El sol se ocultaba, tiñendo el cielo con matices dorados y naranjas sobre la aldea antigua. Facundo, Leandro y Corina se encontraban en la orilla del río de los recuerdos, expectantes ante lo que les depararía la siguiente etapa de su inusual viaje. Las aguas murmuraban historias olvidadas y secretos enterrados, como si la noche guardara sus propios secretos bajo el manto de estrellas.
Un escalofrío recorría la espina dorsal de Facundo, una sensación premonitoria que susurraba que algo extraordinario, o tal vez ominoso, estaba a punto de desencadenarse. Los reflejos del sol danzaban en la superficie del río, creando un juego de luces y sombras que parecían bailar al ritmo de un destino aún desconocido.
Corina, la anciana sabia, mantenía la compostura, su mirada llena de conocimiento que trascendía los años. En ese crepúsculo encantado, una corriente de energía misteriosa flotaba en el aire, como si los dioses mismos estuvieran tejiendo el telar del destino.
—Listos para lo que viene, jóvenes exploradores del tiempo. —Corina sonríe con una mezcla de ternura y solemnidad—. El río de los recuerdos nos abrirá las puertas del pasado, y a veces, las puertas del pasado no se abren sin revelar cicatrices olvidadas.
Leandro asiente, la curiosidad brillando en sus ojos, mientras Facundo intenta ocultar la inquietud que se agita en su pecho. El río, aguarda como un espejo de líquidas memorias, preparado para reflejar las sombras y los destellos de la historia.
—No teman lo que vean. A veces, el pasado es más indulgente de lo que recordamos. Otras veces, nos desafía a aceptar nuestras propias verdades. —Corina pronuncia estas palabras con una gravedad que resuena en el crepúsculo.
El aire se carga con la expectación, como si la misma naturaleza contuviera la respiración antes de un acontecimiento crucial. Un susurro de viento agita las hojas de los árboles cercanos, como un presagio de lo que está por venir.
—Debemos sumergirnos en las aguas del río juntos. Vuestras historias se entrelazarán, como los hilos que atan el destino. —Corina invita a los jóvenes a dar el primer paso hacia lo desconocido.
La superficie del río, apenas perturbada por una suave brisa, refleja los rostros de Facundo, Leandro y Corina, marcados por la determinación y la incertidumbre. Una paleta de colores se despliega en el horizonte, anticipando el viaje a través de la corriente del tiempo.
—Recuerden, cada onda que rompa contra la orilla lleva consigo los secretos de quienes habitaron esta aldea. Que los dioses guíen nuestro camino. —Corina, con una última mirada de advertencia y aliento, se une a ellos en el borde del río.
Así, con el sol despidiéndose en el horizonte y las sombras alargándose sobre la aldea, los tres se sumergen en el río de los recuerdos, dispuestos a enfrentar la encrucijada de sus propias historias. Y en las aguas en calma, las primeras corrientes de visiones comenzaban a emerger.
Facundo se sumergió en el río de los recuerdos, dejando que las aguas acariciaran su piel bajo la luz del sol que se filtraba a través de las hojas de un frondoso bosque. El recuerdo tomó forma, llevándolo a un día soleado junto a un pequeño lago de peces carpa en el cerro San Javier en Tucumán.
El sonido alegre del agua y el canto de los pájaros creaban una sinfonía de paz. Facundo, acompañado por su mejor amigo de la infancia, Marcelo, se aventuró en una excursión improvisada. La risa y la camaradería llenaban el aire mientras exploraban el bosque alrededor del lago, sin preocupaciones más allá del momento presente. Sus padres se encontraban al otro lado del lago, disfrutando de las mesas de picnic.
La visión se centró en un claro, un lugar al que solían escaparse, sin inquietar a sus familias que se encontraban en el otro extremo del lago. La hierba suave servía de lecho mientras charlaban sobre sueños y esperanzas. Facundo recordaba la sensación de libertad, la certeza de que el mundo estaba lleno de posibilidades.
En un acto de espontaneidad, decidieron construir una pequeña balsa con troncos y ramas que encontraron en el bosque. Rieron mientras se esforzaban en la tarea, sumergiéndose en la creación de su propia aventura.
La balsa, aunque modesta, se convirtió en su nave hacia la imaginación. Se lanzaron al lago, riendo a carcajadas mientras las aguas los mecían suavemente. La risueña travesía les brindó un escape temporal de las responsabilidades y las expectativas que la vida adulta depararía.
