EL RANKING DE LAS MUJERES DEL REY

EL RANKING DE LAS MUJERES DEL REY

1

CAPÍTULO 1: Arturo

En el majestuoso salón del castillo, el Rey, inmutable en su trono de ébano, observaba con ojos fríos el velorio de la Reina. El oscuro luto envolvía la sala, adornada con tapices de profundo carmesí y lágrimas silenciosas de los sirvientes que flotaban en el aire.

A su lado, las seis concubinas, cada una vestida con telas que rivalizaban con la tristeza del momento. Lady Seraphina, de mirada perspicaz; Isolde, con su aura enigmática; Eleanora, desbordante de encanto; Lucrezia, de espíritu audaz; y las demás, figuras sombrías que tejían su propio destino en la tela de la tragedia.

Entre los invitados, nobles con rostros máscaras de pesar ocultaban sus intrigas. Lord Archibald, con su mirada astuta, intercambiaba palabras susurradas con la intrigante Lady Vivienne, mientras el Conde Sebastian ocultaba su sonrisa tras una copa de vino.

— Mis condolencias, mi Rey. La Reina era un faro de luz que ahora nos ha abandonado —pronunció Lord Archibald con una inclinación superficial.

— Luz que ha dejado este reino en sombras —respondió el Rey, sin despegar la mirada del féretro.

Las concubinas, forzadas a un duelo que iba más allá de las lágrimas, compartían miradas de desconfianza entre sí. Las palabras susurradas eran puñales invisibles, y los vestidos suntuosos apenas disimulaban la tensión.

— ¿Cuál de ellas ganará tu favor ahora, mi señor? —murmuró Lady Vivienne, cuya sonrisa sugería más de lo que sus palabras expresaban.

— Eso es algo que ellas deberán descubrir por sí mismas —respondió el Rey, sin inmutarse.

El velorio se deslizaba entre murmullos y redes de chismes, como sombras que se deslizaban por los rincones del castillo. En la penumbra, los diálogos ingeniosos resonaban, y las interacciones intensas tejían una red más intrincada que los hilos del luto.

— ¿Acaso el Rey siente alguna tristeza? —se preguntaba Lady Seraphina, observando sus gestos imperturbables.

Mientras las llamas danzaban en las antorchas, la ceremonia avanzaba entre la tela de murmullos, y el cadáver de la Reina aún cálido se convertía en el epicentro de intrigas y secretos. En ese escenario lúgubre, el Rey reinaba en silencio, y las concubinas se enfrentaban a un destino incierto, donde el afecto del monarca era un premio codiciado en este juego de sombras y deseo.

La ceremonia se desenvolvía en un silencio casi tangible. El olor a incienso y velas perfumadas saturaba el aire, mientras los sirvientes, vestidos con túnicas negras, ajustaban las coronas funerarias con gestos respetuosos. El féretro de la Reina reposaba sobre un estrado de ébano, adornado con símbolos de luto que reflejaban la solemnidad del momento.

El Estado del Reino, aunque cubierto por el manto de la aflicción, mostraba fisuras en sus cimientos. Los nobles, ocultos tras sus máscaras de pesar, intercambiaban miradas que traspasaban la fachada del duelo. El Rey, en su trono de indiferencia, parecía más un monarca de ajedrez moviendo piezas invisibles que un esposo afligido.

Lord Archibald, con sus ojos astutos, se acercó a Lady Seraphina.

— ¿Qué opinas de la partida que se está jugando, mi estimada Seraphina?

Ella, con su mirada perspicaz, respondió: — No es solo un juego de damas en este tablero, Lord Archibald. Es una batalla donde cada movimiento puede sellar un destino.

Mientras tanto, Isolde, la concubina enigmática, mantenía su distancia, observando con ojos que parecían atravesar las sombras. El Conde Sebastian, acercándose a ella, murmuró:

— ¿Qué secretos oculta tu mirada, Isolde?

Ella respondió con un susurro apenas audible: — Secretos que solo los astutos pueden desentrañar, Conde.

Las concubinas, atrapadas en una danza de duelos verbales, compartían miradas de desconfianza. Eleanora, desbordante de encanto, intentó aliviar la tensión.

— En este momento de tristeza, deberíamos unirnos en la memoria de la Reina —dijo, pero su sonrisa sugería algo más allá de la compasión.

Mientras los sirvientes llevaban a cabo los rituales funerarios, la atmósfera se cargaba de energía tensa. El Rey, aún inmóvil, parecía más preocupado por los movimientos de sus concubinas que por la pérdida de su esposa.

— ¿Cuál de ustedes logrará llenar el vacío que dejó la Reina? —preguntó el Rey, rompiendo su silencio.

Las concubinas intercambiaron miradas fugaces, conscientes de que su respuesta trascendería las palabras pronunciadas. Mientras las llamas de las antorchas arrojaban sombras danzantes.

Las concubinas, envueltas en sus vestiduras suntuosas, respondieron al desafío del Rey con una danza de palabras cuidadosamente elegidas.

— Mi señor, nuestros corazones están dispuestos a llenar ese vacío, si vos nos lo permitís —declaró Lucrezia, con una mirada que dejaba entrever su determinación.

— Pero, ¿qué es lo que busca en realidad, mi Rey? ¿Una consolación o una nueva Reina que ocupe el trono de su corazón? —cuestionó Isolde, cuyas palabras resonaron con un tono enigmático.

El Rey, indiferente a las sutilezas de las palabras, respondió con un gesto de desdén: — El trono de mi corazón no se gana con palabras vacías, sino con actos que superen las expectativas.

