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Diana, inmersa en su habitación, dejaba que las frías lágrimas surcaran sus mejillas mientras manipulaba fichas de un antiguo juego de estrategia sobre la mesa. Las noches de entrega al rey eran parte de su realidad, pero el reciente abuso durante su último encuentro la dejaba marcada de una manera que no podía soportar. Su corazón clamaba por venganza, pero en medio de la amargura, comprendió que la inteligencia sería su aliada para seguir sobreviviendo en aquel retorcido juego de poder.

Observando el tablero del juego, símbolo de intrigas y estrategias, Diana trazó mentalmente sus propios movimientos. Sabía que enfrentarse directamente al rey podría ser su perdición, por lo que debía tejer una red sutil de engaños y alianzas que la protegiera de los oscuros designios de Arturo.

Mientras las lágrimas continuaban su lento descenso, Diana dejó que la rabia se convirtiera en determinación. Su mente maquinaba planes, ingeniosos y cautelosos, para desentrañar los hilos del poder en el Palacio Real. La venganza no sería un acto impulsivo, sino una obra maestra calculada.

Con manos temblorosas pero resueltas, Diana organizó las fichas en una nueva formación en el tablero, simbolizando la compleja danza de conspiraciones que planeaba orquestar. Los susurros de las paredes del palacio eran su aliado, y las conexiones que había forjado con aquellas almas inmersas en la oscura trama de la corte serían sus herramientas para la venganza.

En su mirada, mezcla de dolor y determinación, se reflejaba una mujer lista para desafiar las sombras que se cernían sobre ella. El juego de poder en el Palacio Real estaba lejos de su fin, y Diana se preparaba para escribir su propio destino en un entorno donde la lealtad y la traición danzaban peligrosamente al compás de los secretos ocultos entre los muros de aquella imponente fortaleza.

Diana, decidida a trazar su propio destino, se sumergió en una red de conexiones cuidadosamente seleccionadas. Su primer paso la llevó a visitar al alquimista, un hombre de barba abundante teñida de verde que vivía en las sombras de la ciudad.

En el laboratorio del alquimista, entre frascos y pociones, Diana compartió sus necesidades sin entrar en detalles innecesarios. Hablaron sobre recetas de posiones y venenos, un lenguaje sutil que ocultaba las verdaderas intenciones de la joven. El alquimista, acostumbrado a la clandestinidad, comprendió el juego de Diana y ofreció sus servicios sin hacer demasiadas preguntas.

Con esa información guardada como una carta oculta, Diana se encaminó hacia las afueras del reino, donde una hechicera reclusa aguardaba. La torre de la hechicera se alzaba majestuosa, rodeada de un halo de misterio. La mujer, con ojos centelleantes y cabello enredado, escuchó las súplicas de Diana sin juzgar. La magia y la brujería se entrelazaron en aquella conversación secreta, prometiéndole a Diana habilidades que podrían cambiar el curso de su destino.

El tercer contacto proporcionado por su padre era un mercenario, un hombre curtido por la batalla y con un precio para cada lealtad. Diana se reunió con él en la oscura taberna de la ciudad, entre risas disfrazadas de camaradería. Discutieron planes y estrategias, asegurándose de que la conexión con el mercenario quedara sellada sin levantar sospechas.

Armada con estos aliados de sombras, Diana regresó al Palacio Real con una determinación silenciosa. Sabía que su camino hacia la venganza estaba trazado, y cada ficha movida en la compleja partida de la corte real la acercaba a su objetivo. La joven dama se convertía, poco a poco, en una arquitecta de su propia revancha, tejida con hechizos, venenos y la astucia necesaria para desafiar a un rey acostumbrado a la sumisión de sus concubinas.

La taberna, un antro oscuro lleno de humo y risas estridentes, resonaba con la tos de hombres rudos y juramentos desafiantes. Mesas de madera desgastada se agrupaban alrededor de la sala, iluminadas por lámparas que titilaban débilmente. En las sombras de aquel recinto, Diana se destacaba como la única mujer entre los rostros endurecidos y las miradas curiosas.

El mercenario, un coloso curtido por innumerables batallas, se levantó de su asiento en una esquina apartada. Su mirada, fría como el acero de su espada, se encontró con la de Diana. Entre murmullos y risas guturales, se acercó a la joven dama, cuyo porte no dejaba lugar para la intimidación.

—Has venido, como era de esperar —gruñó el mercenario, observando con atención los movimientos de Diana. La atmósfera en la taberna se volvía más densa, impregnada de la tensión que precede a un acuerdo peligroso.

Diana, serena pero determinada, respondió:—He venido a sellar nuestro pacto, mercenario. Mi padre ya te ha hablado de lo que necesito.

La conversación se deslizaba entre susurros y miradas fugaces, disfrazada entre el bullicio de la taberna.

—Mis servicios no son baratos, señorita. ¿Estás dispuesta a pagar el precio que exige la venganza? —El mercenario, cuya reputación era tan temida como la sombra de la noche, sonrió con cinismo.

Diana, sin titubear, asintió:—El precio no es un problema si el resultado es el adecuado. Pero quiero asegurarme de que entiendas la magnitud de mi deseo —Los detalles de su plan se desplegaban como hilos invisibles entre las sombras de la taberna, donde los secretos se compartían en susurros y el destino de un rey pendía de un hilo frágil tejido por una mujer decidida a romper las cadenas de la sumisión.

Diana, en medio del tenso intercambio, captó la mirada fija de un joven desaliñado con rasgos atractivos. Cuando volvió la atención al mercenario, este, lleno de impaciencia, golpeó la mesa con furia, desatando un torrente de insultos. Exigió la paga por adelantado, pero Diana, astuta, se negó.

El mercenario, sin escrúpulos, agarró bruscamente el cabello de Diana y estampó su rostro contra la mesa. Los alaridos de la joven resonaron en la taberna mientras el hombre continuaba con sus humillaciones, llegando al extremo de bajar sus pantalones.

En ese instante, el muchacho desaliñado que había estado observando se deslizó entre las mesas, arrojando cuchillos balísticos con rapidez letal. El mercenario cayó al suelo, su amenaza extinguida por la intervención sorpresiva. Los ojos de Diana chispearon en un tono rojo momentáneo, como si ocultaran un poder inexplorado en su interior.

Al recobrar la compostura, Diana agradeció al joven por su valiente intervención. La taberna quedó en silencio, con los espectadores asombrados ante el giro inesperado de los acontecimientos. La venganza de Diana tomaba forma, y el muchacho, en la sombra, había tejido su propia leyenda.

—Gracias por intervenir. No esperaba que alguien viniera en mi ayuda. ¿Quién eres?

—Puedes llamarme Edmex. — Era un joven desterrado de la Academia de caballeros por seguir us propias reglas—. Me pareció que necesitabas un rescate y aquí estoy.

Diana, agradecida y sorprendida por la intervención oportuna, evaluó al joven rebelde ante ella. Edmex, con una mirada desafiante, continuó.

—Escuché tu charla con el mercenario. Puedo tomar su lugar si necesitas a alguien para ciertos asuntos.

Diana, consciente de la necesidad de aliados en su búsqueda de venganza, asintió a regañadientes.

—Está bien, Edmex. Tendrás tu oportunidad. Pero recuerda, solo te necesito para tareas específicas. Nada más.

Edmex esbozó una sonrisa traviesa, aceptando el trato mientras ambos se sumían en la oscuridad de la conspiración y la intriga

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