¿Romperías las reglas que cambiaron tu estilo de vida?
La aparición de un virus mortal ha condenado al mundo a una cuarentena obligatoria. Por desgracia, Gabriel es uno de los tantos seres humanos que debe cumplir con las estrictas normas de permanecer en la cárcel que tiene por casa, sin salidas a la calle y peor aún, con la sola compañía de su madre maniática.
Ofuscado por sus ansias y limitado por sus escasas opciones, Gabriel se enrollará, sin querer queriendo, en los planes de una rebelión para descifrar enigmas, liberar supuestos dioses y desafiar la autoridad militar con el objetivo de conquistar toda una ciudad. A cambio, por supuesto, recibirá su anhelo más grande: romper con la cuarentena.
¿Valdrá la pena pagar el precio?
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¿El lado positivo?
Ahora mismo, aturdido por los mensajes de Manuel y el sonido de las ambulancias, me pregunto cómo fue que la humanidad sobrevivió a la peste negra. Tanta muerte y dolor, según Google, cambió para siempre la concepción de la vida: somos frágiles. Ojalá tuviera un poco de la fortaleza de aquellos hombres y mujeres supervivientes, pero en su lugar, sufro con la terrible idea de quedarme en casa para siempre, sin siquiera estar contagiado por el coronavirus, muriendo lentamente por la ansiedad mientras la calle, que se asoma sobre el balcón, me maldice.
Si estoy muriendo sin tener el virus que sí mata, no quiero ni pensar en el nivel de fragilidad que tiene mi cuerpo. A penas es abril: será una cuarentena larga. Por lo menos tengo lo que los europeos no tuvieron cuando la peste negra les arrojó la muerte encima: un teléfono, una televisión, una mamá que cocina sabroso y es jodidamente obstinada... Pensándolo bien, no es mucha la diferencia, pues me siento igual de moribundo.
Estoy en un infierno, mejor dicho.
Trato de explicárselo a Manuel desde el teléfono, pero el muy tonto mira la vida a través los cojines, es decir, para él hasta las moscas son entretenidas si las ves desde el sofá. Él sigue encendiendo mi buzón de mensajes, insistiendo en sus teorías sobre el lado positivo de la cuarentena. En lo personal no odio que me las diga, me molesta, más bien, es su insistencia para que yo las apruebe.
¿Qué clase de insistencia me habrá enviado esta vez?
Respiro profundo cuando retiro la vista del horizonte que me ofrece el balcón, desbloqueo el teléfono tras sacarlo del bolsillo y me hundo en el chat de mi amigo flacuchento. Su mensaje, tan predecible como irritante, dice lo siguiente:
Manuel: Mira el lado positivo Gabriel, tenemos más tiempo para descansar. Además, van a pasar maratones completos de series buenísimas. Hoy es el turno de Game Of Thrones. ¿Qué mejor que Game Of Thrones para pasar el día?
O sea, él es un amante de la vida sedentaria, además de Game Of Thrones, ¿cuándo entenderá que lo mío era mover los pies sin descanso? De hecho, mi rutina era sagrada: Del apartamento iba al colegio y del colegio a su casa a jugar Call of Duty, pero solo por dos horas, porque a las cuatro me tocaba visitar el grupo de canto al cual ingresé para engañar a mi madre diciéndole que era corista, cuando en realidad solo era el que recogía los instrumentos después de que acababan las prácticas.
Luego regresaba a mi apartamento a las seis de la noche, me daba un baño y acordaba con el nerdo de la clase para que me hiciera las tareas. El muy astuto me cobraba el doble, pero era un precio justo por la capacidad de sus neuronas. Luego de los asuntos escolares volvía a la calle a despejarme con mi monopatín en la plaza de las orquídeas. Alcanzaba grandes parábolas con la magia del Skateboarding solo para impresionar a las chicas que, abobadas por mí (o al menos eso aparentaban) terminaban dándome su número telefónico. Pero yo nunca las llamaba o les escribía porque vale, no tenía ni tiempo ni dinero para novias, ¡apenas si podía pagarle al nerdo por hacer mis tareas!
Posterior al monopatín volvía al apartamento, otra vez, y cenaba para irme a dar otro paseo nocturno. Visitaba a la tía María o la tía de las galletas supermega horribles, como estoy acostumbrado a decirle, y ahí me divertía con mi prima Renata, a la que le encanta fanfarronear sobre sus novios musculosos. Me gustaba fastidiarla diciéndole:
—Más vale novio feo para ti sola, que novio bonito para todo el mundo.
Y después de eso volvía por última vez a mi apartamento a dormirme con alguna buena serie de Netflix. Y así se repetía todo, día tras día, un ciclo dinámico, dónde el reparto principal le pertenecía a mis pies. Ahora, de aquellas travesías callejeras, solo me queda el olor culposo de las afueras que no terminé de disfrutar.
