Soy Anabella Estrada, única y amada hija de Ezequiel y Lorena Estrada. Estoy enamorada de Agustín Linares, un hombre que viene de una familia tan adinerada como la mía y que pronto será mi esposo.
Mi vida es un cuento de hadas donde los problemas no existen y todo era un idilio... Hasta que Máximo Santana entró en escena volviendo mi vida un infierno y revelando los más oscuros secretos de mi familia.
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Capitulo XI Intento de escape fallido
Punto de vista de Anabella
Desperté en una cama enorme y exageradamente suave. Por un segundo, el calor de las sábanas me engañó haciéndome creer que estaba en mi propia habitación, pero el hechizo se rompió pronto. Un dolor punzante en mi brazo derecho me obligó a mirar: tenía una vía intravenosa conectada. La visión de la aguja atravesando mi piel fue el recordatorio brutal de que no estaba en casa.
Intenté incorporarme con rapidez, pero el mundo giró violentamente y un dolor agudo me atravesó la cabeza, obligándome a caer de nuevo contra las almohadas. Estaba débil, drenada. Acaricié la zona donde la aguja se hundía en mi vena, preguntándome qué demonios me había pasado.
Entonces, los recuerdos regresaron como una avalancha de lodo: la lluvia, el frío, y mi padre siendo brutalmente golpeado frente al portón. Las lágrimas empezaron a brotar sin control. ¿Dónde estaba él? ¿Seguía vivo? El pecho me ardió de angustia.
De repente, el sonido de la puerta abriéndose me hizo tensar cada músculo. Una mujer de avanzada edad entró con pasos pausados, llevando una bandeja con lo que parecía ser el desayuno.
—Al fin despiertas —dijo la anciana. Su tono era suave, casi maternal, pero para mí no era más que otra pieza en el tablero de mi captor.
—¿Quién es usted? —pregunté con brusquedad. Mi voz sonó rasposa, herida.
No podía confiar en nadie en esta casa. En mi mente, todos ellos, desde el que limpiaba los pisos hasta el que vigilaba la entrada, eran cómplices de mi secuestro.
—Tranquila, hija...
—No me llame hija. No soy nada suyo —la interrumpí, siendo mucho más grosera de lo que pretendía, pero el miedo me estaba dictando las palabras—. Ahora, dígale al animal de Máximo que exijo irme a mi casa. Dígale que sea hombre y me dé la cara.
La mujer no se inmutó ante mi arrebato. Dejó la bandeja en la mesita de noche con una calma desesperante.
—Máximo no se encuentra en la mansión ahora mismo —respondió ella, sin perder la compostura—. Es un hombre muy ocupado y pocas veces está aquí. Ahora, trata de calmarte y come un poco. Necesitas recuperar fuerzas si quieres salir de esa cama.
Esperé a que la anciana saliera de la habitación. En cuanto el clic de la puerta resonó, mi corazón empezó a martillear contra mis costillas. No iba a quedarme aquí sentada esperando a que el "dueño" decidiera mi destino.
Miré la aguja en mi brazo. El solo pensamiento de arrancarla me revolvía el estómago, pero el miedo a Máximo era más fuerte. Cerré los ojos, apreté los dientes y tiré de un solo golpe. Un grito ahogado escapó de mis labios mientras un hilo de sangre corría por mi antebrazo. Me presioné la herida con la sábana blanca, manchándola de un rojo brillante, y esperé a que el mareo pasara.
—Tengo que salir de aquí... —susurré, obligándome a bajar de la cama.
Mis piernas se sentían como gelatina. Me arrastré hasta el gran ventanal y lo abrí con dificultad. El aire fresco de la mañana golpeó mi rostro, despejando un poco la niebla de mi mente. Estaba en un segundo piso. Abajo, un balcón de piedra se extendía unos metros, y más allá, el jardín que parecía no tener fin.
Con manos temblorosas, salí al balcón. El frío del suelo de piedra me recordó la noche anterior, pero no me detuve. Estaba buscando una forma de bajar por la hiedra que trepaba por los muros cuando una voz, profunda y gélida como el invierno, me congeló la sangre.
—Es una caída de seis metros, Anabella. En tu estado, lo único que lograrás es romperte el cuello.
