La senda serpenteante los lleva a una pequeña clareza donde se alza una cabaña de madera, un refugio modesto entre la sombra de los árboles. Ante la entrada, un haz de luz se filtra, creando un umbral entre la oscuridad y el misterio que aguarda dentro. Tras ella se encuentra una pequeña aldea con cabañas similares. Se podía ver a simple vista el pueblo completo, no abarcaba más que ese claro, cuánto mucho debían ser unas cuarenta o cincuenta cabañitas distribuídas en aquel claro. El último bastión de la tribu perreba mantenía todas las cabañas de una arquitectura similar, con dos o tres más grandes que el resto que probablemente serían edificios públicos. Algunas tenían granjas de animales o cosecha, otras caballerizas. Todo era relativamente humilde pero a la vez pintoresco en medio de la vegetación. En el centro se alzaba una hermosa escultura de bronce de Prometeo encadenado con el águila en su hombro. Verla producía tristeza y a la vez una gran emoción. La belleza con la que la había construído el artista era conmovedora y en su base una inscripción que decía "Que el recuerdo del sacrificio que hizo nuestro Dios por los hombres esté siempre presente. No importa cuántas águilas o buitres nos ataquen, incluso atado con cadenas, un héroe muere de pie." La oscuridad de la noche es profunda y parece que el pueblo descansa, dejando espacio al silencio humano que da vida a la nocturnidad de la naturaleza.
Leandro, con una inclinación de cabeza, le indica a Facundo que deben entrar. La cabaña parece contener más secretos de los que sus paredes de madera revelan a simple vista. Facundo, intrigado, cruza el umbral, sintiendo la acogedora calidez del interior. La lámpara que cuelga del techo ilumina el lugar, dejando que las sombras bailen en las esquinas.
Dentro, el mobiliario es rudimentario pero funcional. Un par de sillas, una mesa desgastada y un lecho cubierto con pieles de animales conforman el modesto hogar de Leandro. A pesar de la sencillez, el lugar emana una extraña energía, como si estuviera imbuido de la historia de tiempos antiguos.
Leandro, en un gesto hospitalario, invita a Facundo a tomar asiento. El argentino se acomoda en una de las sillas, sintiendo el peso de la aventura en cada músculo. Poco a poco, la confusión se hace adrenalina. Una estatuilla de Prometeo reposa sobre la mesa, mirándolos con ojos de madera que parecen contener un conocimiento ancestral.
El diálogo fluye entre los dos jóvenes, ahora liberados de la urgencia del viaje y sintiendo el alivio del descanso que su cuerpo silencioso había estado solicitando después de la caminata. Leandro, con paciencia, intenta explicarle a Facundo la importancia de Prometeo en la mitología de su tribu. Habla de la sabiduría compartida, de la chispa divina que el titán regaló a la humanidad. Habla del olvido de los pueblos griegos y la elección de nuevos dioses sin dar cuenta que el único dios que alguna vez tuvo al humano como prioridad había sido el portador del fuego. En la habitación había una chimenea cuya estructura de madera y bronce y estaba adornada con tallados. En el centro, el fuego ardía con fuerza. Facundo escucha atentamente, conectando los puntos entre mitos griegos que abre Leandro y las historias que conforman su propio bagaje cultural. Aunque eran similares comenzó a vislumbrar algunas diferencias. El aspecto de Prometeo, por ejemplo, en su cultura era un hombre maduro y con barba y, en cambio en las esculturas, parecía un joven al igual que ellos. Zeus, protagonista indiscutido de la mitología sonaba como un dios caprichoso y ególatra en las historias de Leandro, que, aunque quizá estos aspectos de su personalidad estaban presentes en los mitos que había escuchado no parecían la escencia de aquel dios, pero para Leandro lo eran. A pesar de ello, solo se podía intuir esto a partir del comportamiento del dios en las historias, no porque Leandro usara estos adjetivos, aún frente a Zeus, Leandro era siempre respetuoso al mencionarlo, aunque se notara que no le tenía mucho aprecio.
Mientras comparten relatos y leyendas, el tiempo se desvanece entre las sombras de la cabaña. Leandro, en un gesto inesperado, toma una pequeña lira que reposa en un rincón. Con habilidad, sus dedos dan vida a melodías antiguas que reverberan en la madera de la cabaña. La música, como un hilo invisible, teje un lazo entre pasado y presente.
Facundo, cautivado por la destreza musical de Leandro, se sumerge con los ojos cerrados y movimiento levemente la cabeza en la cadencia de la lira. Aquel instrumento parece contar historias que las palabras no pueden expresar y el intérprete es un misterio cada vez más bonito para Facundo. Parecía que lo que había por conocer de él no terminara nunca. La cabaña se convierte en un santuario donde las notas danzan, invitando a los dos jóvenes a explorar los límites de su conexión más allá de las barreras del tiempo.
