Bajo el yugo del rey Arturo, el reino se sumía en la oscuridad. Las demás concubinas, a pesar de sus intentos de mantenerse ocultas y lejos de la mirada vigilante del monarca, no podían evitar la creciente inquietud ante la desaparición de Isolde. Susurros en los pasillos y miradas temerosas del personal del palacio indicaban que algo siniestro estaba ocurriendo.
Mientras tanto, Arturo no mostraba la menor señal de pesar por la pérdida de Isolde. En lugar de eso, se sumergía cada vez más en una espiral de crueldad y despotismo. Sus acciones crueles durante la campaña contra su propio pueblo se volvían más extremas con cada día que pasaba. Decapitaciones públicas, ahorcamientos y ejecuciones eran la norma, marcando a aquellos que osaban desafiar su autoridad.
La sombra del tirano se cernía sobre el reino, creando un manto de terror que ahogaba a la población. Los ciudadanos vivían con miedo constante, temiendo que cualquier palabra mal pronunciada o mirada equivocada pudiera ser su perdición.
Simultáneamente, los reinos vecinos, alarmados por el cambio radical en la conducta de Arturo, se volvían cada vez más hostiles. Las tensiones aumentaban, y las conspiraciones se forjaban en la oscuridad. El reino que una vez fue próspero y unificador estaba ahora al borde del colapso, todo gracias a las sombrías acciones de su propio monarca.
La noticia de los comentarios despectivos hacia el rey Arturo por parte del comandante de la Guardia del Palacio corrió rápidamente entre los pasillos del castillo. Al día siguiente, el comandante apareció en público, pero su estado era desolador. Su rostro estaba desfigurado por los horribles signos de tortura, evidencia clara de las represalias crueles infligidas por el rey. El hombre tenía un enorme agujero, como si hubieran metido un objeto demasiado grande en su trasero, el cuerpo estaba mutilado, cubierto por oscuras capas de sangre espesa mientras las moscas desfilaban a su alrededor.
El reino temblaba ante la brutalidad de Arturo, cuyas acciones sádicas ahora se dirigían incluso a aquellos que, en teoría, deberían estar bajo su protección. La Guardia del Palacio, en lugar de ser una fuerza de seguridad, se convirtió en un instrumento del terror, mostrando a todos que la traición o incluso la percepción de deslealtad eran castigadas sin piedad.
A medida que el rey se hundía más en la tiranía, las sombras de descontento se cernían sobre su reino. La lealtad, una vez asegurada a través del respeto y la admiración, ahora se mantenía por el miedo y la sumisión. Los conspiradores, antes silenciosos, comenzaron a organizarse en la clandestinidad, buscando cualquier resquicio de esperanza para liberar al reino de la tiranía que se cernía sobre él.
Arturo se aproximó sigilosamente al balcón donde Eleonora contemplaba el horizonte, sumida en sus propios pensamientos. La atmósfera estaba cargada de tensión mientras el rey se detenía a su lado. En ese momento, el viento llevaba sus susurros hacia el exterior, mezclándolos con la sombría realidad del reino.
—Eleonora, ¿qué piensas mientras observas el reino que gobierno? —inquirió Arturo, su voz llevando consigo un matiz de curiosidad y desconfianza.
Ella giró lentamente hacia él, sus ojos expresando una mezcla de cautela y astucia. —Mi señor, observo un reino que se desangra por el temor y la opresión. ¿Es este el reinado que soñaste alguna vez?
La mirada intensa de Eleonora desafió al rey, quien, aunque en su rostro se mantenía la máscara de autoridad, no pudo evitar percibir un destello de descontento en sus ojos.
—El poder a menudo requiere sacrificios, Eleonora. La estabilidad del reino se construye sobre la obediencia —respondió Arturo, intentando justificar sus acciones mientras avanzaba hacia ella.
Ella no retrocedió. —¿Estabilidad o miedo, mi señor? Un reino puede caer por la fuerza, pero solo puede perdurar con el apoyo de aquellos que lo aman y respetan genuinamente.
La conversación se desarrolló en una danza sutil de palabras afiladas, cada uno midiendo sus pasos. Eleonora, con su astucia innata, intentaba sembrar semillas de duda en la mente del rey, mientras Arturo, aunque intrigado por sus palabras, no estaba dispuesto a ceder terreno.
La brisa nocturna llevaba consigo el presagio de cambios inminentes en el reino, y aquel balcón se convirtió en el escenario de una intriga más profunda que se estaba gestando entre el monarca y su astuta consejera.
La sonrisa compartida entre Arturo y Eleonora se convirtió en una breve tregua en medio de la intriga que los envolvía. Arturo, ajeno a la falsedad de la sonrisa de Eleonora, se dejó llevar por la ilusión de un momento de complicidad.
—Eleonora, a veces es necesario dejar de lado las preocupaciones y disfrutar de los placeres que este reino puede ofrecer —comentó Arturo, su tono adquiriendo una nota de complicidad.
Ella asintió con elegancia, ocultando tras sus ojos astutos la verdadera naturaleza de sus intenciones. —Entiendo, mi señor. La carga del poder puede ser abrumadora, y encontrar consuelo en momentos de placer es una elección sabia.
Arturo, buscando evadir las tensiones que acechaban su reinado, guió a Eleonora hacia el interior del palacio, donde las sombras y secretos parecían disolverse por un momento. El juego de poder y seducción continuaba, cada uno desempeñando su papel con maestría.
En el interior del palacio, las velas danzaban en sus candelabros, proyectando sombras que oscilaban entre lo misterioso y lo tentador. Eleonora, hábil en el arte de la manipulación, desplegó su encanto con destreza, llevando al rey por pasillos adornados hacia el terreno de las intrigas y los placeres ocultos.
—¿Vas a tomarme mi rey? —sobre la silla Eleonora abrió sus piernas, su corto vestido revelaba la bella visión de su humedad.
—Por supuesto —Arturo se acercó con el miembro erecto y palpitante. Ella lo dejó entrar, un débil gemido precedió la acción. Una que se desarrolló de manera frenética, contra la silla, sobre el piso e incluso contra la áspera pared de piedra.
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