Me tensé y miré hacia abajo. Máximo estaba allí, de pie en medio del sendero del jardín. Vestía un traje impecable, oscuro, y sostenía una taza de café con una calma insultante. No parecía sorprendido; parecía que había estado esperando este momento.
—¡Déjame ir! —grité, aferrándome a la barandilla de piedra para no caer por la debilidad—. ¡No puedes tenerme aquí contra mi voluntad!
Máximo dio un sorbo a su café y levantó la vista. Sus ojos, bajo la luz del sol, parecían de cristal endurecido.
—¿Contra tu voluntad? —preguntó, enarcando una ceja—. Tú aceptaste mi ayuda. Yo solo estoy asegurándome de que te recuperes. Además, si saltas y mueres, ¿quién pagará las cuentas del hospital de tu padre? Acabo de autorizar una cirugía de emergencia para él. Sería una lástima que el pago fuera cancelado por falta de... motivación.
El aire se escapó de mis pulmones. El chantaje era directo y brutal. Me quedé allí, expuesta en el balcón, viéndome como la presa que él siempre supo que era.
—Entra ahora mismo —ordenó, y esta vez su voz no fue sutil; fue una orden de mando absoluto—. Si vuelves a intentar una estupidez así, le pediré a mis hombres que dejen a Ezequiel en la acera de la clínica tal como lo encontré anoche. Tú decides si quieres ser una heroína muerta o una hija obediente.
Derrotada y con la vista nublada por las lágrimas, retrocedí hacia el interior de la habitación. Cerré el ventanal y me desplomé en el suelo, sollozando. Máximo Santana no era solo un hombre peligroso; era un carcelero que utilizaba el amor que yo sentía por mi familia como los clavos de mi propia cruz.
Unos minutos después, el sonido de la cerradura me indicó que mi carcelero había regresado. La puerta de mi prisión se abrió de par en par, dejando pasar la imponente y aterradora figura de Máximo Santana. Se veía impecable, como si no acabara de amenazarme de muerte desde el jardín.
—Mi familia tiene tanto o más dinero que tú —solté con una frialdad que recuperé del fondo de mi orgullo—. No necesitamos que pagues ninguna clínica. Mi padre puede costearse los mejores médicos del mundo sin tu caridad.
Máximo se detuvo a medio camino. Una sonrisa ladeada, cargada de una lástima insultante, apareció en su rostro.
—En eso te equivocas, niña tonta —dijo, y su voz gélida me hizo estremecer—. Seguramente tu querido padre no te contó que hizo una inversión desastrosa. Su patrimonio es un castillo de naipes a punto de colapsar bajo el peso de sus deudas.
Mi mundo se detuvo en un instante. El aire se volvió pesado, difícil de tragar.
—Estás mintiendo... —murmuré, aunque mi voz temblaba—. ¿Qué pretendes ahora? ¿Inventar cuentos para asustarme? —grité, intentando ocultar mi terror con furia.
Máximo no se inmutó. Se acercó a mí con una lentitud felina y extendió un sobre amarillo que llevaba en la mano.
—Aquí tienes las pruebas. Los estados de cuenta, las hipotecas y las órdenes de embargo que tu padre ha estado ocultando bajo la alfombra —me lo puso en las manos y sus dedos rozaron los míos, enviando una descarga de corriente por mi cuerpo—. Lee los documentos. Infórmate de la ruina que te espera fuera de estas paredes.
Caminó hacia la puerta, pero antes de salir, se detuvo y me miró por encima del hombro.
—Esta noche te espero en el comedor. Hablaremos de un acuerdo. Tú tienes algo que yo quiero, y yo soy el único que puede evitar que tu familia termine en la calle. No llegues tarde.
La puerta se cerró con un golpe seco. Me quedé sola en la inmensa habitación, aferrando el sobre contra mi pecho como si fuera una bomba a punto de estallar. Estaba aterrada de descubrir que Máximo decía la verdad, pero sabía que no tenía escapatoria. Tenía que enfrentar la realidad por muy dura que fuera, porque mi apellido, mi padre y mi futuro dependían ahora de la voluntad del hombre que más nos odiaba.