Facundo abre sus ojos y la luz de la lámpara parpadea, proyectando sombras danzantes sobre las paredes. Leandro y Facundo, unidos por la música y los relatos, se sumergen en el susurro de la noche. La estatuilla de Prometeo, testigo de esta unión singular, parece cobrar vida en la penumbra. Sus ojos de madera atestiguan el nexo entre dos almas destinadas a desentrañar los misterios que yacen en las sombras de la antigua Grecia. El fuego arde con más fuerza y Leandro abandona la lira al sonido de un tibio aplauso de Facundo. Por el momento solo se oye el silencio y los jóvenes se miran fijamente. Facundo sonríe y Leandro imita su gesto bajando la cabeza y luego mirándolo nuevamente. El corazón de Facundo palpita con fuerza pero no sabe bien qué debería hacer, Leandro parece solo ser amigable, no quería confundirse. No sería la primera vez que le pasara así que solo se queda mirándolo un poco nervioso. Leandro, sin embargo, comienza a acercarse a él lentamente cuando de repente, una voz desde el umbral anuncia la llegada de más habitantes de la cabaña. Dos figuras emergen de la penumbra, de la única puerta aparte de la puerta de entrada. Una mujer mayor con la mirada llena de sabiduría y un joven que comparte el mismo parecido de Leandro.
—¿Quién es ese jóven, Leandro? —pregunta la mujer, con una sonrisa acogedora.
Leandro, con gesto amable, y alejando lentamente su rostro de la distancia reducida que tenía con el otro jóven, presenta a Facundo. Facundo estaba completamente ruborizado y agita su mano tratando de parecer alguien tranquilo. No parecía el chico seguro y petulante que podía ser en la escuela. Era un corderito al lado de Leandro. La familia de Leandro, ahora reunida en la cabaña iluminada por la luna y el fuego, da la bienvenida al viajero del futuro. Las sombras y la luz se entrelazan.
La lira descansa por un momento, cediendo su lugar al bullicio amistoso de la familia de Leandro. Facundo observa con atención a los recién llegados. La mujer, con canas que parecen llevar consigo las historias de muchas lunas, sonríe con complicidad.
—Bienvenido, Facundo. Soy Corina, la abuela de Leandro, y este es Alexios, mi nieto. Solo vivimos nosotros aquí. Tesalia se llevó los cuerpos del resto de esta cabaña pero sus almas siguen aquí en el fuego —la abuela se presenta y presenta a los demás miembros de la familia.
Facundo asiente y saluda con respeto. Corina, con la sabiduría acumulada de los años, toma asiento junto a Facundo y Leandro. La charla fluye entre relatos de antiguos mitos y las experiencias de Facundo en su viaje temporal. Facundo siente una cercanía muy familiar con los habitantes de la cabaña y decide contar con detalle todo lo sucedido hasta ahora. Alexios, el nieto de Corina y hermano de Leandro, escucha con atención, sus ojos reflejando la curiosidad de quien descubre nuevos horizontes. No sería más que uno o dos años menor que Leandro.
—Corina, me encontré a Facundo en el bosque cuando salí de caza. Los dioses deben de haberlo guiado hasta aquí. No hay otra explicación.—comenta Leandro, buscando la aprobación de su abuela.
Corina, con un brillo de complicidad en los ojos, asiente para luego hablar: —Los caminos de los dioses son inescrutables, Leandro. Quizás hayan decidido que este joven sea parte de nuestro destino.
Las velas parpadean en respuesta, como si las fuerzas invisibles que gobiernan el destino hubieran oído la conversación. Facundo, inmerso en aquel entorno lleno de misterio y afecto, siente que su viaje ha tomado un giro inesperado. El pánico y la soledad se habían transformado en familiaridad y calma en aquella cabaña aunque el parpadeo de las velas si le había generado un momentáneo escalofríos.
—Los dioses hablan a través de misterios entrelazados, y tú, Facundo, eres parte de un tejido más amplio de destinos. —comenta Corina, como si las hebras del destino se revelaran ante sus ojos sabios y devolviendo a Facundo a la charla, sacando sus ojos de las velas.
La noche avanza, y la luna sigue su curso en el cielo estrellado. Facundo, Leandro y la familia de este último, unidos por la danza de la vida, se sumergen en una velada donde los mitos y las realidades entrelazan sus hilos, creando una trama única en la vastedad del tiempo y el espacio.
—Un enviado de los dioses, o cualquier huésped debe ser prioridad en esta casa, ¿no es verdad Alexios? —Comenta Corina. Alexios asiente con la cabeza y se aleja tras la puerta. —Alexios te preparará mí cama para tí y la suya para Leandro en el cuarto, allí estarán más cómodos. Debes estar muy cansado y el sol aquí es inescrutable pero mí cuarto es mejor para guardar las sombras. De todos modos yo me levanto al alba así que no te preocupes y no aceptaré un no como respuesta. —Leandro asiente serio ante la oferta de su abuela que parecería ser más una orden que una sugerencia. Facundo mira el gesto de Leandro y no se le ocurre discutir, aunque se siente algo incómodo quedándose con el cuarto de la anciana que era casualmente el único cuarto de la casa. Corina se levanta y abre una bolsa de tela con carne seca y algunas verduras y sirve sobre la mesa en cuatro platos, luego sirve una copa de vino para cada uno. Para cuando termina de hacerlo, Alexios ya está de vuelta y se sienta a la mesa, Leandro lo imita y ambos miran a Facundo esperando que haga lo mismo. Corina deja el vino, se sienta junto a Leandro e invita a Facundo a que se siente junto a Alexios.
Cuando terminan de cenar, Leandro saluda a su abuela y a su hermano, le indica a Facundo con un gesto que haga lo mismo y luego de que lo hace, lo toma de la mano, lo que es para Facundo un inesperado gesto que le produce electricidad en el cuerpo por un segundo, para llevarlo hacia el cuarto de su abuela.
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