte años, la mayoría en la última década, justo cuando tú te retiraste de la fuerza. La coincidencia es demasiado perfecta, demasiado siniestra.
"¿Erick...? Esto... esto es..." María traga saliva con dificultad, la voz apenas un susurro. Sus ojos recorren la lista, deteniéndose en cada nombre, cada fecha, como si intentara grabarlas a fuego en su memoria. El peso de la revelación la golpea con la misma fuerza que a ti. No es sólo la desaparición de Laura; es una conspiración mucho mayor, mucho más profunda y oscura de lo que jamás hubieras imaginado. Un escalofrío recorre su espalda, no sólo por el frío, sino por el terror que le recorre las venas.
"¿Cuántos más?" pregunta, la voz apenas un hilo. La pregunta no necesita respuesta; la respuesta está ahí, escrita en blanco y negro, en cada carpeta, en cada nombre silenciado, en cada rostro infantil perdido en el olvido.
Te das la vuelta, observando la expresión de María. La comprensión y el miedo se mezclan en su mirada, reflejando la misma confusión e incredulidad que te embarga a ti. El silencio que se establece entre vosotros es aún más denso que el aire húmedo del sótano. El reloj de la pared, invisible en la penumbra, parece marcar el tiempo con una lentitud agonizante.
La idea de analizar los demás archivos te tienta, la promesa de más respuestas, de más nombres rescatados del olvido, te impulsa. Pero una duda, una inquietud fría te recorre la espalda: ¿por qué no hay nadie aquí? ¿Por qué este lugar, con información tan delicada y comprometedora, está aparentemente vacío? La pregunta flota en el aire, una interrogante silenciosa en el opresivo silencio del sótano.
En ese instante, el sonido te interrumpe. Unos pasos lentos, resonando en las escaleras del exterior, rompen el silencio con una urgencia inquietante. No hay tiempo para el análisis, para la reflexión. La intuición, tan afilada como un cuchillo, te advierte del peligro inminente.
Con un movimiento rápido, casi instintivo, te escondes tras un armario metálico, su fría superficie se presiona contra tu espalda. La mano se dispara, encontrando la boca de María, cubriéndola con una firmeza que silencia cualquier sonido que pudiera escapar de sus labios. Sus ojos, llenos de terror y comprensión, se encuentran con los tuyos en la penumbra del laboratorio. El silencio, ahora, es aún más tenso, más pesado, el sonido de los pasos se acerca, cada pisada resonando como un latido de muerte en tus oídos.
A través de la pequeña ventana circular del armario, observas la figura que se aproxima al laboratorio. La puerta entreabierta parece sorprenderlo; se detiene un instante, como si dudara, antes de entrar. Desde tu ángulo, oculto tras el metal frío, solo puedes ver parcialmente su silueta. Su rostro permanece oculto, pero tus ojos se fijan en sus manos enguantadas de negro. Un anillo, llamativo en su sencillez, destaca en uno de los guantes; un símbolo familiar, un sello que te resulta vagamente conocido, pero que se resiste a ser recordado, se posa en la oscuridad.
Un murmullo, una serie de sonidos guturales que no encajan en ningún idioma que hayas escuchado jamás, llena el espacio. La figura se dirige a uno de los cajones, extrae una máscara, una de esas mascarillas respiratorias de plástico, y se la coloca con una precisión inquietante. Después, se retira del laboratorio, dejando tras de sí un silencio aún más inquietante que el que lo precedió. El hedor del miedo, la sensación fría del metal contra tu espalda, la opresión del secreto… permanecen. La imagen del anillo, el símbolo indescifrable, la incertidumbre de lo que has visto, te persiguen.
Despues de que la misteriosa figura entra en las celdas se escucha un disparo que nos mantiene tensos
El silencio que sigue al disparo es ensordecedor. Un silencio cargado de tensión, de expectativa, que nos mantiene inmovilizados tras el armario. Los segundos se estiran, convirtiéndose en minutos, mientras escuchamos atentamente cualquier otro sonido, cualquier indicio de movimiento. Pero reina el silencio. Un silencio tan profundo que comienza a resultar más inquietante que el propio disparo.
Tras lo que parece una eternidad, la cautela se impone a la incertidumbre. Es necesario investigar. Es necesario saber qué ha ocurrido. Sin embargo, María, con una rapidez y decisión inesperada, interrumpe mi impulso de salir corriendo hacia la celda. De un cajón cercano, extrae dos máscaras respiratorias. Con una mirada severa, me entrega una, indicándome que me la coloque. El gesto es inequívoco: algo en el aire, algo en este sótano, exige precaución. El olor a humedad y a algo acre se intensifica, haciéndose más punzante con cada inhalación. El silencio es una amenaza en sí misma, una espera expectante antes de lo que pudiera ocurrir. El aire, pesado, denso, está cargado de una inquietud que se respira como una sustancia tóxica.
Con la pistola firme en mi mano, avanzamos lentamente hacia las celdas. Cada paso cruje con una inquietante fragilidad sobre el suelo de tierra y cemento. El aire, denso y cargado de un olor nauseabundo que se aferra a la garganta, me recuerda la advertencia de María y el peligro que acecha en este lugar. Desciendo con cuidado los pocos escalones que separan la entrada de la celda propiamente dicha. La luz de mi linterna recorre la pared de piedra húmeda, buscando cualquier detalle.
La figura misteriosa yace allí, tendida sobre el suelo frío y húmedo. El horror se apodera de mí al ver su rostro. Desfigurado, derretido por lo que parece ser un ácido corrosivo, apenas se puede distinguir la forma humana. La carne se ha licuado, dejando tras de sí una masa amorfa y repugnante. El cuerpo, rígido y pegado al suelo, se presenta como una mancha oscura y viscosa. Incluso el anillo, aquel anillo con el símbolo que me resulta tan familiar, ha desaparecido. No queda rastro de él.
María, junto a mí, observa la escena con la misma expresión de repulsión y perplejidad que yo. Su voz, apenas un susurro en el silencio sepulcral del sótano, rompe el silencio que hasta entonces había reinado. "¿Ves algo, Erick? No hay señales de una lucha, ni siquiera restos de un arma. Es… extraño."
Me inclino sobre el cuerpo, examinando la zona con la luz de mi linterna. María tiene razón. No hay signos de una lucha cuerpo a cuerpo, ni un solo rastro de sangre. No hay casquillos de bala, ni tampoco ningún tipo de arma. El cuerpo, salvo por la corrosión del rostro, está inexplicablemente intacto. La ausencia de cualquier indicio de violencia directa es profundamente inquietante. ¿Cómo murió este individuo? ¿Y por qué su cuerpo está adherido al suelo de esa manera? ¿Es el ácido el responsable?
El silencio vuelve a instalarse, un silencio aún más opresivo ahora, cargado con la incógnita de un misterio que se profundiza cada vez más. El olor acre, mezclado con el penetrante aroma a humedad, llena mis pulmones, y el sabor metálico en mi boca me confirma que algo en este lugar está muy mal. Miro a María, buscando una respuesta en sus ojos, una pista, cualquier indicio que nos pueda guiar en este laberinto de horrores. ¿Qué haremos ahora? ¿Qué significa todo esto? La llamada anónima, la muerte de esta figura misteriosa, la falta de un arma… Las piezas del rompecabezas siguen sin encajar.