Sara García siempre fue la "oveja negra" de su familia, una joven callada y tímida que creció entre las humillaciones de sus padres y las burlas de sus compañeros. Mientras el resto de la prestigiosa familia García brillaba en los eventos sociales de España, Sara era relegada a las sombras, ridiculizada incluso por su propia madre, quien le repetía que jamás sería más que una chica "fea y torpe".
Pero todo cambió cuando conoció a Renata, una joven rebelde y brillante en la universidad, quien le enseñó a confiar en sí misma. Juntas, desarrollaron NeuroLink, una tecnología revolucionaria capaz de conectar mentes humanas para compartir pensamientos y emociones en tiempo real. Decididas a demostrar su valía, patentaron el proyecto en secreto y amasaron una fortuna que mantuvieron oculta para protegerse de quienes siempre las subestimaron.
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Soledad en la Escuela
La alarma del despertador sonó con un pitido agudo. Sara se despertó de golpe, aún con la sensación de cansancio oprimiendo su cuerpo. Había pasado la noche trabajando en el diseño del prototipo, pero eso no era lo que pesaba sobre sus hombros. Era algo más profundo, una carga que llevaba desde siempre.
Cuando encendió la luz tenue de su habitación, vio su reflejo en el espejo. Por un momento, la imagen se desvaneció y, en su lugar, la niña que había sido años atrás apareció frente a ella, con la misma mirada asustada y los ojos llenos de lágrimas.
Los recuerdos de su infancia la golpearon como un puñetazo.
"¡Sara, la fea!"
El grito resonó en el patio de la escuela. Sara, de apenas ocho años, trató de ignorarlo mientras sostenía su libro favorito con fuerza contra su pecho. Sabía que si se detenía o si respondía, las cosas solo empeorarían.
—¡Oye, cuco! dijo una niña rubia de su clase, bloqueándole el camino. Era Paula, la líder del grupo que siempre encontraba nuevas formas de humillarla. ¿Por qué no te quitas esas gafas? Quizás así no asustes tanto.
El resto de los niños estallaron en risas. Sara intentó pasar, pero Paula le arrebató el libro de las manos.
—¿Qué lees? preguntó con una sonrisa maliciosa, hojeando las páginas sin cuidado—. ¿Es un libro para aprender a ser bonita? Porque te hace mucha falta.
Sara sintió que las lágrimas querían salir, pero no las dejó. Había aprendido a no llorar frente a ellos. Sin embargo, eso no evitaba que el nudo en su garganta creciera.
—Devuélvemelo murmuró con voz temblorosa.
—¿Qué? ¿No te escuché? ¿Puedes hablar más fuerte? se burló Paula, levantando el libro sobre su cabeza. Oh, espera, quizás el cuco no sabe hablar.
Sara intentó alcanzarlo, pero Paula la empujó. El golpe contra el suelo fue doloroso, pero no tanto como la humillación de las risas que la rodearon.
Ese día, cuando llegó a casa con el uniforme sucio y el corazón roto, su madre ni siquiera preguntó qué había pasado.
—Sara, ¿por qué estás tan despeinada? ¿No puedes esforzarte un poco para no parecer un desastre todo el tiempo? fue todo lo que dijo Isabel, mientras se arreglaba frente al espejo.
Sara subió a su habitación sin decir nada. Se encerró y sacó otro libro de su estantería. Leer era su refugio, el único lugar donde podía escapar de un mundo que parecía odiarla sin motivo.
En el colegio, las cosas no mejoraron. A medida que crecía, los insultos y las burlas evolucionaron. Ya no era solo "fea" o "cuco". Ahora era "la rarita", "la invisible", "la que nadie quiere".
En una ocasión, durante una clase de ciencias, el profesor había pedido a los estudiantes que formaran equipos para un proyecto. Sara miró a su alrededor, esperando que alguien la invitara, pero todos apartaron la mirada, fingiendo estar ocupados. Finalmente, terminó trabajando sola.
—No te preocupes, Sara le dijo el profesor con una sonrisa forzada. Seguro que haces un buen trabajo por tu cuenta.
Ella asintió, fingiendo que no le importaba. Pero, por dentro, sentía cómo su corazón se desgarraba un poco más.
Esa noche, lloró hasta quedarse dormida. No porque estuviera sola ya estaba acostumbrada a eso, sino porque empezaba a creer que quizá todos tenían razón. Quizás había algo mal en ella, algo que hacía que nadie quisiera estar cerca.
En la adolescencia, las cosas no cambiaron mucho. Aunque había aprendido a ignorar las burlas y a pasar desapercibida, eso no significaba que no las sintiera. En las fiestas a las que nunca era invitada, en los eventos escolares donde siempre quedaba al margen, en los pasillos donde la gente la miraba y luego susurraba entre risas... Todo era un recordatorio constante de que no pertenecía.
Un recuerdo en particular la atormentaba más que otros.
Era el último año de secundaria, y la clase había organizado un baile para celebrar. Sara no tenía intención de ir, pero su madre insistió.
—Por lo menos intenta parecer normal por una vez le dijo Isabel mientras le entregaba un vestido que había comprado de rebajas. No quiero que digan que la familia García no se esfuerza con sus hijos.
Sara no dijo nada. Sabía que su madre no lo hacía por ella, sino por la imagen de la familia. Esa noche, se puso el vestido y trató de arreglarse lo mejor que pudo. Pero cuando llegó al baile, la sensación de no pertenecer la golpeó con más fuerza que nunca.
Las miradas burlonas, los susurros, las risas contenidas... Todo era demasiado. Intentó quedarse en un rincón, pero no pasó mucho tiempo antes de que Paula, ahora más cruel que nunca, se acercara con su grupo.
—¿Qué haces aquí, Sara? preguntó con fingida sorpresa. Pensé que los bailes eran para la gente bonita.
—Déjala en paz, Paula murmuró una de las chicas, pero su tono no era más que una burla disimulada.
Sara intentó ignorarlas, pero Paula no iba a dejarla ir tan fácil.
—¿Sabes? dijo con una sonrisa venenosa. En realidad, me alegro de que estés aquí. Cada fiesta necesita un poco de humor, y tú eres la payasa perfecta.
Las risas fueron lo último que Sara escuchó antes de salir corriendo. Esa noche, lloró tanto que sus ojos quedaron hinchados por días.
El sonido de su teléfono la devolvió al presente. Era un mensaje de Renata:
"¡Buenos días! ¿Lista para cambiar el mundo hoy?"
Sara sonrió débilmente. Renata era la única persona que no la hacía sentir como un error. Pero incluso con su apoyo, las cicatrices de su pasado seguían presentes, recordándole que el mundo no siempre era un lugar amable.
Se levantó, se arregló y tomó su mochila. Antes de salir de su habitación, miró una vez más su reflejo en el espejo.
—Un día, todo esto será solo un recuerdo lejano murmuró.
Sin embargo, en el fondo, no podía evitar preguntarse si realmente sería capaz de dejar atrás todo el dolor.