Bajo la sombra de los imponentes picos de aquel monte, Facundo, con la mochila ajustada y la trincheta en mano, se sentía completamente indefenso ante la terrible posibilidad de perder la vida. Sentía que era aún muy jóven para morir. No era la primera vez que lo asaltaban pero se sentía terriblemente desconcertado y perdido al verse tan ajeno al lugar dónde se encontraba. La atmósfera estaba cargada de expectación mientras el joven argentino contemplaba el camino que se extendía ante él, flanqueado por altos pinos y el susurro de la brisa que llevaba ecos de un mundo que solo conocía, quizá, a través de los mitos y leyendas. Y en aquel absurdo que quizá fuera una jugarreta de su propia mente, una inusual hoja en su cuello, ahora lo notaba. No era un cuchillo común, si no algo más ornamentado.
Sus ojos intentaban reconocer el terreno para evaluar la posibilidad de huida. El sendero, estrecho y bordeado por matorrales, se adentraba en la densidad del bosque, donde la luz del sol luchaba por filtrarse entre las hojas. Cada crujido de ramas y piñas bajo los pies de Facundo resonaba en la quietud del entorno, creando un silencio desolador. A lo lejos, la cima de la montaña se erigía majestuosamente y sus picos tocaban el cielo. A su alrededor, bosque. Quizá si se libraba de su agresor podría esconderse entre la maleza y el verde.
El silencio es absoluto y la hoja sobre su cuello parece no presionar. Una voz tras él que seguramente sería la de los ojos que lo observaban pregunta con un timbre suave pero un tono severo quién era él y qué hacía ahí. La voz no era la de un adulto pero tampoco la de un niño pequeño, lo que no le inspiraba la confianza para moverse, además sonaba fatalmente segura. No seria la primera vez que la sombra de ojos verdes y voz severa manejara un arma. Facundo, petrificado responde su nombre completo y explica que realmente no sabe por qué está dónde está. Intuye que tener un arma lo muestra como un amenaza y aunque pareciera contra intuitivo piensa que tener un arma en su mano sabiendo que tiene las de perder solo lo acerca un paso más hacia la muerte. Suelta la trincheta para mostrar que no tiene intención alguna de forcejear y pide por favor que no lo mate pero cierra los ojos esperando lo peor. Al pasar unos segundos los abre nuevamente y contempla al joven que portaba la navaja, los ojos verdes y la voz que lo amenazaba con sus manos ocupadas, fuera de su cuello y revisando su mochila con extrañeza. Nota sus contornos delineados por la luz de la luna que acaricia los pliegues de su capucha. Su presencia, como la sombra danzante de los antiguos olivos, es elocuente en su misterio, y sus ojos, de un verde profundo como las aguas de los ríos en los tiempos olvidados, resplandecen con una chispa que la luz de la luna parece buscar como el foco seguidor en un escenario.
Facundo ve a la figura encapuchada, apenas más alta que él pero con el porte de un dios errante entre las colinas. Cómo si sus movimientos fueran coreografiados por el jefe de tropilla de un ejército. Aquel joven mueve sus manos con una gracia sutil, sin entender claramente lo que ve dentro de aquella mochila. En cada movimiento, Facundo aprovecha la luz de luna para mirar. Sus rasgos, esculpidos con la precisión de un escultor divino, capturan la esencia de la juventud eterna. Aunque sus labios llevan la quietud de un antiguo papiro, sus ojos narran historias más antiguas que el tiempo mismo. Viste túnicas que ondean al ritmo de los vientos mitológicos, con detalles sutiles que revelan su conexión con las maravillas de la naturaleza, muy alejadas de la ropa actual, ajena completamente al entorno. La capucha, cual velo entre el mundo tangible y el reino de los sueños, le confiere un aura de misterio. Cada pliegue en su vestimenta parece atesorar secretos del pasado, como textos encriptados que solo los dioses podrían descifrar. Sus cabellos oscuros como la noche sin estrellas, caen en cascada sobre sus hombros con una elegancia que emula las corrientes de los ríos que cruzan las tierras de la antigua Grecia. No tan largos como para sobrepasarlos, pero lo suficiente para tocarlos.