Lejano al pasado, le insisto otra vez a Manuel, aunque dudo que cambie sus argumentos. No sé, él es flaco... quizás todos los flacos son muy flojos. Escribo al chat, sin esperar aprobación a mi argumento:
Yo: Para ti es fácil Manuel, o sea, ¡eres un tremendo holgazán! Viéndolo bien, te pareces a ese burro de Winye Poo. Digas lo que digas con tus fastidiosos lados positivos, no podrás convencerme. ¡Quiero salir de este maldito apartamento! Posdata: creo que ya escucho que las paredes me susurran, están diciendo que me arroje por el balcón.
La verdad sí, a veces escucho que las paredes me hablan. Dicen que el primer paso para la locura es que las cosas te hablen. A mí me dicen que salga del encierro preventivo y vaya a visitar a la tía de las galletas supermega horribles, y que fastidie a mi prima la de los novios musculosos. Y tal vez lo hiciera, si no fuera por...
Manuel: Tu madre te mata si lo haces, si es que el coronavirus no te mata primero. En ese caso es capaz de convertirse en esa bruja de Game of Thrones y revivirte solo para volverte a matar a golpes. Mira el lado positivo, si te lanzas, tus ansias desaparecerán para siempre. Lol. Ah, y por cierto, se escribe: Winnie Pooh.
Yo: Vale Manuel, quizás con lo de mi mamá si tengas razón. Pero no quiero desaparecer mis ansias, quiero saciarlas. No sabes cuánto deseo salir a la plaza de las orquídeas a volar con mi monopatín, mientras las ancianas que alimentan a las palomas imploran a Dios para que no me caiga y me parta la cabeza. Y con respecto a lo del bendito oso amarillo, lo llamo como quiera. No soy un maldito fan de las caricaturas.
Manuel: Perdón, señor de los pies inquietos. Te dejo, prefiero estrangularme que pelear contigo, ¡iré a ver a Daenerys! ¿Ves que la cuarenta siempre tiene un lado positivo? Ja, tal vez el tuyo esté por aparecer un día de estos. Chao, y recuerda que te quiero, niño de las empanadas.
Yo: ¡Qué no me digas así! No quiero recordar al torbellino viviente de Gutiérrez y su grupito de sabandijas, y mucho menos ahora. También te quiero, pero como amigo.
Manuel: Ni modo, pensé que la culona de Sandra era la única que me mantenía en la Friend Zone.
Yo: ¡Ya quisieras pervertido!
Aparto mi vista del teléfono y la luz del sol revuelve mi mundo. Creo que debe ser mediodía porque huele a pollo frito y arroz, la comida predilecta de mi mamá. Busco rastro de alguna persona en los balcones de mí alrededor, pero solo encuentro a la brisa y el sonido de sirenas, y una ciudad solitaria en plena pandemia. Al menos los pájaros parecen felices, revoloteando en las azoteas. Incluso algunos posan frente a mí, y tal vez lo hacen para fanfarronear sobre las posibilidades de libertad que tienen con sus alas y que escasean en mis pies.
¡Desgraciados!
Las espanto, rogando que no me caigan a picotazos. Se esfuman, como una nube negra, y para mi sorpresa y la del repentino silencio, escucho cuchicheos en el balcón vecino. El ruido proviene de un par de gemelas que al parecer discuten; no sé, no logro entenderlas bien. Ambas son morenas con el cabello como nubes enredadas. Son bonitas, sí, y muy altas. Más altas que yo. Además, tienen ese modo de alerta peculiar que solo bendice a las mujeres demasiado cuidadosas.
Me aproximo más para intentar saludarlas, o para tratar de que al menos me miren. Quizás me insulten por no llevar mascarilla, o, en el caso de no controlarme, por saltar a su lado y romper los máximos metros permitidos del acercamiento entre más de dos personas. No importa, me conformo con que me maten a golpes con tal de entablar alguna conversación diferente a los temas del contagio. Logro captar la atención de las hermanas carraspeando desde los pulmones, pero una de ellas, en lugar de saludarme, me ladra con un desprecio fulminante al corazón:
—¡Qué miras chismoso! —grita una de las hermanas. La otra la retiene por los hombros, sonriendo, como evitando que se le suelte y venga a darme una paliza.
Me quedo estático, sonriendo, tal vez como un estúpido. En este punto de mi vida, mirando gente que no conozco como si se trataran de un milagro magnífico, prefiero sufrir las consecuencias de cualquier cosa que me permita interactuar con las gemelas; y eso incluye que me caigan a puñetazos.