Doce hermosas princesas, nacidas del amor más grande, han sido hechizadas por crueles demonios para danzar todas las noches hasta la muerte. Su madre, una duquesa de gran poder, prometió hacer del hombre que pudiera liberarlas, futuro duque, siempre y cuando pudiera salvar las vidas de todas ellas.
El valiente deberá hacerlo para antes de la última campanada de media noche, del último día de invierno. Scott, mejor amigo del esposo de la duquesa, intentará ayudarlos de modo que la familia no pierda su título nobiliario y para eso deberá empezar con la mayor de las princesas, la cual estaba enamorada de él, pero que, con la maldición, un demonio la reclamará como su propiedad.
¿Podrá salvar a la princesa que una vez estuvo enamorada de él?
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PRÓLOGO
Luego de varias horas en que el equipo médico de la mansión ducal revisaran a las cuatro hijas mayores, estos solo reportaron anomalías físicas en las dos hijas mayores, Anastasia como Beatrice. La abuela Baba, quien era la que más tenía confianza con la familia, aceptó ser ella quien le comunicara todo a los duques y a Scott.
—¿A qué se refieren con "anomalías físicas"?—cuestionó dudosa Serena.
—Lastimosamente, Anastasia ya no es virgen—fue directa la anciana—y, aparte de las marcas en sus cuellos, ambas solo tienen agotamiento, como si hubieran estado bailando toda la noche y no hubieran dormido nada.
Todos en el despacho de la duquesa quedaron fríos, incluyendo Scott, quien sentía una opresión en su corazón al escuchar como Anastasia había perdido su virginidad. No obstante, ya todos habían confirmado lo que más temían: aunque no tuvieran imágenes que lo demostraran, la maldición que una vez había puesto Selena, antes de morir, se estaba cumpliendo.
Scott, luego de terminar la reunión, fue a la habitación de Anastasia, quien a duras penas había accedido a comer un poco de sopa. No obstante, lo hacía de manera tan lenta, que daba a entender que no tenía hambre.
—¿Ana?—preguntó Scott.
Luego de tocar la puerta, el hombre entró y se sentó al lado de la cama. Esperaba que, al menos con el apodo de cariño que él le había dado, ella reaccionara; sin embargo, seguía con la mirada vacía.
—Sir Scott—susurró Anastasia.
—¿Sir?—preguntó de nuevo desconcertado.
Aquella no era Anastasia, no era la dulce chica que siempre expresaba su deseo por casarse con él. Ahora era solo una mujer fría, con apariencia enfermiza y una mirada distante que le hacía doler el corazón a Scott.
—Le agradezco todo el apoyo que me ha dado a mí y a mis hermanas desde que nacimos—habló con frialdad—pero ya no es necesario su presencia conmigo, así que le agradezco que no vuelva a acercarse a mí.
—¿Qué está diciendo, princesa?—cuestionó dudoso—¿Ana, qué ocurre?
—Ahora soy una mujer prometida, mi destinado ha llegado—lo miró directo a los ojos—me disculpo por haberlo incomodado con mi capricho infantil, ya no es necesario que se sienta obligado a estar a mi lado.
Después de pedirle que la dejara sola, Scott solo salió en silencio, mirando al piso con una sensación de mareo. Recostándose contra la pared del pasillo, llevó su mano a su corazón, ante una fuerte punzada de dolor que provocó que se desmayara.
Anastasia seguía observando con la mirada vacía el plato de comida, había cenado tanto desde que estuvo en aquel mundo con su pareja destinada, qué hambre no tenía. Aparte, había tenido quizá la prueba de amor más grande de aquel hombre hacia ella.
Pensando en eso, cerró los ojos, recordando como sentía por primera vez el gozo de ser amada. Su pareja destinada, quien sabía que sufría de un amor no correspondido por parte de Scott, el cual jamás la quiso por su edad, no solo la aceptó, sino que juró amarla y hacerla feliz.
—Soy una mujer idiota, una desechada—susurró acostándose de nuevo—es mejor así, estar con alguien que me ama de manera recíproca...
Recordó cada una de sus aventuras con Scott, incluyendo como este la salvó de caerse de un árbol el cual escaló hasta la cima. Lo amaba, no le importaba su edad, no le importaba que fuera el mejor amigo de su padre. Sin embargo, este siempre la rechazó.
Debía agradecer a la vida, había encontrado a alguien que la aceptó como era y que le hizo finalmente el amor, devorando poco a poco aquellos sentimientos que tenía de niña. No obstante, ya no podía entender a su familia, ni siquiera a su madre.
La duquesa por muchos años la sobreprotegió junto con sus hermanas, temía que el momento en que fueran reclamadas por los demonios llegaran y dejaran el mundo de los vivos para siempre.
Sin embargo, aquel hombre, quien supuestamente era un demonio, la amaba y no le haría ningún daño. Todo lo contrario a sir Scott, que muchas veces le había lastimado su corazón a causa del rechazo.
Al verla descansando finalmente, la criada retiró la comida y la dejó durmiendo, sin darse cuenta de que habían puesto a su segunda hermana en otra cama de la misma habitación. Por fin, la maldición, con la que fueron malditas desde antes de nacer, estaba siendo puesta en marcha.
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Cuando llegó la noche, una mariposa se posó de nuevo en su frente, despertándola con el corazón latiendo a mil por hora. Observando que su hermana Beatrice dormía, se levantó de la cama y entró al closet vacío de la habitación. Como había ocurrido en la noche anterior.
Bajando, encantada por lo que veía, por una escalera en forma de caracol, llegó de nuevo al pequeño bosquecito que la había recibido en el primer día y en sus pies estaban aquellas zapatillas de baile carmesí con las que había bailado las últimas dos noches.
—¡Alfonso!—gritó emocionada.
En frente suyo, un hombre mucho más hermoso que Scott, la saludaba con alegría. Corriendo hasta sus brazos, saltó para poder darle un tierno beso en sus labios. Aquel hombre, su pareja destinada, le hacía sentir una dicha infinita.
Tomándola en brazos, como si de verdad estuvieran recién casados, la condujo hasta un bote cuyos remos comenzaron a moverse solos hasta el castillo en el centro del lago. Y, como había ocurrido anteriormente, hizo que Anastasia bailara con él casi toda la noche, hasta que sus pies comenzaron a sangrar.
—Recuerda, mi princesa, las otras dos condiciones que me juraste—habló dando una vuelta en el baile—¿puede decirme la tercera condición?
—Si me llego a enamorar de otro y a entregar mi corazón...—susurró con la mirada vacía—matarás a mi familia...
—Así es—respondió acercándola a él—mataré a todo lo que tú amas, así que tu corazón deberá seguir siendo mío.
Asintiendo, encandilada ante el aliento de Alfonso en su cuello, dejó que el demonio disfrazado de príncipe volviera a morder su cuello, esta vez con tanta fuerza que comenzó a sangrar, de modo que su marca territorial se remarcara aun más.