La ceremonia continuaba su curso, y entre los nobles, los murmullos se intensificaban como la marea en ascenso. Lady Vivienne, una experta en las artes de la intriga, se acercó al Conde Sebastian.

— ¿Has notado, Conde, cómo el Rey apenas muestra pesar? Quizás este duelo no sea tan sincero como aparenta.

— ¿Y qué propones, Lady Vivienne? —inquirió el Conde, intrigado por la sugerencia.

Ella esbozó una sonrisa maquiavélica: — Propongo que observemos más de cerca, descubramos los verdaderos hilos que manejan este juego y aseguremos nuestros destinos.

Mientras las palabras de Lady Vivienne se deslizaban como veneno, el Rey, como un director en un drama oscuro, observaba la escena con un interés calculado. Las concubinas, conscientes de estar bajo su escrutinio, tejían sus propios planes en la red de tramas y conspiraciones que se entrelazaban en el reino.

La seremonia llegó a su fin con la formalidad esperada, y el Rey Arturo, como un estratega despidiendo a sus peones en un tablero de ajedrez, expresó corteses palabras de agradecimiento a los nobles presentes. Su mirada, sin embargo, no revelaba gratitud, sino una evaluación fría de los movimientos de aquellos que se postraban ante él.

Caminando por los pasillos del castillo, Arturo evitó el contacto directo con sus concubinas. La noche, inusualmente tranquila, no invitaba a los placeres habituales. Sus pensamientos, más oscuros que las sombras que lo rodeaban, se debatían entre la necesidad de mantener a los nobles en su lugar y la fragilidad de la estabilidad del reino.

Sus fronteras compartidas con cuatro países vecinos eran como líneas dibujadas con tinta invisible. La difunta Reina, una extranjera cuyo matrimonio había sido forjado por alianzas políticas, ahora yacía en silencio. En este juego de poder, Arturo sabía que el amor era una moneda de poco valor, una emoción que nublaba las mentes humanas.

— El amor es una debilidad que no puedo permitirme —murmuró para sí mismo mientras avanzaba por los pasillos.

Arturo, cuyo ascenso al trono fue moldeado por las afiladas estrategias de su mente, no era un hombre guiado por las emociones. Nacido de un linaje humilde, su historia estaba marcada por la tragedia de una madre que sucumbió a los caprichos de un noble. Había trazado su propio camino hacia el poder, derrocando monarquías no solo con espadas, sino con astucia.

En su aposento, con la oscuridad como confidente, Arturo se sumergió en la reflexión. Mientras la luna derramaba su luz sobre el reino, los lazos de intriga y manipulación tejían una red sutil que sostenía su reinado. En este mundo donde la lealtad era efímera y las alianzas, frágiles, el Rey Arturo se preparaba para el siguiente movimiento en este juego de tronos, donde las mentes eran las espadas que forjaban su destino.

En la penumbra de la madrugada, la Luna se deslizaba por el cielo envenenado de plata, iluminando el palacio con su luz fría. El Rey Arturo, perturbado por el insomnio, se vio impulsado por un deseo que no había experimentado en días.

Llamó a la hija del Conde Sebastián, Diana; una joven de no más de 19 años. La muchacha, de cabellos oscuros que caían en cascada sobre sus hombros delicados, tenía ojos grandes y avellana que reflejaban una inocencia que contrastaba con la corte intrigante que la rodeaba. Su figura, esbelta y delicada, resaltaba la juventud de una vida aún por descubrir.

La personalidad de la joven sorprendía por su timidez y sumisión. Siempre ansiosa por complacer a su familia y a su rey, había crecido en el palacio como pupila, aprendiendo las artes de la cortesía y la obediencia. Sin embargo, este llamado era diferente, y la ansiedad se dibujó en su rostro mientras acudía apresuradamente al llamado del Rey.

— Mi señor, ¿en qué puedo servirle? —preguntó la joven con una voz suave y temblorosa, su mirada clavada en el suelo como muestra de respeto.

El Rey Arturo, con ojos que reflejaban la urgencia de sus deseos, le confió una tarea que iba más allá de las normas de cortesía.

— Diana, quiero que esta noche, seas mía. —Las palabras del Rey resonaron en la habitación, cargadas de un mandato que pesaba sobre los hombros de la joven.

Ella, tímida y sumisa, asintió, consciente de que estaba frente a un pedido que iba más allá de la obediencia tradicional. La habitación, envuelta en la oscuridad, se llenó con la tensión de un pacto que cambiaría el destino de ambos.

En la penumbra de la alcoba, la atmósfera se cargaba con una tensión palpable. Arturo, el Rey cuyo corazón no conocía la suavidad del amor, se encontraba inmerso en una escena que lejos de ser romántica, era casi opresiva. La joven, de mirada temblorosa, obedecía a un mandato que flotaba en el aire como un peso invisible. Le quitó la ropa y la envolvió apasionadamente, un gemido débil escapó de la boca de la muchacha, uno que se repetía con cada embestida. Él se ahogó en la intrépida sensación del acto, dando rienda suelta a toda esa ferocidad contenida.

La habitación resonaba con suspiros apagados y el crujir de telas en un juego que carecía de la dulzura. La expresión de la joven, mezcla de sumisión y desconcierto, reflejaba la opresión de un acto que se deslizaba por los límites de lo que podía soportar. Ella temblaba contra la dura pared de piedra, mientras el rey por fin había terminado.

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Comments

Enriqueta Prommel

Enriqueta Prommel

Me gustan tus metáforas " un cielo envenenado de plata"....buena metáfora y buena ortografía, se ven pocas veces!!

2023-12-31

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