Pero de repente, la escena se desdibujó, como si una neblina oscura se cerniera sobre el recuerdo. Las risas se volvieron distantes, la luz del sol se volvió sombría. Marcelo, en la visión alterada, se desvaneció, dejando a Facundo solo en la balsa, enfrentándose a la desolación.
La tranquilidad del lago se tornó en un eco vacío, y Facundo se vio atrapado en la soledad de un recuerdo quebrantado. Tiché tejía su hechizo, intentando transformar la tristeza en alegría nuevamente, la pérdida en risas. Durante algunos minutos todo estuvo tranquilo, Marcelo apareció nuevamente saliendo del río ileso. Pero Facundo, en medio de la confusión, sintió la punzada de la verdad, una verdad que se resistía a ser deformada.
Con esfuerzo y dolor, enfrentó la realidad de aquel día. Recordó el adiós prematuro de Marcelo, la partida inesperada que dejó un vacío irremplazable en su corazón. El grito de sus familias. Al recordar esto, la figura de su amigo se transformó en una sombra. Algo de inevitable culpa surgía como un hilo negro que provenía de aquella sombra haciéndole un nudo en su garganta a pesar de ser un accidente. Aceptando la tristeza, desafiando la ilusión de Tiché, la visión se volvió más nítida. La balsa flotó en aguas tranquilas, pero la sombra de la pérdida aún se cernía sobre Facundo.
Salvando su recuerdo de la manipulación, cortó el hilo negro con las manos, la visión desapareció y Facundo emergió del río de los recuerdos con la certeza de que, aunque el dolor persistiera, la conexión verdadera con su amigo no se perdería en las corrientes engañosas del destino. Su semblante estaba iracundo al ver la sonrisa de una mujer frente a él, quien había intentado robarle aquel recuerdo terrible pero suyo.
Leandro se dejó llevar por las aguas del río de los recuerdos y, de repente, se encontró de nuevo en la noche fatídica de la invasión tesalia. En esta visión, se veía a sí mismo como un niño indefenso, atrapado en la vorágine del caos y la destrucción.
La plaza central de la aldea vibraba con la intensidad de la invasión. Las antorchas arrojaban sombras inquietantes mientras la algarabía de la celebración era sustituida por el estruendo de las armas y los gritos de guerra. Los padres de Leandro, líderes de la comunidad, intentaban organizar una defensa valiente, pero las sombras de los invasores tesalios se cernían amenazadoras.
El joven Leandro, con lágrimas en los ojos, observaba impotente cómo la tragedia se desarrollaba frente a él. La visión se enfocaba en su familia y su pueblo luchando desesperadamente por la supervivencia. La oscuridad de la noche se teñía con el rojo de las llamas, y la desesperación colmaba el aire.
Su recuerdo se centró en la lucha encarnizada, las llamas devorando las estructuras y los combates cuerpo a cuerpo en las estrechas calles de la aldea. Las lágrimas y el sudor se mezclaban en el rostro del joven Leandro mientras trataba de proteger a su familia y a su gente, pero su abuela lo tomaba de la mano junto a su hermano tratando de alejarlo del peligro. La noche se volvía más oscura con cada grito y cada golpe.
Sin embargo, la visión se desdibujó como una pintura desgastada. La violencia se volvió un susurro lejano, las sombras se disiparon, y la aldea resplandeció en una paz que nunca conoció en realidad. Los padres de Leandro, en la visión alterada, estaban ilesos, sonrientes y abrazando a su hijo, mientras la aldea florecía con la promesa de un mañana seguro.
La ilusión intentaba transformar el sufrimiento en dicha, la tragedia en un reencuentro feliz. Pero Leandro, en medio de la confusión, sintió que algo no estaba bien. La verdad que se resistía a ser desdibujada.
Con valentía, enfrentó la realidad cruda de aquella fatídica noche de su infancia. Recordó la brutalidad de la invasión, la pérdida inmensurable y la huida desesperada hacia la seguridad de las colinas. Aceptando el dolor, desafiando la ilusión, la visión se volvió más nítida. Las sombras de la tragedia aún se proyectaban sobre la plaza, pero Leandro ahora reconocía la resistencia y la esperanza en aquellos momentos oscuros.
El fuego lo consumió todo en su visión y Leandro emergió del río de los recuerdos con la certeza de que, a pesar de la tragedia que marcó su infancia, su determinación por preservar la memoria de su pueblo y su conexión con Corina y Alexios no se desvanecerían en las engañosas corrientes del destino. Una mirada firme se encontró con una elegante señora, quien observaba con una sonrisa intrigante, reconociendo la fortaleza de Leandro al resistir la manipulación de sus recuerdos.
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