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EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

EL DESTINO DE SER REINA (REINA ISABEL 1 DE INGLATERRA)

Status: Terminada
Genre:Completas / Amantes del rey / El Ascenso de la Reina
Popularitas:3k
Nilai: 5
nombre de autor: Luisa Manotasflorez

Este relato cuenta la vida de una joven marcada desde su infancia por la trágica muerte de su madre, Ana Bolena, ejecutada cuando Isabel apenas era una niña. Aunque sus recuerdos de ella son pocos y borrosos, el vacío y el dolor persisten, dejando una cicatriz profunda en su corazón. Creciendo bajo la sombra de un padre, el temido Enrique VIII, Isabel fue testigo de su furia, sus desvaríos emocionales y su obsesiva búsqueda de un heredero varón que asegurara la continuidad de su reino. Enrique amaba a su hijo Eduardo, el futuro rey de Inglaterra, mientras que las hijas, Isabel y María, parecían ocupar un lugar secundario en su corazón.Isabel recuerda a su padre más como un rey distante y frío que como un hombre amoroso, siempre preocupado por el destino de Inglaterra y los futuros gobernantes. Sin embargo, fue precisamente en ese entorno incierto y hostil donde Isabel aprendió las duras lecciones del poder, la política y la supervivencia. A través de traiciones, intrigas y adversidades

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Capítulo 1 Yo Isabel

**Capítulo 1: Yo, Isabel**

Yo, Isabel, estoy bailando en esta vida, entre sombras y destellos de gloria, pero nunca con algo concreto. Mi vida ha sido un giro constante, un ciclo interminable de emociones, traiciones y poder. Mi padre, Enrique, un rey tan grande como impredecible, se casó siete veces, pero no fue amor lo que movió sus decisiones, al menos no siempre. La última de sus esposas fue anulada por una razón tan básica como cruda: solo era sexo, nada más. Para él, las mujeres eran peones en su juego de poder, y nosotras, sus hijas, fuimos víctimas colaterales de su insaciable sed de control.

Mis recuerdos de él están teñidos de miedo, de incertidumbre. Teníamos que soportar sus diferentes emociones, sus cambios repentinos de afecto a ira. Nunca sabíamos qué esperar. Un día era el padre amoroso que nos miraba con ternura; al siguiente, era el tirano frío que ignoraba nuestras existencias. Yo, apenas una niña, me encontraba perdida en su tempestuoso reino, buscando algo de estabilidad en medio del caos.

Mi madre, Ana Bolena, fue su segundo gran amor, una pasión que incendió a toda Inglaterra. Pero ese fuego que una vez ardió entre ellos se apagó con la misma rapidez con la que fue encendido. Lo que me queda de ella es poco, casi nada. Apenas tengo su collar, su hermoso collar de perlas, un tesoro que mantengo cerca como único recuerdo tangible. Todo lo demás fue quemado, borrado de la historia por el capricho de un rey que no toleraba los recuerdos que le recordaban su fracaso.

El día que ejecutaron a mi madre fue un día que Inglaterra nunca olvidó. Las campanas sonaron, pero no solo para anunciar su muerte. Sonaron también para celebrar el matrimonio de mi padre con su tercera esposa. Mientras la sangre de mi madre caía sobre el suelo frío de la Torre, mi padre, sin remordimientos, avanzaba hacia su próximo matrimonio, hacia otra oportunidad de engendrar el hijo que tanto ansiaba. Mi madre, quien alguna vez fue su amor ardiente, fue eliminada como si nunca hubiera existido.

Ella no era una madre que se dejara doblegar, al menos no fácilmente. En más de una ocasión, intentó escapar de las garras de mi padre, llevándome con ella. Recuerdo un día en particular, un día en que corrimos juntas, tratando de alejarnos del monstruo que se había convertido en nuestro padre. Pero no llegamos lejos. Nos encontró, como siempre lo hacía, y ese fue el día en que todo cambió. Esa fue la gota que derramó el vaso.

La peor herida llegó cuando mi madre perdió a mi hermano, el que habría sido el quinto. No podía soportar más el dolor, el vacío que sentía en su vientre. Y aún así, mi padre, tan implacable como siempre, volvió a sus antiguas costumbres, visitando a otras mujeres en la corte mientras mi madre se desmoronaba. La furia de mi madre no tenía límites, y yo lo veía todo. Ella, que alguna vez había sido fuerte, se fue desvaneciendo poco a poco, su luz apagada por las infidelidades y la crueldad del hombre que una vez la había amado.

