Emma lo tenía todo: un buen trabajo, amigas incondicionales y al hombre que creía perfecto. Durante tres años soñó con el día en que Stefan le pediría matrimonio, convencida de que juntos estaban destinados a construir una vida. Pero la noche en que esperaba conocer a su futuro suegro, el mundo de Emma se derrumba con una sola frase: “Ya no quiero estar contigo.”
Desolada, rota y humillada, intenta recomponer los pedazos de su corazón… hasta que una publicación en redes sociales revela la verdad: Stefan no solo la abandonó, también le ha sido infiel, y ahora celebra un compromiso con otra mujer.
La tristeza pronto se convierte en rabia. Y en medio del dolor, Emma descubre la pieza clave para su venganza: el padre de Stefan.
Si logra conquistarlo, no solo destrozará al hombre que le rompió el corazón, también se convertirá en la mujer que jamás pensó ser: su madrastra.
Un juego peligroso comienza. Entre el deseo, la traición y la sed de venganza, Emma aprenderá que el amor y el odio
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Capítulo 8
Robert
Emma ríe. Su risa es clara y contagiosa mientras me relata aquella anécdota de su infancia —Un accidente con una bicicleta y un vestido lleno de lodo— No puedo evitar mirarla con detenimiento. Sus ojos brillan cuando habla, sus manos se mueven con una gracia inconsciente que la vuelve aún más fascinante.
Asiento y sonrío en el momento correcto, incluso suelto una carcajada sincera. Pero, en realidad, lo que hago es devorarla en silencio.
Demonios, que sensual puede ser una mujer sin siquiera proponérselo. Ella no tiene idea de lo que provoca en mí. En los pocos minutos que llevamos en esta mesa he podido deducir que es inteligente e ingeniosa, capaz de burlarse de sí misma con esa seguridad tan poco común y al mismo tiempo, emanar una dulzura que desarma.
Me descubro pensando que debería levantarme ahora mismo y marcharme. Que lo prudente sería dejar de tentar a la suerte, dejar de sentarme aquí, al otro lado de la mesa, fingiendo que todo es inocente. Pero no lo hago. No puedo.
Hay un aire de madurez en mí que me recuerda la diferencia de edades, esa línea invisible que debería mantenerme en mi lugar. Y, sin embargo, lo único que pienso es en lo deliciosamente mujer que es. No una niña, no una fantasía pasajera. Una mujer en toda la extensión de la palabra.
Me inclino un poco hacia adelante, no lo suficiente para que me note ansioso, pero sí para oler el tenue perfume que lleva. Me llega como un veneno dulce, y siento cómo el pantalón empieza a apretarme en la entrepierna. Quiero maldecir en silencio, pero en vez de eso me relajo en la silla, como si tuviera el control de todo.
Ella sigue hablando, contando como su padre nunca se enteró del desastre de aquella bicicleta contra su auto porque había corrido a casa de una amiga. Su risa vuelve a explotar, y yo la observo con un aire que estoy seguro roza lo maquiavélico.
Porque sé que ella no es mi hija. Ni nunca lo será. Esa excusa que la moral podría ponerme delante se esfuma en cuanto la veo mover la boca, saborear el vino y notar como se le encienden las mejillas al reír y volver a hablar.
La quiero desnuda. La quiero rendida. La quiero toda y lo más inquietante de todo es que, en el fondo, estoy convencido de que ella también lo quiere.
Se pasa un mechón de cabello detrás de la oreja con ese gesto natural que me resulta peligrosamente encantador. Todo en ella parece un reto. Una invitación velada.
Me recuesto en la silla, cruzo una pierna sobre la otra observo a los camareros que acaban de entrar y dejan los platillos y mi vaso de whisky en la mesa antes de marcharse rapidamente. La sonrisa se me forma sola, una de esas que siempre han resultado problemáticas porque tumban más bragas de las que deberían.
—Sabes— Digo con calma, dejando que el tono suene casi casual, aunque no lo es en lo más mínimo. —Deberías tener cuidado con lo que cuentas. Imaginarte ahora mismo, cubierta de lodo y con ese vestido que traes roto, puede ser peligroso.
Ella arquea una ceja, divertida.
—¿Peligroso?— Pregunta, ladeando la cabeza con picardía.
Asiento, manteniendo la mirada fija en sus labios y luego en sus ojos.
—Sí. Eres exactamente el tipo de mujer que convierte cualquier cena en un peligro a la cordura.
El silencio entre los dos dura apenas un segundo, pero es suficiente para que sienta la electricidad recorrerme. Emma no aparta la mirada. No se sonroja como una jovencita asustada, tampoco lo evade con nerviosismo. Al contrario, me devuelve la jugada con una seguridad deliciosa y se inclina en la mesa dejando relucir el pronunciado escote que se carga.
—Si es así, entonces dime, Robert… ¿el peligro está en lo que ves o en lo que crees que podría pasar después de la cena?
Me río, bajo y genuino. ¿De dónde diablos salió esta mujer? Ella sabe jugar y lo está haciendo de maravilla.
—El peligro dependerá de hasta dónde querramos llegar— Le susurro.
Su sonrisa se curva apenas, victoriosa, aunque sé que detrás late el mismo fuego que me arde a mí. Enloqueciendome por tomarla, por undir mis manos entre su cabellera y hacerla gemir mi nombre. Sé que con eso bastará, que una vez que la tenga entre mis brazos, la llama que ha despertado se apagará y podré dejar de verla embobado como si fuera la reencarnación de una diosa.
Emma Bermont, 27 años