CAPÍTULO 2: DIANA
En el alba que siguió al encuentro con el rey, Diana se hallaba sumida en una tormenta emocional que giraban en las sombras de su ser. Siempre considerada inocente, algunos tildaban su naturaleza de simple, sin percatarse de los mundos elevados que su mente exploraba. Diana, con sus gestos tímidos y su silencio, era una poesía en comprensión astronómica y matemática, un universo que se desplegaba en su mente autista.
La infancia de Diana fue marcada por la crueldad de su madre, quien arrojaba insultos como dagas, incapaz de comprender la riqueza que yacía en la profundidad de su hija. Su silencio perduró hasta los diez años, un tiempo en el que su mente tejía complejidades que las palabras no podían expresar.
En sus días, Diana se sumía entre los deberes en el Palacio, las reuniones con su padre, el Conde Sebastián, y sus libros. El amor por la lectura le brindó un refugio, un escape de un mundo que a menudo la rechazaba. Los volúmenes se convertían en compañeros leales, permitiéndole explorar mundos imaginarios cuando la realidad se volvía demasiado abrumadora.
El encuentro con el Rey Arturo, en la oscuridad de la madrugada, había alterado el equilibrio delicado de su mundo interior. Las emociones, siempre esquivas y enigmáticas, danzaban en las sombras de su ser, una sinfonía confusa de desconcierto y opresión. El acto, lejos de ser comprendido, se convertía en un enigma que su mente analizaba meticulosamente.
La timidez de Diana se tornaba más profunda ante la dificultad de expresar las complejidades emocionales. En su rincón de silencio, el autismo se revelaba como un velo que separaba sus pensamientos de aquellos que la rodeaban. Pero su amor por las estrellas y los números seguía siendo un faro que iluminaba su camino, una conexión con los mundos elevados que la ayudaba a encontrar significado en la maraña de emociones.
En los exuberantes jardines que rodeaban el Palacio, el Conde Sebastián aguardaba la presencia de su hija junto a Lady Vivienne. Entre risas disimuladas y gestos elegantes, iniciaron un diálogo casual que ocultaba capas de chismes y conspiraciones.
— ¿No es encantador este día, Lady Vivienne? —comentó el Conde con una sonrisa que apenas rozaba la superficie de sus verdaderas intenciones.
Lady Vivienne, con su mirada maquiavélica, respondió: — Encantador, querido Conde. Aunque, como bien sabes, a veces la superficie no refleja la verdad que se oculta debajo.
Diana, quien se les unía en aquel rincón de intrigas cortesanas, escuchaba atentamente, aunque su mente aún resonaba con la imagen del Rey Arturo sobre ella. A pesar de la belleza que algunos veían en el monarca, para Diana, el acto lascivo no dejaba espacio para la admiración.
Mientras su padre proseguía con las banalidades de la corte, Diana se mordía el labio y acariciaba sus manos entre sí, señales claras de su incomodidad. Su mente viajaba entre las constelaciones y ecuaciones, tratando de encontrar un sentido en la maraña de emociones que la envolvía. El sexo, un terreno inexplorado para ella, parecía un abismo sin fin y sin sentido en aquel momento.
— ¿No crees, querida Diana? —intervino su padre, ajeno a la tormenta interna de su hija.
Ella asintió débilmente, sin atreverse a compartir sus pensamientos. La complejidad de las relaciones humanas, suspiró Diana, era un rompecabezas que su mente aún no lograba descifrar.
Diana, inadvertidamente, se vio inmersa en una conversación más peligrosa mientras su padre y Lady Vivienne desentrañaban las sombras que envolvían la extraña muerte de la Reina. El murmullo de los jardines parecía esconder secretos más oscuros que las flores que los adornaban.
— La muerte de la Reina siempre me ha parecido más un enigma que una tragedia —mencionó Lady Vivienne, su mirada maquiavélica destilando un interés particular.
El Conde Sebastián, un maestro en las artes de la intriga, respondió: — El Rey, ausente en una misión diplomática, regresa sin sospechas. Un ataque al corazón, dicen. Pero, ¿no te parece extraño? Una joven de tan solo 21 años, sin señales de agresión.
Diana, aunque su mente aún se debatía entre la incomodidad del encuentro con el Rey y sus propios pensamientos, prestaba atención a la intrigante conversación. Los detalles sobre la muerte de la Reina revelaban un enigma que se entretejía con la trama del reino.
— ¿Crees que haya algo más detrás de todo esto, Conde? —inquirió Lady Vivienne con una ceja arqueada, sus ojos centelleando con curiosidad.
El Conde, con la sagacidad de quien ha navegado por aguas peligrosas, respondió en tono conspirador: — Las apariencias son engañosas, Lady Vivienne. Puede que la muerte de la Reina sea solo el comienzo de algo más oscuro.
Más tarde, en la tranquila oscuridad de la noche, mientras Diana organizaba meticulosamente su habitación, su corazón latía con fuerza al escuchar una discusión en los pasillos. Rápidamente recuperó la calma cuando el alboroto pareció alejarse, sumiendo su aposento en un silencio tenso.
Observó con satisfacción la perfecta disposición de sus pertenencias. Todo en su habitación estaba ordenado, un reflejo del control que ejercía sobre su pequeño reino privado. Sus aposentos, en una de las torres más altas del Palacio, le ofrecían una vista clara de las estrellas, y Diana se sentó junto a la ventana, contemplando el cosmos que se extendía ante ella.
Frente a ella, una mesa de ajedrez y otra silla vacía invitaban a la reflexión. Mientras jugaba sola, trató de anticipar los movimientos de alguien que no estaba presente, como si la partida fuera consigo misma. Al ganar, se llevó ambas manos a las mejillas y suspiró.
— Hice lo que me dijiste. Nadie parece entender lo que hicimos, nadie puede verlo más que tú y yo —murmuró en la quietud de su habitación.
Su mirada se dirigió hacia un rincón oscuro de la estancia, como si esperara respuestas que no llegaban. Nuevamente, habló en un susurro.
— Hoy estás de un humor terrible. Quizá debí darte veneno a ti también.
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