A pesar de todo, mi madre siempre encontraba un momento para estar conmigo. Me cantaba, me peinaba, jugábamos juntas en los pocos momentos que podíamos compartir. Pero esos momentos se hicieron cada vez más raros. Al principio, me escondía para verla, intentando escapar de la vigilancia de mi padre. Pero luego, solo la veía cuando él lo permitía, cuando él decidía que era el momento adecuado. Mi madre, la reina que un día había encendido pasiones y levantado a todo un reino, ahora solo existía cuando él lo deseaba.

Así fue como crecí, en medio de la lucha entre el amor y el odio, entre el deseo de libertad y la pesada cadena del deber. Pero dentro de mí, una llama seguía ardiendo, la llama de la hija de Ana Bolena. Y aunque todo me lo arrebataron, yo, Isabel, su hija, seguiría adelante, llevando en mi corazón el legado de una mujer que nunca se dejó vencer.

** La Tercera Esposa**

Cuando escuché que mi padre se casaba de nuevo, después de la ejecución de mi madre, imaginé que la nueva esposa sería una monstruosa mujer, una figura temible y despiadada. Ya había aprendido que nada bueno venía de los matrimonios de mi padre, y temía que esta mujer fuera una extensión de su crueldad, alguien que me haría sentir aún más sola. Me preparé para lo peor, imaginando a alguien que nos despreciaría a mí y a mi hermana María, que solo buscaría satisfacer las ambiciones del rey.

Sin embargo, **Jane Seymour**, la nueva reina, resultó ser todo lo contrario. Cuando la conocí por primera vez, me sorprendió su apariencia. No era la imagen feroz que me había imaginado, sino una mujer de belleza delicada, como una muñeca de porcelana. Su piel era pálida, casi translúcida bajo la luz, con un brillo suave que la hacía parecer frágil. Tenía el cabello rojizo, con un tono que parecía cambiar a rubio dependiendo de cómo le diera la luz. Sus ojos, de un azul claro y sereno, transmitían una calma que contrastaba con el caos que siempre parecía rodear la corte de mi padre.

Era delgada, casi etérea, pero no por ello débil. Había en ella una elegancia discreta que no dependía de joyas ostentosas o vestidos llamativos. Su belleza era natural, como si no necesitara más que su simple presencia para imponerse en la sala.

Lo más sorprendente de todo fue su amabilidad. Contra todo lo que había imaginado, Jane fue la primera en convocarnos a María y a mí para reunirnos como una familia. Nos trató con cariño y respeto, algo que no había esperado de una mujer que acababa de convertirse en la esposa de mi padre. Nos hablaba con dulzura, sin altivez ni frialdad, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que no éramos intrusas en nuestra propia casa.

Aún más sorprendente fue la transformación de mi padre. Con Jane, parecía otro hombre. El rey, que solía ser tan volátil y cruel, se volvía amoroso, casi tierno en su presencia. La mirada dura que a menudo me aterraba se suavizaba cuando la miraba a ella. Era como si, por un breve momento, el hombre que yo apenas conocía como padre dejara salir una parte de sí mismo que rara vez mostraba. Jane tenía ese efecto sobre él.

Me pregunté si mi madre, Ana Bolena, alguna vez había visto esa faceta de mi padre, si alguna vez la había amado de la manera en que ahora parecía amar a Jane. Pero quizás ese era su destino, amar a cada esposa de manera diferente, según lo que esperaba de cada una. Con Jane, no era la pasión desbordada lo que definía su relación, sino una especie de paz que había sido ausente en sus matrimonios anteriores.

Jane, sin embargo, no era tonta. Sabía que su lugar en la corte era frágil, y que el deseo de mi padre de tener un hijo varón era lo único que mantenía su posición segura. Su dulzura no era signo de debilidad, sino de inteligencia. Entendía que mantener la paz con nosotras, las hijas de Enrique, era parte de su deber, tanto como darle un heredero.

Con el tiempo, me di cuenta de que Jane no sería una amenaza para mí ni para María. Nos trató con respeto, nos dio el lugar que nos correspondía como hijas del rey, aunque fuera solo por apariencia. Y aunque su presencia en la corte trajo una calma temporal, yo sabía, en el fondo de mi ser, que en la vida de mi padre, la paz nunca duraba demasiado.