Entonces, ante la intriga que le representa tales cosas extrañas dentro de aquella faltriquera tan inusual, como una paleta de colores que se despliega en el lienzo del encuentro, Leandro se presenta. Su costumbre lo obliga a hacerlo antes de preguntar que son todas esas cosas. No percibe peligro en Facundo pero lo mira de reojo cada tanto. El brillo en sus ojos ahora revela no solo cautela, sino también un matiz de curiosidad. El cuchillo, que antes era amenaza, se convierte en un testigo silente de la danza entre dos mundos divergentes, donde la desconfianza se disuelve ante la intriga y la sorpresa. Leandro asume que Facundo podría no estar mintiendo y decide cambiar de actitud. Sostiene la mochila que cuelga de Facundo con una mano para seguir analizándola y extiende la otra para saludarlo. Facundo mira un poco desorientado el gesto, pero al ver qué ya no sostenía un cuchillo y que no parecía enojado, le corresponde.
Leandro explica que pertenece a la última tribu de Perrebia luego de que fueron prácticamente exterminados por los tesalios, por lo que debía ser extremadamente cauteloso ya que un extraño acababa de aparecer prácticamente detrás de su casa y, al ver qué el extraño se había desarmado tan rápidamente, quizá, pensó, fuera un mensajero de los dioses y matarlo significaría su ira así que le dijo que si lo era, había llegado el momento de que diera su mensaje. Facundo no entendía del todo lo que Leandro decía, y aunque su conocimiento sobre griego antiguo era terriblemente básico, parecía que la barrera idiomática no fuera el problema ya que podía comprender como por arte de magia, el significado de sus palabras. Lo que no podía entender es por qué hablaba en ese idioma. Cuándo intentó preguntar, se dio cuenta de que él hablaba en el mismo idioma y se enmudeció por un segundo y repensó lo que quería saber. Una milésima de segundo después preguntó dónde estaban y aseguró que todas esas cosas que tenía en su mochila eran cosas inofensivas. Leandro desconfiado le explicó que estaban prácticamente a los pies del Monte Olimpo y ahí le cerró un poco más la historia de los tesalios así que su siguiente pregunta fue "hace cuánto que tu pueblo fue arrasado?".
Los labios de Leandro pronunciaron "...hace poco menos de cien años..." y al ver con mayor detenimiento la vestimenta del jóven frente a él entendió que no solo no estaba en su lugar si no que sospechaba que tampoco era su tiempo por lo que había dicho acerca de las tribus. No sabía absolutamente nada y estaba completamente solo. Comenzó a agitarse rápidamente y se colocó una mano en el pecho, Leandro notó inmediatamente el malestar de Facundo. La vista de Leandro era la de un cazador y sus instintos permanecían alerta sobre todo luego del crepúsculo como un depredador que habita la montaña y acecha desde las sombras todo cuánto se mueve, pero que es, aún así humano y lo que le recrimina su padre es que siempre es demasiado compasivo, al punto de caer en la inocencia. Así lo es también con Facundo quitándole definitivamente la mochila para que pueda respirar mejor y poniéndola a su lado para que no lo crea un ladrón. Su voz se transforma y parece la de un hermano aconsejando a otro al decirle gentilmente que se calme, que los designios de los dioses son desconocidos para los hombres pero que debían de aceptarlos con humildad y nobleza. Luego de esas palabras, Leandro se arrodilló sobre una pierna frente a Facundo y le entregó una pequeña figura de madera con forma humanoide que parecía un hombre de barro. "Debemos aceptar los regalos de los dioses" dijo Leandro, y le acercó su mano para darle el presente.
Facundo dejó por un momento de pensar en la vorágine que se arremolinaba en su cabeza para concentrarse en el regalo y salir del pánico que le había dado el momento. Luego se quedó en silencio por un momento viendo la figura de Leandro, que se había sacado la capucha, frente a él.
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Comments
Pipi
no sé vallan a enamorar eh
2024-04-10
2
Tuxedo Mask
Tu historia es adictiva, ¡necesito más capítulos! 😍📚
2024-01-12
1