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Diana, sumida en sus pensamientos, observaba el paisaje que se volvía más campestre a medida que se acercaban a la casa de su padre, el conde Sebastián. La lentitud del carromato que iba delante de ellos la hacía impacientarse, y la presencia de Leidy Vivienne a su lado le causaba una incomodidad palpable.

El camino parecía eterno, y Diana evitaba mirar a Leidy, cuya presencia le provocaba escalofríos inexplicables. Optó por distraerse con la contemplación del paisaje que se extendía ante sus ojos. La idea de correr libre por los valles y prados la envolvió en una sensación de libertad, y por un momento, se imaginó volando alto en los cielos como un dragón majestuoso.

Sin embargo, el regreso a la realidad llegó de la mano de la voz de Leidy Vivienne, quien anunció con su habitual seriedad que habían llegado a la casa del conde Sebastián. El carromato se detuvo, y Diana descendió con una mezcla de expectación y nerviosismo por lo que su padre podría necesitar de ella en ese momento. La incertidumbre se apoderaba de ella mientras avanzaba hacia la entrada de la imponente residencia.

La casa del conde Sebastián se alzaba imponente entre los frondosos árboles que la rodeaban, con sus altas torres y ventanales que testimoniaban siglos de historia. Los jardines bien cuidados se extendían a lo largo de los alrededores, mostrando una combinación de flores y setos meticulosamente recortados.

Al adentrarse en la residencia, Diana se encontró con pasillos adornados con cuadros antiguos y tapices que contaban la historia de la familia. El ambiente era pesado, cargado de historias y secretos que se ocultaban entre las sombras de aquel hogar ancestral.

Al llegar al despacho de su padre, Diana lo encontró sosteniendo una bolsa en las manos. La atmósfera se volvió tensa mientras el conde arrojaba la bolsa al suelo, liberando su macabro contenido. La cabeza decapitada de una mujer rodó hasta los pies de Diana, quien, estremecida, reconocía a la sirvienta a la que había pagado para revelar los secretos de su padre.

El conde, con su mirada fría y despiadada, observó la reacción de su hija. La cabeza yacía allí como un silencioso testimonio de traición y consecuencias mortales. En ese momento, Diana entendió que los juegos de poder en su familia eran más peligrosos de lo que había imaginado, y que sus propias acciones tenían consecuencias que alcanzaban un nivel de crueldad inesperado.

El conde Sebastián, imperturbable ante la escena que se desenvolvía, observó fijamente a Diana como si buscara algún rastro de arrepentimiento o remordimiento en sus ojos. La sala resonaba con el silencio pesado, solo roto por el crujir de las llamas en la chimenea.

—Este es el precio de la traición, Diana —murmuró el conde, con una frialdad que enviaba escalofríos por la espina dorsal de su hija.

Diana, aún aturdida por la visión macabra, encontró dificultades para articular palabra. Leidy Vivienne permanecía en segundo plano, observando la escena con una expresión imperturbable, como si estuviera acostumbrada a tales horrores.

—Te entregaste a la traición, hija mía. —La voz de Sebastián resonó como un lamento gélido—. No puedes permitirte ser ingenua en estos asuntos de corte y traiciones.

La joven, entre lágrimas y con el corazón acelerado, asintió. La brutalidad de la lección era ineludible, y Diana empezaba a comprender las oscuras maquinaciones que se tejían en su entorno. La cabeza decapitada, un recordatorio visceral de la despiadada realidad que rodeaba a la alta nobleza.

—Aprende, Diana. Aprende que en este juego, cada movimiento tiene un precio. —Las palabras de Sebastián resonaron en el aire como una sentencia.

La casa del conde, que antes parecía serena y majestuosa, ahora adquiría una presencia ominosa. Los secretos familiares, crímenes y ambiciones, se volvían sombras que se agitaban en cada rincón.

El conde Sebastián, tras soltar una carcajada burlona, se acercó lentamente a Diana, su figura imponente llenando la habitación. En su rostro, la risa daba paso a una expresión más seria, casi amenazante.

—Hija mía, ¿crees que la corona se obtiene con arrogancia e impulsividad? —murmuró, con tono sarcástico—. Aquí, en estos salones, la verdadera batalla se libra con astucia y lealtad, no con delirios de grandeza.

Diana, manteniendo su postura desafiante, respondió con determinación:

—No subestimes mi astucia, padre. Puedo jugar este juego mejor de lo que imaginas.

Sebastián alzó una ceja, observándola con escepticismo.

—Puede que tengas un papel en todo esto, pero entre las sábanas del rey, solo encontrarás la muerte. No dejes que el deseo nuble tu juicio, Diana. La corte es un campo de batalla mucho más peligroso de lo que puedas imaginar.

La advertencia del conde resonó en la mente de Diana mientras él abandonaba la habitación, dejándola sola con la cabeza decapitada como testigo mudo de sus palabras. La joven se quedó parada, reflexionando sobre las complejidades del juego político que se desarrollaba a su alrededor. Sabía que cada movimiento debía ser calculado con precisión si quería sobrevivir en ese mundo de intrigas y traiciones.

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