Lo más impresionante de todo fue el acto de **Jane Seymour** cuando le pidió a mi padre que nos incluyera en el testamento. A pesar de que mi padre había sido cruel y distante con María y conmigo, Jane creyó que era justo que estuviéramos en la línea de sucesión. Le dijo que, si éramos sus hijas, debíamos tener nuestro lugar asegurado. Gracias a ella, María se convirtió en la segunda en la línea de sucesión, y yo, la tercera. El hijo que Jane esperaba, si nacía varón, sería el heredero inmediato, pero si no había más hijos, nuestras posiciones se mantendrían.

Aquel gesto de Jane fue algo inesperado. Aunque no lo comprendí en su totalidad en ese momento, años después reconocí el valor de lo que había hecho. Ella había utilizado su posición no solo para asegurar su propio futuro, sino también para protegernos a nosotras, algo que nadie más había hecho por mí.

Sin embargo, mientras el amor de mi padre hacia Jane prosperaba, yo seguía cargando el dolor de la pérdida de mi madre. No podía olvidar el día en que vinieron a la habitación de mi madre para quemar todo: sus vestidos, sus pinturas, sus libros, y sus joyas. Era como si quisieran borrar cada trazo de su existencia. Aquel día, escondida en un rincón, vi cómo sacaban sus pertenencias, una tras otra, mientras lágrimas silenciosas corrían por mi rostro.

Antes de que quemaran todo, me deslicé sigilosamente hacia el cofre donde sabía que mi madre guardaba algo muy preciado: su collar de perlas, aquel que tenía una letra "B" colgando. Lo llevaba siempre en su cuello, un recordatorio de quién era: **Ana Bolena**, la reina que cayó en desgracia. Lo encontré allí, en su joyero, justo antes de que los sirvientes revisaran todo. Lo agarré con todas mis fuerzas, llorando en silencio, como si aferrarme a ese collar fuera aferrarme a ella, a su memoria, a su amor.

Lloré y lloré, aferrada a cada recuerdo que mi madre dejó atrás, resistiéndome a la idea de que todo lo que ella había sido desapareciera para siempre. No sabía en ese momento por qué estaban destruyendo cada fragmento de su vida. Solo más tarde, al escuchar las conversaciones de los sirvientes mientras limpiaban, comprendí la verdad. Era mi padre quien había dado la orden de borrar a mi madre. El hombre que me había dado la vida había matado lo más preciado que yo tenía: el recuerdo de mi madre.

El miedo y el dolor se entrelazaban en mi corazón, y la idea de que mi padre pudiera hacerme a un lado o despojarme de todo me aterrorizaba. No me dejaba verlo; quizás temía que viera en mis ojos el mismo rencor que él sentía hacia quienes lo desafiaban. Para él, mi madre ya no existía, pero para mí, ella seguía viva en cada recuerdo, en cada lágrima derramada, en cada joya y vestido que traté de salvar. Aunque mi madre ya no estaba, el dolor de su ausencia y el amor que me dejó nunca se desvanecerían.

Mi niñera, **Catherine**, siempre estaba a mi lado, consolándome en los momentos más oscuros. Aquella noche, después de que habían quemado todas las pertenencias de mi madre, me encontró llorando, abrazada al collar de perlas con la "B". Con su voz suave y tranquilizadora, me dijo: "Princesa, todo está bien, todo está bien, se lo aseguro". Trataba de calmarme, pero en mi corazón sabía que las palabras no podían borrar el vacío que sentía.

Me esforcé por asentar con la cabeza, respondiendo apenas con un susurro: "Sí, sí... siempre sueño con mi madre". Cada noche, cuando cerraba los ojos, la veía. Su sonrisa, su risa, su cabello oscuro ondeando bajo la luz del sol. Era como si en mis sueños ella aún estuviera viva, cuidándome, protegiéndome, aunque en la realidad ya no estuviera conmigo.

Catherine me acarició el cabello, murmurando palabras de consuelo mientras me llevaba de vuelta a la cama. Me acosté otra vez, y mientras miraba hacia el techo, sentí la luz de la luna llena colarse por la ventana. Su resplandor me envolvía a medias, iluminando mi cuerpo hasta la cintura. No pude evitar sentir una mezcla de calma y tristeza. La luz era fría, distante, como si la misma luna fuera un testigo silencioso de todas las tragedias de mi vida.

Esa noche, mientras el brillo plateado acariciaba mi piel, me prometí a mí misma que nunca dejaría que el recuerdo de mi madre desapareciera, que nunca permitiría que mi vida fuera definida por las decisiones crueles de mi padre. A pesar de todo, la luz de la luna me hacía sentir que, de alguna manera, aún había algo que me vigilaba desde el cielo, algo más allá de este mundo.

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