El amanecer de los 3000 soles

El sonido agudo de aquel instrumento de viento puso alerta a los chicos y de un momento a otro estaban ocultos tras una roca. Cuando asomaron la mirada vieron una figura alta, sus ojos oscuros y su piel avellana. Su cabello ondulado era más claro que su piel y entre medio se asomaban dos cuernos de carnero. Su rostro parecía amable y con sus manos sostenía lo que parecía ser una flauta doble. La criatura caminaba con unas pezuñas cabrías a un paso lento pero rítmico, como si bailara al son de las notas del instrumento que tocaba, por momentos arrastrando sus patas, como dibujando en el suelo y por momentos golpeando para marcar una que otra nota. Mientras hacía esta danza se acercó una yegua más grande que el resto. Su barriga estaba fuertemente hinchada por lo que podía suponerse que estaba preñada. La criatura soltó su instrumento, que contaba con dos hilos de cuero para colgárselo del cuello, para acariciar a la yegua que se echó a su lado mientras el resto de la caballada formaba un círculo a su alrededor.

Facundo y Leandro comenzaron a escuchar sonidos de distintos instrumentos que se acercaban de todos lados, junto a los cantos de pájaros y el silbido del viento del oeste que generaba un pequeño torbellino alrededor de la escena. El sátiro acariciaba a la yegua que comenzaba a tener contracciones mientras los sonidos de instrumentos se acercaban portados por mujeres desnudas, de cabellos largos que oscilaban entre el dorado y el blanco y una inconmensurable belleza. Una de ellas, la más alta de todas cargaba una roca que tenía cavado un gran hueco relleno con algún líquido color ámbar. Esta mujer le acercó el cuenco de roca a la boca de la yegua y con una cuchara de roca le daba de beber mientras pujaba. El sátiro luego de aquellas caricias se preparó para recibir a la cria y de un momento a otro, la yegua parió un hermoso potrillo color ocre, que a los pocos minutos se levantó. Las mujeres sacaron una tijera de madera y cortaron el cordón. La crin y la cola del potrillo era color castaño, pero la mujer más grande le untó de aquella sustancia que había dado de beber a la madre y se tornaron del color del cabello de las mujeres, un dorado claro y brillante casi blanco.

Leandro y Facundo no podían sacar la vista de aquella visión etérea como si estuvieran hipnotizados. Entonces, el sátiro habló.

–Lico, hijo de Hermes se encuentra aquí para rendir culto a Céfiro, dios del viento del oeste con el nacimiento del potrillo de 3000 soles. Que tardío ha nacido sano, fuerte y erguido, con la asistencia de las melias y dos mortales como testigos.

Cuando escucharon la última frase, tanto Facundo como Leandro palidecieron al saber que los habían visto desde un principio.

–Hace ocho años, un niño mortal vio por primera vez a la yegua de Céfiro el día que quedó encinta. Los designios de los dioses lo han traído de vuelta 3000 soles después. Leandro, he de encomendarte una tarea, supongo que tu amigo te acompañará. No procuro hacerles daño alguno, acérquense.

Los chicos se encontraban, primeramente sorprendidos. Leandro dudaba profundamente si moverse y tenía la mano frenando a Facundo para que tampoco avanzara, temía que pudiera ser peligroso. El sátiro insistió.

—Yo se que al ser hijo de Hermes, no tengo la confianza de un seguidor de Prometeo, pero te aseguro que esta vez, mi padre está de su lado. Y no es el único. Céfiro, el viento del oeste nos favorece y hay más.

El sátiro sacó una daga de una flatriquera y se hizo un corte pequeño. Cuando la sangre brotó y cayó al suelo, surgió una flor idéntica a la que llevaba Facundo en su camisa.

—¿Lo ves? Somos aliados. Puedo decirte qué Diosa ha hecho brotar esa flor y quitarte la duda.

Cuando vio la flor, Leandro quitó la mano de Facundo dejándole libertad para moverse. Inclinó la cabeza en señal de que podrían acercarse.

Facundo y Leandro se levantaron y se acercaron lentamente. Era una escena de ensueño, para Facundo podría perfectamente ser una pintura del renacimiento. La yegua yacía tranquila y su respiración era honda. Mientras tanto el potrillo palomino caminaba elegante y resplandeciente por aquella pradera como si fuera su dueño y señor. Cuando ambos estuvieron más cerca del sátiro notaron su altura y algunos rasgos que denotaban su avanzada edad.

—Una verdadera madre. Aquella que sueña con parir. Siente a su prole como una parte suya. Aunque a veces no sepa que hacer con ella. Busca lo mejor, pero como todos, comete errores. Algunas, cometen errores más leves, otras más graves y otras, dan su vida por sus hijos sin posibilidades a aciertos ni errores, confiando en que su cría viva.

La respiración de la yegua cesaba poco a poco, parecía terriblemente agotada. Sus ojos se cerraron. Mientras esto sucedía, las melíades sacaban de una canasta flores y se las arrojaban encima en una danza, el hijo relinchaba y se acercaba a la madre cada tanto para palparla con el hocico. Era una escena desgarradora.

–El viento del Oeste quiere una audiencia con ustedes, pero como todo Dios, pretende un favor a cambio de su presencia. Deberán llevar al potrillo de los mil soles y cuidarlo en su camino hasta encontrarse con Céfiro. Ustedes serán su guardia, y así probarán también su valía. Luego de la audiencia, el viento los guiará a la cabaña de Hermes. No es fácil llegar.

—Parece que no tenemos muchas opciones—. Replicó Leandro frente a las palabras del Sátiro.

—Siempre puedes hacer ojos ciegos, oídos sordos y volver a tu casa junto a tu mascota.

–¡No es una mascota! Se llama Facundo.

—Me refería a la ardilla, puesto que Facundo necesita hacer esto para volver a su casa. A menos que quiera quedarse a vivir en la tuya, es también una opción. Parece que hay varias alternativas ¿No?

El sátiro decía todo de una manera juguetona y burlona, Leandro parecía algo sacado de sus casillas pero se calmó, lo miró a los ojos y le respondió.

—Bueno. Si Facundo está de acuerdo, vamos. Te agradezco por tu mensaje.

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